Ilustraciรณn: Vรจlia Bach

Diez mil hombres

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para Mรณnica Carmona

 

Algunos aรฑos atrรกs publiquรฉ una novela llamada El comienzo de la primavera que ganรณ un premio y fue candidata a otros dos que no ganรณ y encontrรณ sus lectores, que es posiblemente lo mejor que pueda decirse sobre un libro. Una parte considerable de la historia que contaba allรญ transcurrรญa en la ciudad alemana de Heidelberg. En el departamento de filosofรญa trabajaba supuestamente Hans-Jรผrgen Hollenbach, el profesor que lo habรญa visto todo y lo habรญa hecho todo y al que el protagonista de la novela perseguรญa a lo largo del libro con la expectativa de comprender aquello que posiblemente no podamos acabar de entender nunca. Yo habรญa estado en Heidelberg en un par de ocasiones tomando notas y fotografiando las casas y las esquinas sobre las que pensaba escribir en una novela que aรบn no se llamaba “El comienzo de la primavera” y habรญa procurado ser tan riguroso con la informaciรณn acerca de la ciudad como me fuera posible. Un tiempo despuรฉs, con la novela ya escrita, me preguntรฉ por quรฉ me habรญa tomado el trabajo de documentarme de aquella forma, puesto que era posible que los lectores del libro –si el libro tenรญa lectores algรบn dรญa– no tomasen en cuenta esos detalles y no esperasen de ellos ningรบn tipo de relaciรณn estrecha con la realidad, pero pensรฉ que eso no tenรญa importancia, que caminar por Heidelberg tomando notas habรญa sido importante porque habรญa hecho creรญble para mรญ la historia y que posiblemente ese era el รบnico requisito realmente ineludible para que la historia fuese creรญble para otros. Quizรก fuera asรญ como funcionaba siempre.

Unos aรฑos despuรฉs de que aquella novela fuera publicada –y despuรฉs de haber editado otros dos libros con mi nombre y de haberme visto envuelto en un matrimonio no precisamente simple y despuรฉs de haber olvidado aquella novela y la ciudad que la habรญa inspirado– recibรญ una invitaciรณn de los traductores Carmen Gรณmez y Christian Hansen para intercambiar opiniones con una docena de jรณvenes traductores acerca de la traslaciรณn al alemรกn de mi trabajo. Gรณmez y Hansen –este รบltimo, mi traductor al alemรกn– me avisaron con cierta alegrรญa que el encuentro tendrรญa lugar en Heidelberg, y yo pensรฉ por un momento que quizรก aquella era una amenaza y quizรก tambiรฉn la invitaciรณn a cerrar un cรญrculo, asรญ que no dije que no, o lo dije con muy poca firmeza, y un dรญa volรฉ a Frรกncfort del Meno y despuรฉs tomรฉ un tren a Heidelberg y finalmente me vi frente a una docena de jรณvenes traductores que sabรญan mรกs acerca de mi trabajo de lo que yo llegarรญa a saber algรบn dรญa. Yo no necesito saber sobre mi trabajo porque lo he hecho y me pertenece, recuerdo que pensรฉ en algรบn momento de la conversaciรณn, pero pensรฉ que el argumento tal vez no fuera particularmente acertado y preferรญ callarme. Despuรฉs de la conversaciรณn hubo una pequeรฑa recepciรณn en el patio de la Escuela de Traducciรณn de la universidad en la que todos intentamos sortear a las abejas –que ese aรฑo eran particularmente abundantes– y comimos salchichas asadas y bebimos cerveza.

Una mujer que no habรญa participado de la conversaciรณn se acercรณ a mรญ en algรบn momento de la recepciรณn y me dijo que tenรญa algo para darme; hablaba un espaรฑol excepcionalmente correcto, que ella atribuyรณ al hecho de que lo habรญa estudiado en el instituto. La mujer –llamรฉmosla Ute Kindisch, aunque posiblemente ese no fuera su nombre– tenรญa unos sesenta aรฑos y me dijo que trabajaba en el departamento de filosofรญa de la universidad. Al decirlo, me entregรณ un fajo de sobres con una expresiรณn infantil que hacรญa honor a su apellido. Me dijo que unos aรฑos atrรกs habรญan comenzado a aparecer en el buzรณn del departamento unas cartas destinadas a un cierto Hans-Jรผrgen Hollenbach y que el asunto la habรญa intrigado de inmediato, ya que no conocรญa a ningรบn colega con ese nombre: desconcertada, habรญa buscado en la red y habรญa dado con una reseรฑa de mi novela y la habรญa comprado en una de esas librerรญas electrรณnicas que tan รบtiles resultan a veces. A mรญ su historia me sorprendiรณ y me halagรณ a partes iguales, y no pude evitar preguntar si finalmente habรญa leรญdo la novela y quรฉ le habรญa parecido, pero Frau Kindisch respondiรณ simplemente que le habรญa parecido “interesante”. Naturalmente, me dijo, ella no podรญa hacer nada por los corresponsales del supuesto Hollenbach, pero sรญ podรญa, al menos, reunir las cartas que le destinaban y procurar entregรกrmelas algรบn dรญa; mi visita, dijo, le habรญa parecido una oportunidad excelente para hacerlo. Mientras me hablaba, yo sostenรญa el fajo de cartas entre mis manos como si hubiesen sido escritas con una tinta pรฉtrea o como si yo fuera incapaz de sobrellevar el peso de haber hecho pasar por una mentira lo que era una invenciรณn literaria; cuando reunรญ valor, le agradecรญ y le dije que no se preocupara, que siempre habรญa lectores crรฉdulos que confundรญan una ficciรณn verosรญmil con la realidad, y que le agradecรญa su pesquisa y ser mi lectora. Ute Kindisch –pero ahora estoy seguro de que no se llamaba asรญ y que su nombre era otro– sonriรณ al decirme que sรญ, que debรญan ser sin duda lectores crรฉdulos y me dio la mano y se dio la vuelta y se perdiรณ de vista.

