En la poesía española hay un antes y un después de Rubén Darío. Fue el primer gran poeta desde el Siglo de Oro, el de Garcilaso, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Góngora, Quevedo y Sor Juana. Y a pesar de la abundancia de poetas surgidos en el siglo XX a ambos lados del Atlántico –García Lorca, Alberti, Salinas, Cernuda, Neruda, Vallejo, Paz, Palés Matos, Lezama Lima, etc.– la dimensión que Darío alcanzó no ha sido superada. Fue el líder de una revolución literaria que se expandió a lo largo del mundo hispanohablante y transformó todos los géneros literarios, no sólo la poesía. Del mismo modo que Garcilaso modernizó el verso castellano al imprimirle las formas y el espíritu italianos durante el siglo XVI, Darío condujo la literatura en lengua española a la modernidad al incorporarle los ideales estéticos y las ansiedades del Parnasianismo y del Simbolismo franceses. Ambos, Garcilaso y Darío, llevaron a cabo las más profundas revoluciones del verso castellano, pero ninguno de los dos es conocido fuera del mundo hispanohablante, excepto en los círculos de hispanistas. Sus obras no “viajan” bien, particularmente al mundo de habla inglesa, en donde son prácticamente desconocidas.
El caso de Darío es más desconcertante que el de Garcilaso (1501-1536); a éste bien podemos dejarlo en las bibliotecas junto a Petrarca, Ronsard y Spencer, pero Darío es casi nuestro contemporáneo. Garcilaso ha sido tan completamente asimilado que es fácil ignorar su presencia en poetas como Paz y Neruda, por ejemplo. Las innovaciones de Darío, su estilo y peculiaridades son tan contemporáneas como las polémicas que su obra ha suscitado entre poetas, profesores y críticos. El Modernismo, movimiento que Darío fundó, tuvo un tremendo impacto en todos los niveles de la cultura hispana, desde la decoración de interiores y el diseño de muebles hasta la ropa. Incluso puede decirse que la voz de Darío aún llega a nosotros entreverada en canciones populares. Más que un poeta nicaragüense o hispanoamericano, Darío fue por excelencia el poeta de la lengua española y la primera figura literaria realmente célebre en la historia de las letras hispanas. España e Hispanoamérica reconocieron su voz poética como la más original y moderna surgida hasta entonces.
Darío publicó su primera colección de textos, Azul…, en 1888. Tenía veintiún años y vivía en Valparaíso, Chile, donde había llegado dos años antes en busca de horizontes más amplios que los centroamericanos. Azul…, un libro de apenas 134 páginas, estaba destinado a convertirse en obra fundamental tanto por su poesía como por su prosa. El éxito que alcanzó es prueba de lo imprevisible que puede llegar a ser la historia literaria. Azul… se publicó en edición del propio autor, quien era prácticamente desconocido y en una ciudad portuaria vibrante y culta, pero alejada de los centros de actividad literaria de España y Latinoamérica: Madrid, México y Buenos Aires. Walter Benjamin dijo que París era la capital del siglo XIX y esto no fue menos cierto para los poetas, intelectuales, diplomáticos y exiliados del fragmentado mapa latinoamericano, que a pesar de tener grandes ciudades, carecía de un centro natural, tal como Nueva York en Estados Unidos y París en Europa. Cierto que en 1846, América poética, la primera antología de poesía hispanoamericana, había sido publicada en Valparaíso por el argentino Juan María Gutiérrez, pero la ciudad portuaria no era París, ni siquiera Madrid.
