Los historiadores del futuro hablarán del 2015 como el año en que todos publicamos un libro. Porteros, escribanos, bartenders, señoritas de la sociedad, celebridades del mundo del espectáculo, teiboleras, académicos, taxistas, sacerdotes, no importa el oficio, todos, absolutamente todos publicamos un libro este año. No fue planeado. Era algo que venía gestándose desde hacía años en silencio, aunque con dos o tres señales, y que se presentó de súbito como una inmensa nube de polución sobre una ciudad china.
—Hola, ¿qué has hecho? (bostezo)
—Nada, publiqué un libro. (bostezo)
—Ah. Yo también. (bostezo)
Según fuentes oficiales, en México cada año se pierden 500 mil hectáreas de bosques y selvas para solventar esta perversión nacional. ¿Pero qué sucederá con los libros publicados? La mayoría serán pasto de las llamas y carne de los vendedores de saldos, los demás serán repartidos entre amigos, parientes, y entre los colegas que también publicaron un libro; algunos, los poquísimos, llegarán a manos de algún lector incauto, bienintencionado, ese que según esto existe, como cuenta la leyenda. En términos de balanza comercial publicar es un mal negocio: por cada libro que uno publica se tienen que leer en promedio otros veinte libros de parientes, amigos, vecinos, la empleada doméstica de la tía Augusta (y la tía Augusta), esto si queremos que además ellos nos lean. La gente ha llegado a despedirse de esta manera.
—Nos leemos.
—Sí, nos leemos.
—Read you latter, aligator.
La situación ha llegado a ser tan insostenible que en el año 2015 (se prevé lo mismo para el 2016) los autores que destacaron fueron justamente los que NO publicaron un libro. Daba coraje verlos por ahí, ufanos, con una copa de champán y la nariz levantada:
—Hola, ¿me recuerdan? Soy fulano. ¿Y qué creen? Este año no publiqué ningún libro.
Me tienen podrido esos tipos. Como me tiene podrido el coro que se forma alrededor de ellos, aunque tengo que aceptar que ¡es un gran mérito no publicar ningún libro!
—¿Y cómo fue tu proceso creativo?
—Es fácil, me puse a trabajar.
—¿Pero eso es posible?
—Sí. No tengo tiempo de escribir un libro, mucho menos de publicarlo. Y como estaba tan ocupado trabajando no tuve tiempo de ir a fiestas y ningún editor me propuso nada.
Se escuchan murmullos de admiración, aplausos, narices que se suenan.
—Parece tan fácil —dice alguien con timidez.
Pero como ya dije, a mí me tienen podrido estos tipos, ¿qué se creen? Lo que debemos hacer por maldad es no solo publicar libros con nuestro nombre sino también con el de ellos, nomás para que se les quite lo pedante. Puedo imaginarme la escena en el recibidor de la editorial:
—No, usted no entiende, señorita. En efecto, yo soy Fulano de Tal, pero yo no he escrito ningún libro.
En fin. No puedo sino pensar con nostalgia en que hubo estadios superiores de la humanidad en los que publicar un libro era un gran mérito, y tenía su dificultad. Los editores eran unos verdaderos cancerberos del capital editorial. Y tenían cancerberos más temibles: su secretarias. Había que acosar al editor en todas partes, en el súper, en el metro, esperarlo afuera de su casa. Y si lograbas sortear todas estas dificultades lo más probable es que te marcaran el out en home (si se me permite una metáfora beisbolera); es decir: en el consejo de redacción. Por eso si lo lograbas la gente te miraba con admiración. Las señoritas de sociedad no te negaban sus favores. El mundo era joven e inocente.
Ibas a un bar y la gente murmuraba en la barra:
—Ese de ahí publicó un libro.
Ahora lo primero que pasa es que el bartender te obsequia su libro, Memorias de un bartender, y uno de los parroquianos el suyo, Memorias de un borracho. Yo decidí intentar pasar desapercibido, me dejé la barba, el bigote, uso gorra de beisbol y lentes oscuros, sin embargo cada tanto no puedo evitar encontrarme en una situación bochornosa.
—¡Espartaco, Espartaco! —me gritan en la calle.
Yo intento hacerme de la vista gorda.
—No te hagas que la Virgen te habla —me dicen—, me enteré de que publicaste un libro, yo también.
—Yo, este…
La esperanza que me queda es que esta manía de publicar no sea sino una moda que se olvide pronto, como el pasito duranguense. ¿Volverán los días felices en los que publicar un libro era motivo de orgullo? Querido lector, si estás pensando en sumarte a este pasatiempo te aconsejo que primero pienses en nuestros amigos, los bosques tropicales. Imprime la foto de arriba (en papel reciclado), pégala en la pared y piénsalo dos veces.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).