Desde que Karl Marx lo hiciese por vez primera, son incontables los textos que han comenzado por afirmar aquello de que un fantasma recorre Europa, hasta el punto de que la propia frase ha terminado por convertirse en el fantasma. Sin embargo, pareciera que su empleo estรก hoy mรกs justificado que nunca, a la vista de la difรญcil situaciรณn en que se encuentran, por este orden, varios paรญses europeos, su moneda comรบn y la idea que sostiene a esta. Nadie parece contento, el debate polรญtico es confuso, abundan las profecรญas apocalรญpticas. De modo que, sรญ, un fantasma recorre el continente: el fantasma de un malestar generalizado. O eso parece. Porque tambiรฉn es cierto que ese malestar no es el mismo en todas partes, ni obedece a las mismas causas, ni refleja una misma realidad. Mรกs que uno, hay veinticinco fantasmas. Y ese es el problema.
A simple vista, hay un desasosiego comรบn a todo el continente, que encuentra su reflejo a diario en las declaraciones pรบblicas de los dirigentes europeos, tiene amplio eco en la llamada prensa de calidad y el refrendo, no obstante desigual, de aquellos ciudadanos a los que llaman para hacer una encuesta luego debidamente extrapolada. Se trata del malestar con el capitalismo, o sea, con la crisis econรณmica devenida en crisis de deuda. Su manifestaciรณn mรกs prominente es la constituida por los indignados espaรฑoles, cuyo ejemplo, sin embargo, solo ha prendido entre la muchachada griega. Se produce asรญ una interesante convergencia de intereses, de acuerdo con la cual tanto los polรญticos como los manifestantes apuntan hacia eso que se da en llamar los mercados como origen รบltimo de todos los males: unos para ocultar sus errores y otros porque no tienen trabajo. En ambos casos, se sostiene que las sociedades han perdido la capacidad de gobernarse a sรญ mismas y actรบan bajo el dictado deoscuras fuerzas externas. O sea, como si la salud de la propia economรญa o la supervivencia del euro solo requiriesen “voluntad polรญtica”, algo que parece consistir en fruncir el ceรฑo y desear mucho una cosa, sin hacer ninguna otra. Son precisamente los indignados espaรฑoles quienes mรกs certeramente han expresado este descontento, mediante una consigna inequรญvoca: “No es la crisis, es el sistema.” ¡Abajo con รฉl!
Sucede que el sistema funciona bien en Suecia, Holanda, Austria o Alemania. Incluso, para no mencionar solamente a quienes ya tenรญan la cultura y la historia de su parte, que es una forma muy nuestra de excusarnos por la incapacidad propia, funciona en Polonia, Eslovenia o la Repรบblica Checa. Y es aquรญ donde los malestares empiezan a divergir. Porque, contra lo que pudiera parecernos en el predio ibรฉrico, las calles europeas no estรกn tomadas por las revueltas, sino que, mรกs bien, los jรณvenes alemanes o suecos estรกn trabajando y sus economistas discutiendo la hipรณtesis del pleno empleo. De manera que, mientras en el sur desarrollamos un temor cerval al desmantelamiento del Estado del Bienestar que nunca tuvimos, sin plantearnos seriamente la necesidad de crecer para pagarlo, en el norte dan un paso mรกs allรก en la armazรณn del complejo mecano socioestatal y debaten, por ejemplo, de quรฉ forma puede el Estado ayudar a la conciliaciรณn familiar o cรณmo lograr la sostenibilidad medioambiental mediante la innovaciรณn energรฉtica. Pero muchos dirigentes y ciudadanos de estos paรญses se preguntan asimismo si es justo o razonable seguir transfiriendo rentas a quienes parecen incapaces de hacer las cosas rectamente. ¿O es que los demรกs tienen la culpa de que en Grecia no se paguen impuestos o los espaรฑoles no sepan inglรฉs? Sรญ, sus bancos han comprado masivamente deuda meridional; pero ahรญ se acaban las excusas. De ahรญ que, cuando escribimos artรญculos sobre el aislamiento de Angela Merkel, estamos haciendo una broma involuntaria: si Alemania estรก aislada, lo estรก a la manera de la Gran Bretaรฑa del siglo XIX, o sea que en realidad los aislados somos nosotros.
