En el páramo de la vida intelectual mexicana, tan habituada al cuchicheo y al silencio, sobresale la tormenta que desató, hace treinta años ya, la publicación de “Por una democracia sin adjetivos”. Del partido oficial y de la izquierda brotaron réplicas vehementes y reveladoras. El ensayo de Enrique Krauze publicado en Vuelta no se sofocó en las páginas de la revista; se insertó de inmediato en la conversación nacional y ahí sigue. La expresión “democracia sin adjetivos” brota frecuentemente aquí y allá. El ensayo fue discutido con intensidad, alterando en buena medida las coordenadas del debate público. Las respuestas a Enrique Krauze, que Vuelta publicó inmediatamente después, muestran la incomodidad que provocó. Para el oficialismo, el llamado democrático de Krauze era ingenuo, impracticable, una invitación al suicidio. Manuel Camacho regresó al tópico de la autenticidad del régimen priista: el reflejo político fiel de una nación, la sabia desembocadura de los siglos. Esa democracia sin adjetivos necesitaba recurrir a la historia inglesa porque en México no encontraba raíz; era una teoría, una fantasía libresca que no correspondía al cuerpo mexicano ni a las demandas de su gente. Para Manuel Aguilar Mora era peor: la voz del “cretinismo liberal” que toma la igualdad jurídica como igualdad, cuando es un engaño. La democracia sin adjetivos, sugería con fidelidad a la ortodoxia, es la democracia de los dueños, la democracia burguesa. Burguesas son esas libertades que solo sirven para reproducir la explotación. Burgués el voto, burguesas las formas constitucionales. La democracia, para dejar de ser una farsa, ha de acompañarse de un adjetivo indispensable: obrera. Los textos no hacían más que ratificar la pertinencia del ensayo de Krauze. Con su anzuelo pescaba los adjetivos que, precisamente, denunciaba como instrumentos que posponían o negaban la democracia; los adjetivos para desnaturalizarla, los adjetivos para desbaratarla. La réplica como perfecta confirmación del argumento.
El ensayo pinchaba un nervio sensible de la conciencia política mexicana. Krauze no fundaba la causa democrática, pero tuvo el acierto (también la fortuna) de colocarla en el centro de la escena pública. La contundencia del argumento fue tal que no dejaba escapatoria: había que abrazar su tesis o combatirla. No era posible la indiferencia. Más aún: la opción frente al texto sirvió en ese tiempo para definir las identidades políticas relevantes. Los desadjetivadores y sus enemigos.
Krauze imprimía un sentido de urgencia a la causa democrática. La democracia era la tarea del día, no la obra de los siglos. Pero la convulsión intelectual que provocó el ensayo no se debía a su vehemencia, sino al núcleo de su argumento. Krauze hacía ver que los aderezos ideológicos del oficialismo desnaturalizaban al régimen pluralista. Mostraba que la fórmulas de la ortodoxia marxista vilipendiaban la convivencia democrática. El gran tino del ensayo fue ese: desmontar la doble coartada de nuestras tradiciones autoritarias.
Democracia sin adjetivos. La fórmula tenía un magnetismo innegable. Entre nosotros, las adjetivaciones no calificaban a la democracia, la negaban. Cuando se hablaba de democracia nuestra se trataba de justificar la excepción; cuando se invocaba la democracia sustancial se escondía el desprecio por las reglas; cuando se hablaba de la democracia integral se hacía para burlar la aritmética de los votos. La falsificación democrática se desplegaba en la obsesión de ocultarla con adjetivos. Lo dijo con claridad Krauze en ese momento: el proyecto democrático tenía que sacudirse esa carga de negaciones y de postergaciones. Necesitaba liberarse de todos los adjetivos menos uno, por supuesto: liberal. En efecto, la democracia sin adjetivos estaba tan atada a ese calificativo que ni siquiera lo registraba.
