El hombre molotov

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POR
Alma
Guillermoprieto
En el penúltimo día de la insurrección nacional contra el dictador Anastasio Somoza, en las frescas montañas del norte de Nicaragua, en la mínima ciudad de Estelí, alrededor de los muros de concreto reforzado del penúltimo cuartel incólume de la Guardia Nacional somocista, unos doscientos jóvenes —adolescentes apenas, en su mayoría— se dedicaron una mañana entera a lanzar granadas, cohetes y bombas molotov contra la fortaleza. Esta es la foto de uno de ellos.
 

Está uniformado con la boina que era la predilección de los guerrilleros que vinieron después del Che, y adornado con el rosario que era la predilección de todos los muchachos rebeldes de un país católico como Nicaragua. Y está armado con un rifle automático fal —donado por Panamá, a juzgar por la calcomanía en la culata— y con una bomba molotov hecha con una botella de Pepsi-Cola.
     El protagonista es un muchacho —así le decían, con ternura protectora, los nicaragüenses a los improvisados combatientes del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Es un muchacho de verdad, y no un soldado, como lo prueban tanto su juventud como su remedo de uniforme. Tiene fe, como lo muestra el rosario. Tiene fe en el triunfo, como lo muestra la épica energía de su gesto y de su brazo. Pero, ¿cuándo se ha derrotado a un ejército con fe y una bomba molotov? En este punto, justamente, llegamos al corazón de la foto: pues aunque un muchacho con una molotov normalmente estaría condenado al fracaso, éste va a triunfar, porque no sólo tiene a Dios y a la justicia de su lado: el caso es que también tiene un fal. Sin el fusil el muchacho es un mártir. Con el fal es un héroe de película, y todos queremos ser como él.

La resonancia de los detalles es importante: gracias a la atracción que ejerció este muchacho guerrero durante buena parte de los once años que gobernaron los sandinistas en Nicaragua, el protagonista visible de la foto se convirtió en un icono repetido miles y miles de veces —tal vez en el icono por excelencia de la revolución.


     Su imagen apareció primero en la caja de cerillos con que todo un país encendió sus cigarros y sus fogones. Esto fue a un año exacto de la batalla en Estelí, en julio de 1980. Poco después emigró a los folletos de los cristianos revolucionarios, y a quién sabe cuántos panfletos, invitaciones y circulares más. Luego apareció en un volante de la Contra y en un mural de factura popular. Finalmente la imagen se volvió tan reconocible que se pudo esquematizar en un esténcil que se fue estampando a lo largo de calles y muros. Si durante la insurrección la imagen de Augusto César Sandino —el patriota asesinado— con su sombrerón inconfundible se había convertido en santo, seña y esténcil, ahora el guerrillero anónimo lo reemplazaba. Patria Libre o Morir. El muchacho era la consigna encarnada.

La segunda protagonista de la foto es quien la tomó, y por eso no sale.

Es importante recordar que los fotógrafos documentales documentan, entre otras cosas, su propia vida. Esta foto documenta el momento en que Susan Meiselas, 31 años recién cumplidos, hija bien elevee de una familia liberal neoyorquina, fotógrafa, participó en una acción culminante de la gesta heroica contra la tiranía. Como Meiselas ya era, aunque todavía no lo sabía, una gran fotógrafa, la foto registra con exactitud su emoción. (No sobra aclarar que Susan Meiselas es mi gran amiga, aunque mi evaluación de su obra refleja el consenso.) Un fotógrafo cualquiera hubiera captado a un muchacho cualquiera. Otro gran fotógrafo con entusiasmos políticos contrarios podría haber captado, por ejemplo, a un matoncillo de barrio, una minihorda en sí solo. Meiselas tomó la foto de un héroe.
     Tal vez Meiselas, novata integrante del colectivo fotográfico Magnum, hubiera terminado siendo una fotógrafa muy diferente si en junio de 1978 la curiosidad no la lleva a investigar un hecho pequeño en un país insignificante, como era el brote insurreccional que se estaba dando en Nicaragua a raíz del asesinato de un periodista.

Meiselas tenía ya un libro importante de fotos —un ensayo deslumbrante sobre la vida de las strippers itinerantes del sur de los Estados Unidos— pero escasa experiencia como fotoperiodista.

Tuvo suerte. Cuando llegó a Managua, la guerrilla del Frente Sandinista, que llevaba 18 años de penuria y clandestinidad sin mayores logros que una centena de mártires y unas cuantas acciones espectaculares, había logrado colocarse a la cabeza de las protestas que desató el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro —bienamado periodista y eterno opositor de Somoza que éste había mandado matar. Ante la mirada asombrada de Meiselas, las protestas se volvieron brotes insurreccionales que prendieron una insurgencia nacional. En los trece meses que transcurrieron entre ese primer viaje y el triunfo sandinista, el 19 de julio de 1979, y durante muchos años después, su misma respiración estaría ligada al destino de Nicaragua.