Naturalmente, es la disparidad de las polรญticas econรณmicas de los paรญses integrantes del euro y sus desiguales resultados lo que, en รบltima instancia, explica que la sรบbita crisis de liquidez causada por la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 –que pone fin al perรญodo del crรฉdito imaginario y lo convierte en deuda de la noche a la maรฑana– haya terminado por amenazar de muerte al proyecto europeo. Que la uniรณn monetaria no viniese acompaรฑada de una mayor armonizaciรณn de las polรญticas fiscales, presupuestarias y laborales de los paรญses que abandonaron sus monedas hace ya mรกs de una dรฉcada es un problema ahora unรกnimemente reconocido. Y es que, como sabe cualquier quinielista, el lunes se acierta siempre. Pero incluso los profesores de economรญa que identificaron desde el comienzo tal falla habrรญan de reconocer que la consecuciรณn de la uniรณn monetaria fue siempre, ante todo, un desafรญo polรญtico de primer orden, que requerรญa de un ritmo de aplicaciรณn bien diferente al exigido por la pura teorรญa macroeconรณmica. No es lo mismo implantar una moneda comรบn en una sociedad relativamente homogรฉnea que hacerlo en un conjunto de viejas naciones absolutamente heterogรฉneas.
Por ello, es evidente que no podรญa plantearse la creaciรณn de un gobierno econรณmico europeo, con plena cesiรณn de las soberanรญas nacionales, allรก por 1995. Si la polรญtica es el arte de lo posible, esto era imposible. Se trataba de un proyecto de las รฉlites comunitarias que, llevado hasta ese extremo, habrรญa rechazado una gran parte de la opiniรณn pรบ-blica del continente. En realidad, no hay una opiniรณn pรบblica europea; ni entonces, ni ahora. Mรกs bien, se produce una peculiar cesura entre distintas opiniones pรบblicas nacionales: por un lado, aquellos paรญses capaces de gestionarse a sรญ mismos mรกs o menos exitosamente, recelosos de profundizar en la integraciรณn polรญtica comunitaria; y, por otro, aquellos donde esta misma integraciรณn es vista como el remedio para la propia incompetencia secular: Espaรฑa como problema, Europa como soluciรณn. Esa misma brecha se reproduce con singular fuerza, ahora que los ahorros estรกn en juego, tanto en los medios de comunicaciรณn como en las sociedades mismas: ni el mรฉdico alemรกn ni el consultor holandรฉs quieren pagar el rescate del taxista griego o la jubilaciรณn del funcionario espaรฑol. Y entonces unos dicen que nadie los representa, mientras otros responden que no van a transferir mรกs dinero. Todos ellos se sienten vagamente europeos, pero no lo suficiente. En realidad, pagamos los aperitivos con una moneda detrรกs de la cual no hay ninguna sociedad. Aunque no estรก claro si las รฉlites han fallado a los ciudadanos o, mรกs bien, los ciudadanos han fallado a las รฉlites. Veamos.
No es casualidad que el origen de la Uniรณn Europea se encuentre en la gestiรณn comรบn de las producciones de acero y carbรณn de un reducido grupo de miembros iniciales. Y tampoco que los sucesivos pasos hacia una mayor integraciรณn hayan tenido como denominador comรบn la apuesta por un libre mercado europeo de bienes, servicios y trabajadores. A falta de una sociedad uniforme, la idea europea no es otra que crear las condiciones para que las distintas sociedades nacionales europeas, todas ellas con siglos de historia a sus espaldas, puedan convergir lentamente mediante el intercambio de mercancรญas e ideas y la circulaciรณn de personas. Se trataba, se trata, de entrelazar a las sociedades apelando, primero, a sus intereses, con el objeto de que sus moralidades y sus sentimientos emerjan despuรฉs. Este procedimiento ha suscitado no pocas crรญticas, sintetizadas en la rimbombante fรณrmula que opone la “Europa de los mercaderes” a la “Europa de los ciudadanos”, pero conviene preguntarse quรฉ alternativa hay, aparte de la utilรญsima –a este respecto– beca Erasmus, para producir una sociedad europea. Aunque nos parezca que la Ilustraciรณn se resume en el imperativo categรณrico kantiano, los hommes de lettres de la รฉpoca, Montesquieu y Voltaire incluidos, subrayaban las virtudes civilizatorias del comercio que nos hace viajar, entendernos con los diferentes, comprender otros lugares. Mรกs recientemente, Mark Pennington ha seรฑalado que el mercado no solamente opera como un mecanismo espontรกneo de coordinaciรณn de las decisiones econรณmicas a travรฉs del sistema de precios, sino que actรบa tambiรฉn como medio social para el descubrimiento y la comunicaciรณn de nuevos valores mediante una constante experimentaciรณn social. Y es asรญ, ciertamente, creando las condiciones para que emerja el ciudadano europeo, como puede esperarse que este comparezca.