“Por una democracia sin adjetivos” es por eso uno de los ensayos políticos más importantes de las últimas décadas en México. Bien escrito, sugerente en sus paralelos históricos, rico en su análisis de circunstancia, sugestivo en su convocatoria. El ensayo se escribía desde la indignación. La administración de la abundancia terminó en una gravísima crisis. La democracia era el consuelo tras el engaño, la salida de la crisis, la reparación de un agravio histórico, la inauguración de una era de prosperidad. Medicina y vacuna. Curiosamente, Krauze imaginaba un escarmiento como acto fundacional. El juicio (y la condena, se entiende) al presidente López Portillo era “condición necesaria para desagraviar histórica y moralmente a México”. Antes que una elección o una ley, un castigo.
Más allá de ese arranque justiciero, el llamado de Krauze es moderado. Respetar el voto, activar la vida parlamentaria, darle cuerpo a los partidos políticos, vivificar la prensa, cortar la atadura de las regiones, independizar al poder judicial. En lo que no hay moderación es en la expectativa. Todo lo bueno embonaba en democracia. La democracia evitaría el despilfarro, la democracia terminaría con la corrupción, la democracia nos haría prósperos, la democracia dignificaría al ciudadano, la democracia nos daría sitio en el mundo. Es cierto, Krauze afirma que “la democracia no es la solución de todos los problemas sino un mecanismo para resolverlos”. Eso: un artefacto que sirve para resolver todos y cada uno de los problemas de México.
Dos elementos resultarán extraños a un lector contemporáneo del ensayo de Krauze. El primero es el destinatario del texto. Si bien es un llamado a la ciudadanía, se dirige especialmente al ciudadano presidente. Enrique Krauze le escribe al presidente de México para pedirle que saque la carta que tiene escondida: la democracia. El ensayo está impregnado de un perturbador voluntarismo político. Si Miguel de la Madrid así lo quiere, México será democrático. Es así que el biógrafo se ocupa de descifrar todas las señales alentadoras que encuentra en los estudios del abogado, el tono de la voz, los lemas de campaña. No deja de ser paradójico que uno de los alegatos democráticos más persuasivos durante el cambio de régimen haya colgado de una explícita inclinación presidencialista. La democracia que imagina Krauze en aquel tiempo deberá desprenderse de todo adjetivo, una vez que brote de la generosa voluntad de un democratizador. “Si en México biografía presidencial es destino nacional, Miguel de la Madrid representa una posibilidad de desagravio y democratización.” La transición democrática no era un camino: era un acto.
La segunda extrañeza es la desmesura de la ilusión. Krauze escribe contra los enemigos de la democracia sin adjetivos, pero no se adelanta a escribir en contra de sus amigos, esos promotores de la democracia que no se percatan de la complejidad del régimen, que no anticipan los obstáculos por venir, que no se hacen cargo de las dificultades de un cambio de régimen. No se percibe en su alegato esa balanza prudente de méritos y costos, esa ponderación que Tocqueville hace de las virtudes y los peligros de la democracia. Empeñado en desmontar las coartadas, se olvida de las advertencias.
El desequilibrio del ensayo resultó un adelanto de la candidez con la que dimos los primeros pasos en pluralismo. El talismán podrá resolver problemas pero, al mismo tiempo, es una máquina que los produce. La democracia es problemática y, como bien vio el viajero francés, hay que amarla con moderación y construirla con cautela. El escepticismo es más prudente que el entusiasmo. El ensayo de Krauze es el retrato de un tiempo, de sus hartazgos, de sus esperanzas, de sus ilusiones. El ensayo contribuyó a la intoxicación de nuestras expectativas. Del ideal democrático a la idealización de la democracia. La democracia es un baluarte ético, el resarcimiento del engaño, la recuperación de la vitalidad regional, la palanca de la prosperidad económica, la vacuna contra la corrupción. Todo y de inmediato. En la democracia, pensaba Krauze entonces, México se reconciliará con su política. En una línea lo sintetiza: la democracia es el cambio que generará todos los cambios. Ensueño sin adjetivos. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).