La reacción inicial al libro de Darío fue hostil. El gran pensador y poeta Miguel de Unamuno dijo en un principio que a Darío le asomaba una pluma bajo el sombrero, lo cual era una referencia despectiva a la mezcla racial del nicaragüense. Por su parte Marcelino Menéndez y Pelayo, el historiador y crítico literario de lengua española más influyente de todos los tiempos, cerró su Historia de la poesía hispanoamericana (la primera que se conoce) justo en 1880, cuando el Modernismo y Rubén Darío se aprestaban a dejar su huella en la literatura. Francófobo, Menéndez y Pelayo no veía con buenos ojos el amor de Darío por la poesía y la cultura francesas. Por fortuna Darío había tenido la audacia de enviar Azul… al también influyente crítico español Juan Valera, quien además de ser escritor era un notable crítico y miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Con dos cartas sobre Azul… que más tarde se publicarían a modo de prólogo en ediciones posteriores, Valera le dio al joven escritor el espaldarazo definitivo. Sus cartas puntualizaron todo cuanto era relevante en Azul…, de manera que los comentarios y críticas subsecuentes en cierta forma han sido glosas de aquéllas. Y aunque también Valera vio con cierta ojeriza las apropiaciones francesas de Darío, supo reconocer el genio del nicaragüense y le predijo un brillante futuro. El suyo fue un respaldo definitivo porque Valera estaba sólidamente asentado en el mundo de las letras hispanas.
Otro factor fundamental en el rápido ascenso de Darío, y en su carrera itinerante como embajador de la poesía modernista, fueron los nuevos medios de comunicación: el barco de vapor, el cable trasatlántico y la proliferación de periódicos. Algunos de ellos, como El Mercurio de Chile –que figuraba entre los más influyentes y de mejor calidad–, difundieron el arte y la cultura con una rapidez sin precedentes. Los escritores hispanoamericanos se pusieron en contacto entre sí incluso desde los más lejanos rincones de América. Además, ahora podían encontrarse en París y darse cuenta de que sus obras eran parte de una literatura continental que trascendía las peculiaridades nacionales de sus propios países. Y todo gracias a los barcos de vapor, al creciente comercio entre las naciones hispanoamericanas y entre éstas y el resto del mundo. Los viajes de Darío y la circulación de sus libros le deben mucho a la nueva tecnología y a una modernización que su poesía indudablemente reflejó, incluso en su afición a la literatura francesa, algo que el nicaragüense compartía con los artistas hispanoamericanos de entonces y de hoy. Azul… apareció en un pequeño lugar justo cuando el mundo empezaba a volverse pequeño.
Rubén Darío nació en Metapa, un pueblo nicaragüense llamado ahora Ciudad Darío. Sus padres lo bautizaron Félix Rubén García Sarmiento y, como él valientemente lo admitió, por sus venas corría sangre india y negra. Después cambió su nombre por el más breve y sonoro de Rubén Darío, asimilando un patronímico que su padre había usado y que, por supuesto, tenía connotaciones clásicas. Criado en León, una ciudad política e intelectualmente activa, adquirió una vasta y profunda cultura durante su infancia y adolescencia. Pronto se familiarizó con los escritores franceses, tanto las grandes figuras como los de menor resonancia. A través de sus lecturas aprendió el suficiente francés como para escribir poemas pasables en esa lengua. Su conocimiento de la poesía española era prodigioso. Darío fue un Mozart de la poesía. Tomás Navarro Tomás, el más consumado experto en versificación española, nos ofrece las siguientes estadísticas tras hacer un estudio de la obra poética de Darío: 37 diferentes metros y 136 tipos de estrofas. Algunos metros y formas rítmicas del poeta fueron de su propia invención.
A pesar de vivir en la periferia del mundo, Darío era extraordinariamente culto. La razón debe buscarse en la uniformidad lingüística y cultural impuesta en el imperio español por los Reyes Católicos y sus sucesores, así como en el avance del comercio y las comunicaciones del XIX. El imperio español, organizado como una vasta burocracia, favorecía la escritura y el aprendizaje con el fin de promover su ortodoxia cultural y religiosa. Si bien el costo de esta política fue alto, los beneficios también fueron considerables, dado que a través de la escritura todo súbdito se sentía conectado con los centros de poder y enseñanza: España y los virreinatos de México y Perú. Ya en el siglo XIX, junto al comercio y las comunicaciones, los modernos imperios (Inglaterra y Francia) trajeron a Latinoamérica toda clase de novedades, entre ellas libros que ahora podían leerse sin las restricciones impuestas por la corona española antes de la independencia. Darío había empezado a escribir versos a la edad de doce años, pero su carrera de escritor comenzó realmente en Chile, un próspero país cuya elite intelectual y artística reconoció inmediatamente su talento.
