Las fechas son para el olvido, escribió Jorge Luis Borges, y quizá tenía razón, porque con la mayor frecuencia las minucias cronológicas señalan acontecimientos baladíes que sólo sirven para entretener al habitual lector de periódicos con efemérides y horóscopos y crucigramas y comic strips. Pero a veces se diría que las coincidencias en la fluida materia del tiempo quieren conformar o acotar un destino humano. Ese es el caso de la fecha inicial y la fecha terminal entre las cuales transcurrió la vida del agradecible escritor norteamericano Mark Twain.
El 30 de noviembre de 1835, en Florida, Missouri, EUA, un tal Samuel Langhorne Clemens, a quien la inmortalidad de las letras sólo reconocería con el seudónimo Mark Twain, fue parido en exacta coincidencia con la aparición del cometa Halley. Esto le permitiría decir después, entre burlas y veras, que él era “un misterioso y quizá sobrenatural visitante llegado de Otros Lugares”, y que un día el elíptico cometa, recurrente cada setenta y cinco o setenta y seis años, volvería a cruzar por el cielo para recogerlo y repatriarlo. Y aunque el que sería un gran narrador y el fundador de la novela norteamericana moderna fue sobre todo conocido como un gran humorista, su profecía resultó atinada: S. L. Clemens, el ya celebérrimo escritor Mark Twain de frondosas y blancas cabellera y cejas, de grandes mostachos blancos y fumador sin tregua de pipas de mazorca de maíz, murió el 21 de abril de 1910, es decir en el mismo año y en días antes en que el cometa Halley volvió a visitar los cielos de la Tierra.
Hijo de un padre agnóstico y de una dama calvinista, Samuel Langhorne Clemens creció en el somnoliento pueblecito de Hannibal, de la orilla occidental del Mississippi, el río que fue primero el mayor y más grandioso juguete de que pudo disponer el niño pueblerino entregado a los placeres de la natación cuando se iba de pinta de la escuelay que luego fue para el muchacho un lugar de aprendizaje para el pilotar en la navegación fluvial, y después, el fluido y sin cesar cambiante escenario en que vivirían sus aventuras sus hijos literarios hoy inolvidables, sobre todo los protagónicos Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Allí, navegando el tramo missouriano del vasto y largo río venerado por los indios como el Gran Padre de las Aguas, empezó Sam Langhorne Clemens a leer la gran crónica o novela de la humanidad. Ya famoso, ornado con cabellera y mostacho enteramente blancos, y fumando la eterna pipa emisora de espirales de humo blanquísimo, declararía a un fascinado entrevistador: “Cada vez que, ya sea en libros de historia o ya en novelas, encuentro un personaje interesante, siento que lo conozco desde antes, de cuando nos habríamos encontrado en la corriente o en las poblaciones orilleras del Mississippi”.
Las otras escuelas de la vida del joven Sam fueron la imprenta, la minería y el periodismo. A los doce años y ya huérfano de padre había empezado a ganarse el pan como aprendiz de cajista en el periódico de Hannibal, y tras un tiempo de practicar la tipografía se marchó en busca de provechosas aventuras en otro gran río, éste muy lejano y muy al sur de la frontera estadounidense: el Amazonas. Pero no alcanzó a cruzar ni siquiera la primera frontera: durante el viaje emprendido desde Nueva Orleans, y con eventuales y breves estadías en poblaciones en que ejercía de cajista en imprentas y periódicos locales, fue aprendiendo el pilotaje fluvial en aquellos pintorescos barquitos de vapor y de ruedas que eran simultáneamente hoteles y casinos y music-halls flotantes en constante ir y venir en los poderosos lomos del “Old Man River”: el Mississippi continuado en el Missouri. Obtuvo así el título profesional de pilotaje en navegación de río, su único título profesional, y poco aunque intensamente vivió de ello adquiriendo la experiencia que le permitiría escribir años más tarde su robusta aunque quizá algo fantaseada crónica Life in Missssippi. Estaba ya orgulloso de poder en cada viaje dominar, como decía, “dos mil kilómetros de aguas somnolientas o furiosas y traidoras”, cuando el comienzo en 1861 de la guerra civil (la cual, como todas las guerras, fue considerablemente incivil) casi acabó con la navegación comercial del gran río y obligó a Samuel a cambiar de giro y a buscar nuevamente el way of living en tierra firme. Con profunda aversión por el racismo, el esclavismo y la guerra, decidió apartarse del conflicto y, en coches de diligencias y a través de llanuras estremecidas por el ululato del coyote, y de pueblitos y caseríos polvorientos a su vez estremecidos por los tiroteos de los pistoleros locales, se dirigió hacia la montañosa Nevada donde compartió los campamentos de buscadores de plata en los lechos de los ríos. Al poco tiempo, fracasado como gambusino, se dedicó al periodismo local e hizo sabrosas crónicas de la vida cotidiana en los campamentos mineros. Y fue una de esas crónicas, la de una carrera de batracios jugada entre los hombres de esos campamentos: “La rana saltarina del condado de Calaveras”, la que súbitamente lo lanzó a la fama entre los lectores de periódicos y le permitió descubrirse la vocación de escritor humorístico.
Ahora quedaba atrás el anónimo multioficios Samuel Lanhorne Clemens; ahora venía el célebre escritor Mark Twain.
(Continuará)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.