No me atrevรญ a leer las cartas ni ese dรญa ni el siguiente, sino hasta llegar a mi casa de Madrid. No pude dejar de pensar en ellas en todo ese tiempo, sin embargo. Eran ocho, seis de ellas de diferentes autores y todas relativamente prรณximas temporalmente entre sรญ, aunque la primera era de tres aรฑos atrรกs y la รบltima de hacรญa cuatro meses. En todas ellas los lectores manifestaban su entusiasmo por la teorรญa de la discontinuidad que Hollenbach habรญa supuestamente elaborado para explicar los hechos trรกgicos del pasado histรณrico; en una afirmaban –es decir, lo afirmaba alguien que decรญa ser profesor de filosofรญa de Murcia– que yo habรญa malinterpretado la teorรญa de Hollenbach y que รฉl creรญa haberla entendido mejor y mรกs adecuadamente y que querรญa conversar con รฉl sobre el tema. Habรญa una carta en la que el director de una pequeรฑa editorial venezolana de filosofรญa ofrecรญa a Hollenbach la posibilidad de publicar su libro Betrachtungen der Ungewissheit en una nueva traducciรณn a realizar por un profesor de la Universidad Central de Venezuela. Otra de las cartas era de un joven estudiante de filosofรญa de la argentina Universidad de Quilmes que deseaba saber si Hollenbach habรญa leรญdo la obra de Guillermo Enrique Hudson, cuya concepciรณn del tiempo le parecรญa muy vinculada a la de Hollenbach. En otra, un profesor de la universidad de Gante le pedรญa algunas definiciones para un artรญculo sobre el concepto de circularidad en la obra de Hollenbach en el que estaba trabajando. Una รบltima carta se despedรญa deseรกndole una buena salud y enviรกndoles recuerdos a su mujer y a su hija, que eran tan ficcionales –creรญa yo– como el propio Hans-Jรผrgen Hollenbach y su teorรญa de la discontinuidad.

Una tras otra, fui respondiendo las cartas en el transcurso de varias semanas; lo hacรญa en los ratos libres, pero no era una actividad placentera: procuraba explicar a los autores de aquellas cartas que Hans-Jรผrgen Hollenbach nunca habรญa existido y que ellos habรญan caรญdo en una pequeรฑa trampa de la ficciรณn. Al hacerlo, procuraba no ofenderlos, pero sรญ dejarles claro que el personaje con el que habรญan deseado comunicarse no existรญa y que era por esa razรณn que รฉl no habรญa respondido sus cartas –de hecho, les recordaba, tan solo habรญa respondido breve y disuasoriamente a las cartas de Martรญnez, el protagonista de El comienzo de la primavera, aunque esto, naturalmente, solo habรญa sucedido en la ficciรณn–, pero que yo me permitรญa hacerlo en su nombre agradeciรฉndoles su interรฉs en mi trabajo y deseรกndoles lo mejor en sus investigaciones filosรณficas y la consecuciรณn de todos sus objetivos profesionales. No estaba seguro de no estar ofendiรฉndolos, sin embargo: alguien me habรญa contado una vez que una de las consultas mรกs frecuentes a la secciรณn de informaciรณn bibliogrรกfica de la Biblioteca Nacional de Madrid era acerca de los papeles de cierto รรฑigo Balboa y Aguirre, amanuense imaginario de un capitรกn tambiรฉn ficticio creado por un escritor espaรฑol. Los lectores de la Biblioteca solรญan enfadarse mucho cuando se les hacรญa ver que el amanuense nunca habรญa existido y achacaban el hecho de que los catรกlogos de la Biblioteca no incluyeran su nombre a la vocaciรณn de las instituciones pรบblicas por el error o a un supuesto elitismo de las mismas, que guardarรญan su informaciรณn mรกs valiosa –y aquรญ debรญa pensarse en los papeles mencionados, que resultaban valiosos para los lectores del escritor espaรฑol que habรญan caรญdo en la trampa– para los investigadores profesionales.