¿Por qué fue Azul… tan influyente? En un estilo preciosista, a través de poemas y cuentos, Azul… invocaba el mítico mundo de hadas, princesas y artistas incomprendidos que perseguían un ideal estético, un ideal de belleza capaz de restaurar la unidad y armonía del universo. Tal fue la misión del arte que Darío abrazó con fervor religioso. Aunque era católico indagó en el ocultismo y en otras tendencias del fin de siglo, según lo señala Cathy Jrade en su importante libro Rubén Darío and the Romantic Search for Unity: The Modernist Recourse to Esoteric Tradition (Rubén Darío y la búsqueda de la unidad romántica: el recurso modernista de la tradición esotérica, FCE, 1986 ). Los artistas de Azul… son personajes cuyos propósitos o anhelos resultan siempre frustrados debido a su inevitable asociación con absurdos y decadentes aristócratas. Hay por lo tanto una fractura entre el ideal al que Darío aspira y la posibilidad de alcanzarlo. De ahí los tonos melancólicos de su poesía. Sin embargo no hay rupturas en la realización del poema o de la prosa. Ambas están depuradas de vulgaridades y lugares comunes, y llevan las formas poéticas a niveles inimaginables de perfección. El castellano nunca había sido escrito de esa manera. Pero con todo y esa perfección hay en Darío un tono vacilante, de anhelo y hasta de duda de sí y de su arte. Por eso elige el cisne como emblema de su arte poética: en él se combinan la pureza artística atribuida a su forma y a sus blancas plumas con el añorante signo de interrogación que su cuello dibuja. Darío utilizó ampliamente la mitología griega, la precolombina, y la historia occidental. La cultura, mucho más que la realidad interior o la circundante, es el punto de partida de su obra.
Si todo esto parece anticuado, consideremos el cuento de Gabriel García Márquez “La prodigiosa tarde de Baltasar”. Un artesano construye una hermosa pajarera a solicitud de un niño y una vez hecha, los padres rehúsan pagarla. Baltasar termina borracho y tirado en medio del camino. Es el mismo problema del artista en Azul… En el cuento “El rey burgués’’, por ejemplo, el poeta es abandonado en el jardín para que muera de frío mientras da vueltas a la manivela de su caja de música. Y todo para que sus mecenas se diviertan. El orden temporal y autárquico de Cien años de soledad, así como su elaborado sistema de correspondencias son remanentes de la estética modernista iniciada por Darío, al igual que la prosa barroca de Alejo Carpentier y el exquisito tramado en la cuentística de Borges. Con respecto a los poetas, sería muy difícil encontrar uno solo en lengua española que no haya sido influido por el nicaragüense.
La obra poética de Darío se desplegó en dos períodos. El primer Darío, el escritor esteticista y el segundo –para usar un cliché–, el Darío “profundo”, más reflexivo, imagen invertida del primero, como si se mirara en un espejo cóncavo. Según los primeros estudiosos de Darío, la segunda etapa empieza con el verso inicial del primer poema de Cantos de vida y esperanza (1905): “Yo soy aquel que ayer no más decía”. En castellano este verso se ha convertido en una nostálgica forma de decir que ya no somos lo que éramos. La autocrítica presente en la primera estrofa de “Yo soy aquel…” llevó a muchos a creer en dos Daríos, uno cautivado por vacías pirotécnicas verbales y el otro acosado por inquietudes artísticas y existenciales. Tal postura ya no tiene validez ante la crítica. Si bien es cierto que Darío cargaba con el peso de su propio éxito y de su fama, los Cantos de vida y esperanza sólo estaban haciendo explícito lo que en libros anteriores aparecía implícito: su angustia ante un universo absurdo, la fútil búsqueda de un ideal estético y la inevitable necesidad de perseguirlo sin descanso, la ilusoria y engañosa naturaleza del lenguaje, la sensación de vacío interior, y la decepcionante consecución del amor erótico. Los dos Daríos fueron en realidad uno sólo que con diferentes códigos y convenciones poéticas expresaba lo mismo. El realmente nuevo Darío apareció en su última poesía, cuando los poemas adquirieron un tono más político y reflejaron un nuevo sentido de autoridad que ahora acreditaba al poeta para hablar en nombre del mundo hispano. Esto resulta evidente en Canto a la Argentina, un poema largo que anuncia el Canto general de Neruda. Pero en 1905 las ideas políticas de Darío eran tan sólo una prolongación de sus nociones en torno al lenguaje y el arte. De ningún modo reflejaban una nueva ideología.