Por supuesto, tambiรฉn esto es un proyecto dirigista que va de las รฉlites a los ciudadanos y no al revรฉs. Pregunte usted si hace veinte aรฑos en los pueblos de Alemania u Holanda abrir las fronteras era deseable y a ver cuรกntos asentimientos obtiene. O pregunte por la Constituciรณn Europea, o los minaretes, como en Suiza; corre el riesgo de obtener respuesta. A decir verdad, la gran ventaja de la construcciรณn europea, su obsceno secreto, es que los gobiernos han echado mano de la cualidad democrรกticamente indirecta de la Comisiรณn Europea cuando ha sido necesario; su desventaja, como puede comprobarse ahora, es que los ciudadanos no han respondido a la llamada de sus รฉlites: apenas hay una lengua comรบn y el porcentaje de la poblaciรณn que vive en paรญses distintos al suyo es aรบn insignificante. Es muy posible que sea una mera cuestiรณn de tiempo para que esto pueda cambiar, porque acaso estรฉ cambiando ya, pero ese tiempo no ha llegado todavรญa ni se barrunta su advenimiento. De hecho, algunos de los factores que con mรกs fuerza limitan la europeizaciรณn de los ciudadanos –ausencia de una lengua comรบn, falta de informaciรณn sociopolรญtica, las muy humanas inercias locales– han impedido la convergencia de las polรญticas econรณmicas nacionales en torno a los modelos mรกs exitosos para que, por ejemplo, el mercado laboral escandinavo pueda competir con el italiano y, a medio plazo, este se vea obligado a seguir el ejemplo de aquel. Aunque la histeria desatada en Espaรฑa cuando se sugiriรณ que Alemania contratarรญa a licenciados espaรฑoles –anรกloga a la que se produce cada vez que hay una convocatoria de oposiciones a la funciรณn pรบblica– haga pensar lo contrario. Pero solo fue un reflejo espontรกneo, pura idiosincrasia.
Asรญ que el desasosiego que atraviesa Europa tiene que ver con los lรญmites del proceso de integraciรณn europea, por mรกs que, paradรณjicamente, esta crisis pueda terminar por dar un nuevo impulso al mismo. Si un obstรกculo mayor se interpone, es la natural resistencia de las mentalidades nacionales a disolverse en una comunidad mรกs amplia. Decรญa hace poco Josef Joffe, editor jefe de Die Zeit, que la uniรณn monetaria era un error de principio, a la vista de las diferencias formidables existentes entre las distintas culturas nacionales. Digamos que mientras un turolense repite veinte veces durante el mes de julio que estรก deseando “cambiar el chip” e irse de vacaciones, dejando el paรญs entero cerrado en agosto, los daneses no piensan en esos tรฉrminos ni se gastan los ahorros en una segunda residencia a un precio desorbitado. Y asรญ sucesivamente; los ejemplos abundan. No tratamos de decidir quiรฉn es mรกs feliz, sino quiรฉn exhibe mayores virtudes colectivas. Es verdad que las mentalidades pueden cambiar, aun siendo lo que mรกs difรญcilmente cambia, pero para eso hay que desear transformarlas. Y estรก por oรญrse aรบn, en las fracasadas sociedades mediterrรกneas, un discurso autocrรญtico digno de tal nombre. Que los sureรฑos quieran ahora refundar el capitalismo, en lugar de refundarse a sรญ mismos, no es sino una muestra de lo hermoso que es el autoengaรฑo y de las limitaciones cognitivas de una ciudadanรญa incapaz de reflexionar sobre lo que le ha pasado. En el caso de Espaรฑa, nada menos que un 80% de los ciudadanos, segรบn una encuesta reciente, sostiene que los mercados son quienes nos gobiernan, en un admirable salto cognitivo que transporta milagrosamente a aquellos de la telebasura a la macroeconomรญa.
