Han pasado ya dos semanas desde el asesinato del joven afroamericano Michael Brown a manos de un policía blanco en la ciudad de Ferguson, Missouri. Aunque el punto más álgido de las protestas callejeras ha quedado atrás, el torrente de comentarios y discusiones en las redes sociales no parece que vaya a amainar pronto. Como hace poco más de un año, con el caso de Trayvon Martin, se han escrito ríos de tinta analizando todos los aspectos del racismo en Estados Unidos, especialmente la forma en que la sociedad entera participa de una forma de clasificación social con base en prejuicios y estereotipos étnicos y raciales, y cómo la exacerbación de estos últimos puede tener consecuencias fatales cuando un joven negro que camina por la calle sin meterse con nadie termina siendo percibido como una amenaza inminente que merece una respuesta a balazos.
Lo novedoso de estos días es la cantidad de personas generalmente “apolíticas” en las redes sociales que esta vez se han sentido compelidas a abordar el espinoso asunto del papel que cada uno puede desempeñar para terminar con esta situación de criminalización de los hombres afroamericanos. En especial, son muy elocuentes los llamados de y hacia personas blancas para abordar su situación de relativo privilegio al no ser víctimas de estereotipos y prejuicios como los que terminan privando de la vida a jóvenes desarmados en sus propios barrios. Una carta abierta de una madre afroamericana a sus amigas blancas (“Dear White Mom”), instándolas a analizar con sus hijos la situaciones de privilegio versus la desventaja que significa ser o no blanco en Estados Unidos, se convirtió en modelo del tipo de discusión que se pretende fomentar en el país, mucho más allá del simple mantra de “todos somos iguales” que los padres blancos progresistas suelen enseñar a sus hijos.
Aunque las causas y mecanismos de la discriminación racial son sumamente complejos, la situación de “privilegio blanco” (White privilege) se expresa cotidianamente en algo muy simple: la posibilidad de ser tomado siempre por uno mismo y nunca por una imagen preconcebida; el respeto al derecho fundamental de la individualidad. Significa que, si usted goza de este privilegio, la gente le dará el beneficio de la duda y esperará un tiempo prudente antes de formarse una opinión sobre sus cualidades y defectos. Quiere decir que si usted es una persona muy exitosa en la vida o si es un fracasado irredimible, esos resultados serán muy probablemente atribuidos a las decisiones que usted fue tomando a lo largo del camino. Significa también que si usted es una buena persona o si es francamente detestable, el amor o el desprecio que despierte entre la gente serán patrimonio exclusivo de usted y no serán extensivos a otras personas con sus mismas características fenotípicas o de su misma afiliación religiosa, étnica, racial, orientación sexual, etcétera.
Si, por el contrario, usted no goza de ese privilegio, deberá luchar durante toda su vida por imponerles su individualidad a los demás: recordarles que fue admitido en el postgrado por sus propios méritos y no por la acción afirmativa; explicar por qué no tiene nada de raro que una persona con su color de piel maneje el auto de lujo que paga religiosamente cada mes; aclarar que usted y sus parientes realmente no controlan el sistema financiero internacional ni los medios de comunicación.
Tengo muchos amigos en Facebook que se están alistando para tener estas conversaciones con sus hijos, varios de los cuales son compañeros de escuela de mis hijas. El problema que yo veo es que esa situación de “privilegio” es mucho más fluida y compleja de lo que se le describe. No solo las mujeres blancas siguen lidiando con los prejuicios de género por muy blancas que sean, sino que hay familias en las que las identidades se superponen en varias capas y la pertenencia simultánea a distintas sociedades hace que la situación de relativo privilegio en un lado resulte un déficit en otro.
Mis hijas son judías. No veo cómo tener una conversación familiar sobre la desventaja de no ser blanco en Estados Unidos sin abordar la larga historia de antisemitismo que, entre otras cosas, expulsó a varios de sus ancestros de Europa Oriental y aún en el suplicio no dejó de ver a los judíos como una amenaza que ameritaba una solución final. No imagino cómo discutir su situación de relativo privilegio como residentes de una comunidad cosmopolita y progresista en Estados Unidos sin tratar de explicar por qué en su otro país, cuya nacionalidad ostentan oficialmente, a los miembros de la comunidad judía se les clasifica en un artículo de opinión en dos grandes bloques y se les exige probar su “decencia” para no exhibir su “miseria humana”. Y no dejo de ver con alarma cómo el pronunciamiento de varios miembros de esa comunidad en un sentido propio, pero que coincide en la demanda fundamental que se les reclama, por supuesto no es ni será nunca suficiente para aplacar los furores antisemitas que siguen revoloteando en torno a la justa y urgente causa de la libertad del pueblo palestino.
Las situaciones que describo en Estados Unidos, con el duelo por otro joven negro muerto porque un policía pensó que era una amenaza para su seguridad, y en México, donde alguien se arroga el derecho de establecer los estándares de decencia para una comunidad entera, comparten la misma incapacidad para procesar la individualidad. Cuando un hombre negro comete un delito en Estados Unidos, las consecuencias las paga la comunidad entera, que así ve sumarse nuevos cargos a la animosidad histórica de la que es víctima. De igual forma, cuando un prominente judío mexicano expresa su simpatía por las políticas del Estado de Israel, toda la comunidad puede esperar reclamos histéricos de un deslinde tajante si no quiere ir completa a la pira moral.
Como a cualquier padre afroamericano, judío, homosexual, mexicano, asiático, etcétera, la sola idea de que alguien pueda tener una opinión sobre mis hijas sin conocerlas, solo con base en los estereotipos disponibles, me parece ridícula; pero la posibilidad de que alguien pueda actuar con base en esas preconcepciones es escalofriante.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.