Hubo que esperar hasta la guerra del 98 para que las ideas políticas de Darío y el Modernismo empezaran a cuajar. Si bien los modernistas aplaudieron la independencia de Cuba, Puerto Rico y otras colonias del ya desmoronado imperio español, también empezaron a preocuparse seriamente por el surgimiento de los Estados Unidos como nuevo poder imperial. Los Estados Unidos habían vencido a España, pero al desairar al ejército cubano de liberación, excluyéndolo de la victoria, atrofiaron el crecimiento político e independiente de la isla. Darío y el resto de los modernistas percibían que ante el expansionismo estadounidense el mundo hispano estaba desamparado política y culturalmente. Aquellos países del continente americano cuyos orígenes culturales y religiosos podían trazarse hasta Roma y la latinidad serían conquistados y colonizados por un imperio anglosajón y protestante cuyo pragmatismo lo instaba exclusivamente a producir progreso material. Fue José Enrique Rodó, no Darío, quien enérgicamente articuló esta preocupación en 1900, en su ensayo Ariel, el más influyente de cuantos se han escrito en Latinoamérica. Rodó, un modernista uruguayo admirador de Darío, sostenía en su ensayo que los países latinos debían permanecer fieles a su cultura común, y a la civilización del espíritu (de ahí el nombre de Ariel), que en oposición a los Estados Unidos, valoraban el arte y el buen gusto más que el crecimiento económico y el consumo. Darío se hace eco de esta posición al escribir poemas tales como “A Roosevelt”, donde habla en nombre de una América que “aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. Ese “aún” pone de manifiesto sus temores con respecto al futuro latinoamericano, para el que Estados Unidos se perfilaba como el “futuro invasor”.
Los poetas hispanohablantes de la siguiente generación rechazaron al primer Darío a favor del segundo, de un lenguaje y una prosodia más naturales. Pero con el paso del tiempo la mayoría reconoció su error y acabó rindiéndose ante el Darío musical de “Sonatina”. No existe poeta en lengua española sobre quien los mismos escritores hayan producido tantos ensayos. Poetas tan importantes como Cernuda (1902-1963) y Gastón Baquero (1918-1997), por ejemplo, se refirieron burlonamente al primer Darío, pero al hacerlo le reconocieron tanto mérito por sus hallazgos poéticos que acabaron acrecentando su fama. Gastón Baquero, un poeta cubano practicante de la “poesía pura” tuvo que declarar que en Darío “surgió un sentido de la dignidad estética del poema en sí como construcción cuidadosa, llena de decoro, que nadie podía abolir”. A pesar todo lo que resulta efímero en la producción de Darío, Gastón Baquero afirmó que “toda la creatividad y el futuro de la literatura están latentes en él”. La crítica bien podría descarnar el cuerpo de Darío, “pero al llegar a los puros huesos nos encontraríamos con que éstos eran de diamante”. Por su parte, Cernuda dijo que Darío, como sus antepasados nativos del Nuevo Mundo, se dejaba embaucar por los europeos al cambiarles su oro por un puñado de baratijas relucientes. Y es que, según Cernuda, había tomado de Francia la tendencia a valorar las cosas, no por lo que eran, sino por lo que otros habían afirmado sobre ellas y su valor. Ese mismo Cernuda, sin embargo, escribió un inteligentísimo ensayo sobre Darío, quizás a modo de exorcismo personal. Pedro Salinas (1891-1951), otro importante poeta español, escribió un libro sobre Darío, al igual que su compatriota, el premio Nobel Juan Ramón Jiménez (1881-1958). Por su parte Octavio Paz escribió “El caracol y la sirena”, uno de los más hermosos y perspicaces ensayos que se conocen sobre el nicaragüense. Sin duda Rubén Darío es reconocido hoy en día como un clásico, pero sólo en lengua española.
