El huésped incómodo

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Durante 2007 tuve la suerte de vivir en Seúl, a las afueras de esa ciudad que está dividida por el río Han como una cicatriz ondulante y anchurosa. Desde el primer momento de mi llegada –nunca mejor dicho este lugar común–, sentí la extranjería: era un huésped evidente que desconocía por completo la cultura coreana, a excepción de unos cuantos –poquísimos– libros de poetas coreanos que habían sido traducidos a nuestra lengua, una treintena de películas vistas en algunos festivales y unas cuantas piezas del gran artista Nam June Paik, admiradas en ciertos museos. Es decir, mis referentes eran muy pocos.

Con mis maletas en la mano, y con la ayuda de una persona que luego se convertiría en un gran amigo, me adentré a un mundo radicalmente opuesto al mío. Pensé, en el aeropuerto Incheon, que ahora era un fantasma, que ya no existía: los coreanos no me miraban, o lo hacían de soslayo, y cuando alguno se atrevió a mirar furtivamente, su mirada se posó en mí durante brevísimos segundos para luego, de nuevo, hacerme sentir como ese fantasma o huésped que era desde ese primer momento.

El deslumbramiento ante la ciudad fue total. Poco a poco, con los meses, me fui adentrando en los secretos del espíritu coreano. Por otro lado, me gustaba sumergirme en los museos y las galerías que estaban por toda la ciudad; veía cine, iba a conciertos; me adentraba en las laberínticas calles de las zonas viejas; me guarecía en los templos budistas; viajé por todo el país y empecé a leer, poco a poco, a los autores coreanos. Algunos de ellos me sorprendieron por su eficacia narrativa; otros por una mezcla entre discurso lírico y filosófico; algunos más por su ingenuidad, como El sueño de las nueve nubes –considerada la primera novela de Corea–, cuyo autor, Kim Manjung, intenta trasmitir enseñanzas budistas desde la historia circular del monje Soyu, quien en otra vida se vuelve un hombre poderoso y rodeado de inteligentes y hermosas mujeres. La historia es muy sencilla, pero está cargada de un mundo onírico verdaderamente bello. En todos los libros de narrativa que leí se hallaba siempre presente, al igual que en la mayoría de los libros de los poetas, una actitud social, una rebeldía. Quizá sea necesario recordar que buena parte de la historia de Corea está llena de invasiones de Japón o China y de una resistencia civil por parte del pueblo: son muchos los escritores que sufrieron persecuciones; luego vendría la herida del territorio: desde junio de 1950 hasta julio de 1953 el norte y el sur de la península coreana se enfrentarían, fracturando el país en dos. La frontera quedó establecida en el paralelo 38 y, desde entonces, las dos Coreas, mejor dicho, los dos gobiernos, parecen no mirarse, o se miran de soslayo. Varios escritores, entre ellos Hwang Sok-yong, hicieron de esta herida motivo de su escritura. También buena parte del cine o del arte tienen una clara referencia a esa época. Un paralelismo en Occidente sería la sociedad española y su relación con la Guerra Civil. Son heridas que aún siguen sin cerrar.

El pueblo coreano, en su mayoría, ve a sus artistas como oráculos que están ahí para evidenciar los problemas sociales, para hablar de ellos, para mostrarlos, para ser el dedo flamígero.

Una de las grandes obras sobre la fractura coreana, la fractura de territorio –muchas familias quedaron divididas– y la fractura de una identidad, es El huésped, de Hwang Sok-yong, quien nació en 1943, siete años antes de la guerra. Recuerdo que cuando leí esta novela tenía la tarea de revisar exhaustivamente su traducción. Era verano y veía, desde mi ventana, pasar kkachis y grullas. La lluvia parecía no tener fin y el pequeño río que estaba cerca del edificio crecía presurosamente. Durante cerca de un mes leí una y otra vez las páginas de El huésped. Casi de inmediato hice una asociación con dos grandes novelas de Occidente: Pedro Páramo, de Rulfo, y El barón Bagge, de Alexander Lernet-Holenia. En las tres novelas el mundo es habitado por los muertos; en las tres, la densidad poética y la complejidad estructural son las que marcan el tono.