A excepciรณn de una de ellas, nunca recibรญ respuesta a mis cartas, pero tampoco la esperaba realmente. Cuando ya me habรญa olvidado del asunto, sin embargo, recibรญ una carta con el membrete del departamento de filosofรญa de la universidad de Heidelberg. Era una carta de Ute Kindisch, en la que me pedรญa disculpas por la broma que decรญa haberme gastado; afirmaba que le habรญa gustado mucho El comienzo de la primavera y que habรญa pensado que la inclusiรณn en la novela de la direcciรณn real del departamento y, en general, la verosimilitud que desprendรญa el relato, podรญan alentar a alguien a escribir preguntando por Hollenbach, incapaz de comprender que era un personaje completamente ficcional, asรญ que habรญa escrito las cartas y le habรญa pedido a sus conocidos y amigos que las despacharan desde los sitios donde se marchaban de vacaciones, aunque una de ellas –aclaraba, como si el dato fuese relevante por alguna razรณn–, la del supuesto profesor murciano, la habรญa enviado ella misma en su รบltimo viaje antes de nuestro encuentro. Siempre habรญa pensado, decรญa, que los personajes que resultan fascinantes para el lector son para รฉl tan reales como la identidad del autor que los ha creado, y que este no deberรญa arrebatar al lector su derecho a creer en la existencia de estos y en la posibilidad de encontrarlos algรบn dรญa; esa era, terminaba, la finalidad de su pequeรฑa broma literaria, por la que me pedรญa disculpas.

Aรบn tardรฉ varias semanas en responderle: mi mujer y yo estuvimos en la isla de Malta tratando de poner orden en nuestro matrimonio y, mientras pensรกbamos cรณmo se habรญa estropeado todo y si habรญa algo que aรบn pudiera ser salvado –lo que parecรญa improbable al menos en Malta, que es una de las islas mรกs horribles del Mediterrรกneo–, estuve lejos de pensar en el asunto de Heidelberg. Al regresar a Madrid, sin embargo, me dije que algo tenรญa que responder, al menos en nombre de una cierta deportividad y para demostrarle a Frau Kindisch –fuese ese su nombre o no– que no me dolรญa haber sido engaรฑado. Escribรญ una carta cordial y fingidamente ligera en la que le agradecรญa a Frau Kindisch la broma que me habรญa gastado, y le decรญa que yo tambiรฉn creรญa que habรญa personajes que merecรญan vivir mรกs allรก de la autoridad y de la misma existencia de sus autores, y que le agradecรญa mucho que pensase que uno mรญo podรญa ser uno de ellos. Tambiรฉn le agradecรญa que me hubiese enseรฑado la valiosa lecciรณn de que tambiรฉn un autor puede ser a veces un lector crรฉdulo y que esa credulidad es un mรฉrito de la ficciรณn y no un defecto de lectores escasamente formados, y me despedรญa cordialmente y la invitaba a visitarme si un dรญa pasaba por Madrid; cuando firmรฉ, mi mano temblaba.

Unos cuatro dรญas despuรฉs de haber despachado mi carta recibรญ una respuesta del departamento de filosofรญa de la universidad de Heidelberg en la que me decรญan escuetamente que lamentaban informarme que no habรญa ninguna Ute Kindisch trabajando en la universidad y a continuaciรณn –pero esto ya parecรญa inevitable– se despedรญan cordialmente. Cuando acabรฉ de leer la carta –yo estaba de pie en el pasillo que conduce al ascensor de mi casa junto al buzรณn del correo, instalado en la ligera oscuridad que tiene ese pasillo y que a mรญ, al salir, me recuerda a veces al de una casa en la que vivรญ en Alemania– pensรฉ que habรญa sido engaรฑado dos veces y sentรญ asombro y algo de admiraciรณn por la mujer que para mรญ siempre iba a ser Ute Kindisch y por su defensa prรกctica y eficaz de una potencia de la ficciรณn y pensรฉ que me habrรญa gustado conocer su verdadero nombre y su direcciรณn para escribirle diciรฉndole que yo tambiรฉn creรญa a veces que los libros y sus habitantes pertenecen menos a sus autores que a aquellos que les dan vida con la lectura. Pensรฉ aรบn un momento mรกs en ello y estaba a punto de guardarme la carta en el bolsillo y de marcharme –iba a encontrarme con mi mujer, que ya no vivรญa conmigo pero parecรญa dispuesta a empezar de nuevo, como si eso fuese posible; ella ya no solรญa llevar el anillo de casados y yo tambiรฉn habรญa empezado a pensar que el matrimonio era una ficciรณn deficiente– cuando descubrรญ que habรญa una segunda carta en el buzรณn. Habรญa sido despachada en la localidad argentina de Quilmes y la abrรญ con vรฉrtigo: en ella, alguien me decรญa –con amabilidad pero tambiรฉn con cierta impaciencia– que su autor no entendรญa a quรฉ me referรญa cuando decรญa en mi carta que Hans-Jรผrgen Hollenbach no existรญa realmente y que habรญa sido creado por un escritor argentino que residรญa en Madrid, como quiera que se llamase, ya que el autor –quien, por cierto, era un joven estudiante de filosofรญa– habรญa recibido carta del profesor alemรกn Hans-Jรผrgen Hollenbach esa misma semana. ~

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Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicรณ 'Maรฑana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.


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