Concebida y elaborada con descuido, la antología de verso y prosa Rubén Darío, Selected Writings será poco útil para difundir la obra del nicaragüense y mejorar su reputación en el mundo anglohablante. La edición y el prólogo están a cargo de Ilan Stavans, profesor de literatura y cultura hispanoamericanas en Amherst College. El apartado de poesía es particularmente deficiente ya que no incluye algunos de los más importantes poemas de Darío y está organizado en forma poco esclarecedora. Abandona la usual disposición cronológica de los poemas para tratar de seguir la división temática que Darío hizo antes de su muerte. Lejos de ayudarnos a percibir la evolución de su poesía, el orden temático hace que los poemas aparezcan como descontextualizados o surgidos en el vacío. Las subdivisiones están tituladas con versos de un poema cuya traducción es particularmente desastrosa. Además de ser torpes, las traducciones de Greg Simon y Steven White contienen errores elementales que van más allá de las típicas disputas sobre la selección de palabras. Por ejemplo, en el poema “Yo soy aquel que ayer no más decía…”, el ver-so donde Darío se autodescribe como “muy siglo diez y ocho” (queriendo decir que sus gustos eran muy de ese siglo) ha sido inexplicablemente traducido como “and those that come from the eighteen century”, cuyo significado literal es: “y esos que vienen del siglo XVIII”. Un error de otro tipo es el que se encuentra en el “Coloquio de los centauros”, poema capital del que sólo se traduce una estrofa, en un verso que dice “cada hoja de cada árbol canta su propio cantar”. Simon y White traducen: “Each leaf on the trees sings with its own goal” (literalmente: “cada hoja de los árboles canta con su propia meta”). ¿Hojas con metas? En este terrible ensamblaje de palabras se pierden completamente el ritmo y la repetición de sonidos del original, y lo que es peor, no traduce el sentido del verso español. Sería penoso compilar todos los errores de traducción de esta antología, cuya característica más evidente es la de ser antipoética. Y traducir de manera antipoética es lo peor que puede hacérsele a un poema de Darío. Stavans afirma en su prólogo que Selected Writings es “la más ambiciosa tentativa por naturalizar la poesía de Darío en inglés”. Se equivoca porque hay mejores trabajos, el más reciente de 2004. En 1965, el talentoso traductor Lysander Kemp publicó Selected Poems of Rubén Darío con un extraordinario ensayo introductorio de Octavio Paz. La edición en rústica salió en 1988. En lo que se refiere a la poesía de Darío, el lector estaría mejor servido si recurriera a la versión de Kemp.
Quizás el único aporte valioso del libro es la traducción de la prosa, a cargo de Andrew Hurley. Aunque su trabajo no es brillante (y Darío casi siempre lo es) y aunque no estamos ante uno de los mejores traductores del español al inglés (Gregory Rabassa, Edith Grossman, Margaret Sayers Peden, Esther Allen y Sarah Arvio, por ejemplo), puede decirse que la versión de Hurley es fidedigna y concienzuda.
La introducción de Stavans carece de credibilidad y rigor académico: está llena de clichés (“Darío es un hombre de todas las épocas”), no apunta una sola idea que llame a la reflexión y no hace justicia a la considerable cantidad de crítica que hay sobre Darío. Como algunas de las traducciones, su introducción contiene errores básicos y risibles. Por ejemplo, el famoso verso de Enrique González Martínez en el que se anima a los poetas a “torcerle el cuello al cisne”, es decir, a apartarse del estilo de Darío, Stavans se lo atribuye Manuel Gutiérrez Nájera. También afirma de manera absurda que en “Latinoamérica no ha existido el Romanticismo per se”. Éste es un error elemental que Stavans podría haber evitado si hubiera consultado cualquier historia de la literatura latinoamericana o a cualquiera de los críticos a los que ridiculiza con su gratuita y ridícula arrogancia basada en no sé qué autoridad. Stavans llega hasta el punto de afirmar que la salud de Darío empeoró rápidamente en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Pero el poeta llevaba dos años muerto en 1918, cuando la guerra terminó. Su salud, por cierto, no podía haber empeorado mucho más después de la guerra.
Hay poetas destinados a permanecer dentro de los límites de las lenguas en las que se expresan. Debido a todos sus errores, la antología Rubén Darío: Selected writings no podrá ayudar a Darío a conjurar este destino. ~
– Traducción de Amelia Mondragón
© The Nation, 13 de febrero de 2006
(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.