El huésped (nombre que le dan a la viruela) fue publicada en 2001 y rápidamente se convirtió en un best-seller en su país: las tiradas en Corea son millonarias. Había algo evidente ahí: Hwang compara al catolicismo y al marxismo con una verdadera plaga, una viruela que destruye al pueblo. “Por primera vez en muchos años, el misionero Liu Yosop, quien vive en Brooklyn, Nueva York, está a punto de regresar a su patria, Corea del Norte. Días antes de su partida, su hermano Liu Yohan muere en su departamento de Nueva Jersey. Liu Yosop empieza a sufrir alucinaciones y pesadillas. Cuando sube al avión hacia Pyongyang con un pedazo de hueso rescatado de los restos de su hermano incinerado, el fantasma de este aparece, entra en su cuerpo y los dos se dirigen a su pueblo natal. Allá Yosop recuerda los 45 días terribles de 1950 en que los civiles de Sincheon fueron violentamente masacrados por el ala derecha cristiana, de la que su propio hermano formaba parte. Es una jornada hacia la redención espiritual y liberación de los sufrimientos del mundo”, dice el autor anónimo de la reseña publicada en inglés. Creo que la novela va más allá de eso. Es una exploración de los miedos de un país vuelto dos porciones ahora muy distintas, pero también, y ahí es donde radica su fuerza, es un diálogo con lo más profundo de la idiosincrasia coreana, tan, ahora lo pienso, semejante a la mexicana en su ritualización de la muerte. Hwang muestra, sin miramientos, fanatismos y crueldades innecesarias en el pueblo: la guerra es el pretexto para sacar rencillas pasadas, para ser otros, para violentar el mundo por absurdas posturas políticas.

Hwang Sok-yong es un escritor radical preocupado, desde sus inicios, por ser testigo de primera mano de los acontecimientos de su país, para así poder narrarlos en sus libros como un asunto necesario y vital. Su voz está ahí para no olvidar. Es el dedo en la herida. Al igual que muchos otros escritores, pienso en Philip Roth o Sebald, Hwang bucea en su vida, en la experiencia propia, para transformarla en alta literatura. Fue obrero, activista estudiantil, veterano de la guerra de Vietnam, vocal de mineros y trabajadores textiles, y disidente político. En los años noventa fue encarcelado, ya que violó la Ley de Seguridad Nacional al entrar a Corea del Norte en 1989. Antes de estar en la cárcel fue artista residente en Berlín y Nueva York. Fue a su regreso a su patria que fue sentenciado a siete años de prisión. Durante esos años permaneció silencioso y alejado de la literatura. Al ser liberado retomó su profesión y publicó, por episodios, El viejo jardín en el periódico Dong-a.

El activismo político de Hwang Sok-yong ha dado por resultado obras de gran tesitura y valor cívicos que se combinan perfectamente con una propuesta estilística de altos vuelos. Pero no es una literatura panfletaria; es una literatura que engloba, entre muchas otras cosas, una preocupación política y social.

Hwang definió la realidad de Corea como la de una nación-Estado de vagabundos, de personas sin hogar. El autor continuamente ha explorado la psicología de la gente que ha perdido su patria de manera simbólica o real. Su obra está inmersa en esta pérdida y en cómo tratar de asimilarla; por eso quizás el término “casa” no es para Hwang únicamente el lugar donde se nace sino una metáfora de espíritu solidario. Todo sentimiento de pérdida da por resultado una nueva forma de mirar el mundo. En la recuperación de esa pérdida, o en esa búsqueda, es que está la respiración de la narrativa de Hwang Sok-yong.

Durante el verano de 2007 mi casa seulita se pobló de personajes enrarecidos que habían surgido de las páginas de Hwang. Aún tengo presente la sensación de conversar con el presbítero Liu Yosop sobre Corea del Norte y sobre los secretos que destruyen a las familias. La obra de Hwang fue una revelación, espero que lo sea también para los lectores en lengua española.

Frente al lago de Chapala, en el invierno de 2008, Hwang me platicaba de su manera de ver el mundo y de escribir sobre él. De niño, su madre le prohibió que escribiera con la zurda y lo obligó a que hiciera todo con la derecha. Cuando se hizo mayor, dijo, se dio cuenta de que podía hacer todas las cosas comunes con la derecha, pero para enamorar a una mujer o abrazarla, o liarse a golpes con alguien, o escribir, es necesario que entre la mano que está oculta, la mano izquierda, la diferente, la verdadera. Con esa mano es que muestra el mundo. No presta atención a lo común sino a lo extraordinario. Luego rió, me tomó del brazo y me preguntó el nombre de la pequeña isla que se veía a lo lejos. La Isla de los Alacranes, dije. Movió la cabeza, encendió un cigarro y se sentó en cuclillas. Susurraba despacio el nombre en español y luego trazó en el aire algunos signos coreanos con su mano izquierda, la que muestra el mundo. ~

 

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