El microhistórico Kilroy

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Kilroy empezó a recorrer el mundo a partir de un momento no registrado en alguna Historia de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo la que en un impresionante número de tomos contiene las documentadísimas memorias de un gran protagonista del drama, el redondo, sonrosado y carismático hombre que Inglaterra eligió para salvarse: ¿quién otro, pues, que Winston Churchill? Pero, como atestiguaron los “historiadores de lo inmediato” (los periodistas, los reporteros de guerra, los colectores de anécdotas para el Selecciones del Reader’s Digest), Kilroy está entretejido en la microhistoria como un gran personaje de la segunda gran guerra del siglo XX, y así quedará, aunque sólo sea en las entrelíneas y en las notas de pie de página de la grande, la global y a la vez detalladísima Historia del Mundo y sus Guerras que ha de escribirse y publicarse un día y cuyos volúmenes se alinearán hasta perderse de vista en una infinita estantería de la Biblioteca de Babel.

Kilroy, sea dicho de una vez, fue el fantasma emblemático del trooper, el soldado raso norteamericano, participante en la Segunda Guerra Mundial.

Alguien (¿Herodoto?, ¿Stendhal?, ¿Von Clausewitz?, ¿Erich M. Remarque?, ¿Stephen Crane?, ¿Ernest Hemingway?) dijo un día: “Habladme de un solo día de cualquier soldado de infantería de cualquier guerra y sabré la historia de todas las guerras”. Y el tal Kilroy, el que puso su firma en tantos lugares y momentos del segundo conflicto mundial del s. XX, sería, pues, un trooper cualquiera que prestaba servicio en cualquier frente de guerra del Occidente o del Oriente o del norte del Atlántico o de los archipiélagos de los Mares del Sur. Pero ¿era un ser real o era una ficción traviesa, digamos un duende pouka creado por el capricho de otro trooper cualquiera?

Lo cierto es que cuando las tropas estadunidenses entraban en los caseríos, en las aldeas, en los pueblos por liberar, iban encontrando, en vallas, en muros y paredes, el grafito o la “pintada” que proclamaba: Kilroy was here (“Kilroy estuvo aquí”). La frase aparecía en lugares de Francia, de Italia, de Alemania, y se la leería hasta en las ruinas del finalmente vencido y humeante Japón. Pero nunca se sabría y quizá nunca se sabrá la identidad del autor de esas tres palabras acompañadas del elemental dibujo de una cabeza caricaturesca asomada sobre un muro o una valla. ¿Se llamaba Tom, o Dick, o Harry? A saber, pero tras el inusual nombre o apellido pudo ser un prototipo del american boy común e indistinto y tan bravo e imprudente como para emprender sus unipersonales invasiones a territorios enemigos, y rubricarlas con un simple “Kilroy”. Era ubicuo como ciertos seres de leyenda, y, al tiempo que con la navaja reglamentaria grababa su marca en la corteza de un árbol de las Ardennes o en la mesa de un café de Túnez, podía, incluso, garabatear a lápiz esa jactancia en un rincón del búnker final de Hitler, quien (según un dizque testigo quizá algo fantasioso) habría ordenado una investigación para detectar al enemigo allí infiltrado.

No sabemos si tras el apellido o el seudónimo del trooper había un rostro, un estilo de caminar, de cargar al hombro el fusil, de fumar cabos de cigarrillo, de mascar tabaco o de entonar la canción casi ritual: Oh, Susana…/ Don’t cry more for me!,/ I’ve come from Alabama,/ With my banjo on my knee!, pero hasta ahora no se ha descubierto ningún signo de identidad tras las meras dos sílabas de Kilroy. Lo único cierto es que algunos soldados resolvieron el enigma convirtiéndose en Kilroys para trazar la ufana frase en todas las superficies de madera, de ladrillo, de piedra, etc., o, más efímeramente, y como lo haría una muchacha enamorada, en el cristal de una ventana velada por el vaho en cualquier caserío o población de cualquier lugar del mundo en guerra…

Luego el eslogan kilroiano invadió en los EUA las caricaturas editoriales, las tiras de cómics de los diarios, las comedias hollywoodenses, mientras en México los entonces niños leíamos la frase en las historietas de los coloridos “paquines”, en las cuales por entonces servían a la causa aliada muchos de los imaginarios héroes, desde Tarzán a Superman, desde el Spirit a Popeye, desde Dick Tracy a Mandrake el Mago.

Aquella proliferación de Kilroys fue la múltiple invasión del mundo por los soldados sin rostro cuyas microhistorias componían un capítulo de la discontinua y a veces invisible pero quizá permanente Gran Guerra de Todos los Siglos. Y si no siempre el innumerable Kilroy habrá sobrevivido para contarlo, al menos dejó chusca constancia de que entonces y allí había estado en pie como un Inmortal del Momento, como otro colectivo Soldado Desconocido sin hoguera celebratoria bajo un famoso arco del triunfo.

¿Sólo Kilroy, entonces? Tal vez sólo fue una “pintada”, un grafito, unos signos rayados en una superficie de madera o de yeso o de piedra, o una palabra grabada a navaja en la culata de un fusil, y hasta quizá, para más risa, fue un tatuaje en la nalga de un soldado perdido en la selva de la isla Wake.

En los años de posguerra de los Estados Unidos el eslogan Kilroy sobrevivió como un gag reiterado en la prensa, en la radio, en el cine y la televisión. Y fue un emblema generacional, como más tarde, en los años sesenta, lo sería un grafito de otra generación: la de una juventud melenuda y ansiosa de libertades que proclamaba “¡Frodo vive!”, tal como, tras las guerras de Corea y de Vietnam, pudo proclamar “¡Kilroy aún está aquí!”

[Publicado previamente en Milenio Diario]

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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