En el momento del asalto al cuartel de la Guardia en Estelí la fotógrafa llevaba ya casi una semana en ese lugar, tratando de entender cómo se documenta una guerra de manera que las imágenes se parezcan a lo que ocurre, y que al mismo tiempo no resulten demasiado aburridas, pues hay partes de la guerra que son aburridísimas. Su frustración iba en aumento, pero en el último día tomó la foto que tenía que tomar.
     Y todos quisieron salir en su foto. El triunfante gobierno revolucionario fue el primero en apropiarse de la imagen, convirtiéndose así en el tercer protagonista de la foto. Claro que en el momento la palabra "apropiación" habría sonado completamente equivocada. ¿Cómo puede uno apropiarse de su propio reflejo? ¿Y qué podría ser esa foto sino el reflejo vivo, intenso y exacto del mismísimo espíritu que animaba a la revolución sandinista? David contra Goliath, la justicia contra la tiranía, un pequeño país lleno de lagos contra el imperialismo salvaje, todo eso era el muchacho de la molotov.

Que la imagen no fuera la realidad, sino una foto genial de un aspecto de esa realidad, en un país donde escaseaban tanto los fotógrafos como las imágenes dignas de representar una revolución, nunca se le ocurrió en aquel entonces a los sandinistas ni, por cierto, tampoco a Meiselas.

Tampoco se le ocurrió a ninguna de las dos partes que el uso y reproducción masiva de la imagen, sin atribución ni pago de regalías a la autora, representaba un acto de generosidad enorme de su parte. En aquel tiempo más bien era cuestión de perdonarle a los fotógrafos y periodistas extranjeros el que llegaran al país a usufructuar la historia y las imágenes vivas de la patria —sobre todo a los gringos. Allende las fronteras de la revolución el trabajo de Susan Meiselas era cada día más reconocido, y la imagen de la fotógrafa temeraria, independiente y comprometida adquiría visos de leyenda. Dentro de Nicaragua la foto que tomó circuló independientemente de ella.
     Los siguientes protagonistas de la foto son los que borraron la imagen, reproducida en un mural, días antes de la derrota electoral del gobierno del Frente Sandinista, en febrero de 1990.

Tal vez el mural fue pintado por órdenes de un Comité de Barrio sandinista en la casa de una familia que había aprendido a detestar al gobierno revolucionario. Tal vez los dueños eran simpatizantes sandinistas y pintaron ellos mismos el mural, y lo borraron los opositores en una noche de osadía. En todo caso, el gesto fue premonitorio. Ya para entonces —lo vemos claramente en el horrendo mural ahora borrado— la retórica y la emoción hueca eran la moneda de cambio del discurso político sandinista, y era la obediencia, y no la rebeldía, la que se premiaba. Ninguna foto más conmovedora que la imagen del muchacho de la molotov diez años después (filmado por Richard Rogers, el compañero de vida de Meiselas).
     Extrañamente, la foto que corresponde a un momento, una revolución y un sentimiento nacional que hace mucho dejaron de existir, sigue con vida. En la celebración de los veinte años que han transcurrido desde la llegada de los sandinistas al poder, el 19 de julio recién pasado, los partidarios de Daniel Ortega y Tomás Borge lucieron la imagen en sus camisetas (lo de somosismo es una referencia a las políticas del actual presidente, Arnoldo Alemán).


     Para los manifestantes la camiseta representa claramente un intento de recuperar el espíritu desafiante y triunfador de los tiempos idos. Pero resulta que es la foto original la que ya no es la misma. Vista con un poco de cuidado, resalta que no es una imagen de un guerrillero lanzando una bomba en el fragor de la batalla. Es la imagen de un grupo de muchachos enfrascados en un operativo táctico conjunto (tal vez como maniobra diversionista en lo que otro pelotón bazuquea por otro costado del cuartel). El grupo está trabajando con concentración y seriedad absolutas. Uno lanza la bomba y sus compañeros, que lo han ayudado a prepararla y a transportarla, lo evalúan. Aunque el de anteojos está atrincherado, no se le ve muy preocupado, y el tercero apenas y se toma la molestia de agacharse. Seguramente esta tranquilidad se debe al silencio con que desde hace rato la Guardia Nacional responde al ataque sandinista. (De hecho, la mayoría de los defensores del cuartel había huido desde media mañana por la carretera que lleva a Honduras, y la fotógrafa siempre aclara a quien le pregunte que el tanque que parece apuntar tan amenazadoramente al lanzabombas en realidad hacía días que permanecía en las afueras del cuartel, inutilizado por algún morterazo anterior.) Lo que tenemos es la foto de una tarea realizada en conjunto —una tarea quizá menor, pero fundamental en el trabajo de la guerra— y no la de un guerrero solitario.


     Por lo menos esa es la foto que veo yo, a estos muy particulares veinte años de distancia, y a través de la lente de mis propias necesidades y frustraciones políticas. Todos tomamos nuestra propia foto al mirarla. Quien me hizo notar que la bandera panameña aparece en la culata del fal es, por supuesto, panameño. Como sucede con toda imagen que valga la pena, seguramente ésta se seguirá manifestando como si fuera nueva, como si fuera otra, a través del tiempo. Pero la imagen que vio la revolución triunfante, la que cobró vida hace veinte años, es la que se parece a la que vio Meiselas con su corazón en el momento de tomarla. –

 

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