Entre la abigarrada fauna que pulula en el mundillo de las letras encontramos una peculiar especie digna de atención. Especie que por razones de comodidad denominaré en forma genérica bajo el mote de idiotas. Los idiotas no son más que falsos intelectuales. Pero lejos de constituir una especie homogénea, hay distintos tipos o subespecies de falsos intelectuales, así como existen distintos grados de idiotez. Se necesitaría una concienzuda clasificación de esta gran familia, a la manera de los tratados de zoología, para arrojar algo de luz a la cuestión. Tarea que de momento se echa en falta. Y dada la extraordinaria proliferación de idiotas, ya sea por reproducción o contagio, es hora de poner manos a la obra. Sirvan estos apuntes de primera aproximación al tema.
Un tipo de fácil reconocimiento es “el pedante”. Su definición es casi una tautología. Un pedante es un idiota que ha leído demasiado, un idiota adulterado por las lecturas. Al igual que un vino malo, el pedante se echa a perder desde los orígenes. No importa el tiempo de estacionamiento, la calidad de los toneles de roble o el cuidadoso embotellamiento. El resultado no es un vino añejo, es vinagre. Así con el pedante, da igual la calidad de sus lecturas, su cuidada formación o su edad. Podrá forjarse una carrera brillante, ocupar una cátedra o un lugar destacable en las instituciones culturales, pero es de cualquier modo un trago difícil de pasar. Imprescindible a la hora de aliñar una ensalada pero poco recomendable como bebida espirituosa.
Sin embargo, estos idiotas son inofensivos, incluso pueden resultar hasta simpáticos. Y ocurre un poco lo mismo con “el falso erudito”, que conformaría un segundo grupo. Pero aquí hay que andarse con cuidado porque la falsa erudición es una cuestión de grado y linda con la genialidad. No me refiero al falso erudito ordinario, a aquel que colecciona citas célebres de los centones que publican los semanarios. Ni tampoco al esmerado cartógrafo que, como Bouvard et Pecuchet, reconstruye un completo mapa de los tópicos de su época. El falso erudito es un simulador de saberes que no posee. Una suerte de actor dramático. Pero hay actores y actores… Algunos, muy pocos, son sencillamente geniales porque a fuerza de constancia y oficio se convierten al fin y al cabo en el personaje que representan.
Tal es el caso de cierto filósofo ibérico que citaba autores que jamás había leído o refutaba teorías que conocía de oídas. El arte de leer las solapillas no tiene límite. O aquel bibliotecario que construía sus ficciones consultando la Enciclopedia Británica. Narrador que sin duda fue genial porque acabó teniendo tantas entradas como su libro de cabecera.
Ahora bien, hay una tercera clase de idiotas que, a diferencia del petulante o del falso erudito, es de veras peligrosa. Este falso intelectual responde a la tipología del “dandy de las letras”. Si la grandeza de un hombre se mide de acuerdo a la estatura de su enemigo, soy sin duda un enano. Pues entablo batalla contra este sujeto. Y lo elijo como enemigo porque es el más nocivo, el peor de los idiotas.
Un dandy de las letras se pone y quita de encima lecturas como si de ropa se tratara. Cambia de vestuario según el clima del debate o la indefinida sensación térmica de su intelecto, sin que esto haga mella alguna en su espíritu. Anda al abrigo de pesados sacones filosóficos de mullida piel o se exhibe en ligeras blusas bordadas de ingeniosas citas ocasionales. Siempre calza las botas altas de los vocablos unívocos y las expresiones exactas. Con ellas transita las sendas retóricas. Nunca lo sorprende la fría noche de enero ni el sol abrasador del estío. Aunque más no sea porque lleva su imprescindible sombrero de paja. Sombrero tejido con la fina retahíla de alusiones librescas. Y con el persuasivo bastón de su estilo trepa despeñaderos y barrancos discursivos. Pero bastón y sombrero parecen en él indignos. Rara vez encontramos a este sujeto desnudo o desguarecido ante una “situación”. Por el contrario, va provisto de este completo vestuario. El atuendo se ajusta seguro al imperativo de moda. Y por cierto, la honestidad intelectual no está de moda, es casi una rareza en estos tiempos posmodernos.
Con lo cual, el dandy es capaz de realizar algunas proezas. Puede argumentar siguiendo a Fukuyama y, acto seguido, citar a Althusser sin despeinarse. O puede vituperar a Thomas Mann al tiempo que hace un elogio de Paulo Coelho (y seguramente tendrá sus motivos para hacerlo) sin perder la elegancia. Con esto no estoy haciendo valoraciones, describo su versatilidad y lo exquisito de sus procedimientos.
El dandy carece por completo de aquello que un amigo llamó hace muchos años “buena fe discursiva”. Un concepto acuñado al calor del debate. La buena fe discursiva es algo así como un compromiso tácito que cada uno rinde a su propio discurso. Un cruce de la buena fe sartreana al giro lingüístico que padecemos. ¿Qué significa esto? Que gozas de la total libertad de sostener la opinión o la tesis más arriesgada y puedes recurrir a la argucia retórica que consideres para imponerla. Pero con la única condición de que te creas a pie juntillas todo lo que dices y actúes en consecuencia. El primer convencido de la argumentación que expones debes ser tú mismo. Y ello supone, entre otras cosas, un uso responsable y coherente de las fuentes, un respeto de las citas de autoridad a las que echas mano.
Nada más alejado del dandy. El único compromiso que asume este guapo caballero es con la elegancia. Y por eso la ligereza define su posicionamiento tanto político o estético como filosófico. De ahí lo peligroso.
Al llegar aquí, mi querido lector, te toca discernir a qué clase de idiota pertenece el autor de estas líneas. En un auto de fe se declara enemigo acérrimo del dandy. Por lo tanto es técnicamente imposible que pertenezca a su cofradía. ¿Formará parte del primer o segundo grupo mencionados más arriba? ¿O será un soberbio, un petardista, un embustero o alguna otra tipología de idiota aún sin clasificar? ~
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