Este es el punto en el que, faltarรญa mรกs, habrรญa de hacer su apariciรณn el clichรฉ por antonomasia, el lugar comรบn definitivo cuando de la construcciรณn europea se trata, a saber, la afirmaciรณn segรบn la cual las instituciones europeas estรกn lejosde los ciudadanos. Ya sea por el dรฉficit democrรกtico que comporta el hecho de que son los gobiernos quienes mandan y no el Parlamento Europeo, ya por efecto de la mรญtica figura del euroburรณcrata, el caso es que se nos recuerda constantemente que una de las causas del actual malestar continental es la distancia que separa a Europa de sus ciudadanos. Pero, ¿no serรกn los ciudadanos los que estรกn lejos de la Uniรณn Europea? Hace poco, Heribert Prantl lamentaba, en las pรกginas del Sรผddeutsche Zeitung, que las instituciones comunitarias no supieran comunicar su labor ni hacerse presentes ante los ciudadanos. Pero no es culpa de la Uniรณn Europea que los ciudadanos no sepan lo que hace y deja de hacer. Algo que, por cierto, incluye causas tan populares como la rebaja de las tarifas de la telefonรญa mรณvil. Ya que no se ve claro cรณmo habrรญan de popularizar su tarea las autoridades europeas: ¿enviando propagandistas a las tabernas, dejando flyers en los bares, poniendo anuncios en televisiรณn? Si el ciudadano carece de una suficiente orientaciรณn pรบblica y desconoce en gran medida cรณmo estรก organizada la realidad, poco se puede hacer para aproximarlo a las instituciones. Y no digamos ya en un paรญs como el nuestro, donde para vender periรณdicos hay que regalar cuchillos de cocina.
Esta minorรญa de edad del ciudadano europeo, antes estimulada que combatida por sus dirigentes, ayuda a explicar las vacilaciones que estรก experimentando la idea continental. Nadie parece reparar seriamente en el hecho de que las condiciones que hicieron posible el perรญodo dorado de la posguerra mundial y el posterior estallido contracultural (a saber: factura nuclear a cargo de Estados Unidos, la mitad de la humanidad embarcada en experimentos colectivistas o sirviendo de patio trasero de la Guerra Frรญa, ventajosa situaciรณn demogrรกfica) no van a repetirse. A decir verdad, la Uniรณn Europea es una idea formidable que necesita de un impulso hacia delante; pero hay que entender que los paรญses serios duden si entrar en rรฉgimen de gananciales con aquellos que no lo somos. En consecuencia, se puede exigir liderazgo a los polรญticos europeos, pero hemos de ser conscientes de que eso, ahora mismo, significa imponer una idea posnacional a ciudadanos todavรญa rabiosamente nacionales y reformar profundamente unas sociedades resistentes –por definiciรณn– al cambio. Yo estoy a favor, pero no sรฉ si los gobiernos que tengan que enfrentarse a grupos de interรฉs tan combativos como los taxistas o los notarios lo estarรกn tambiรฉn llegado el momento.
Naturalmente, preferimos indignarnos; pero hay que tener cuidado con la indignaciรณn. Decรญa Marshall McLuhan que la indignaciรณn moral es una tรฉcnica que permite al idiota revestirse de dignidad. Quizรก sea un juicio demasiado severo. Pero no cabe duda de que la negaciรณn de la realidad nunca ha sido un signo de inteligencia. ~
(Mรกlaga, 1974) es catedrรกtico de ciencia polรญtica en la Universidad de Mรกlaga. Su libro mรกs reciente es 'Ficciรณn fatal. Ensayo sobre Vรฉrtigo' (Taurus, 2024).