En 1939 Hitchcock se basó por primera vez en una novela de intriga de Daphne Du Maurier para realizar la última película de su periodo inglés: Jamaica Inn (o “La posada maldita” según las carteleras de la ciudad de México), en la cual, a finales del siglo XVIII, una pandilla de naufragadores y saqueadores de barcos secretamente capitaneada por el juez de una aldea costera (el casi caricaturesco personaje sobreactuado por Charles Laugthton contra la voluntad de Hitchcock, que lo consideraba un gran actor pero incontrolable por su desatada egolatría) acosaba y aterrorizaba a una bella muchacha huérfana (Maureen O’Hara). La película, un thriller de guardarropía, estaba muy abajo del nivel ya alcanzado por su director. Y tal vez Hitchcock sospechaba esto cuando en ese mismo año, respondiendo al llamado de David O’Selznick, el productor de la grandiosamente espectacular Lo que el viento se llevó, e intuyendo que él y Hollywood estaban hechos uno para otro… “y viceversa”, se embarcó hacia allí con su familia, sus semillas de rosa inglesa, su albo perrito poodle y un ejemplar de Rebeca, otra novela de miss Du Maurier.
Rebeca, la película del debut americano de Hitchcock, es un seudogótico “romance” del siglo XIX domiciliado en el siglo XX y en la mansion de Mandelay, representada por una maqueta y unos enormes y movibles decorados. La mayor apuesta dramática del argumento consistía en la no visibilidad del personaje titular, la ya fallecida Rebeca evocada por la neurosis de otros personajes y por la necrofilia del ama de llaves Mrs. Danvers (Judith Anderson, que casi se robaba la película desempeñando el papel de su vida). Garantizaban la inglesidad de la película tanto el director y la escritora Du Maurier como el galán, el shakespiriano actor Laurence Olivier, mientras la hollywoodidad corría por cuenta del productor, del equipo técnico y de los servidores de sandwiches y café en las pausas de la filmación. Triunfo esperable: Rebeca, además de engordar las taquillas de todo el mundo y entusiasmar a los cronistas del espectáculo, obtuvo el Oscar de la Academia hollywoodense a la mejor película de 1940, el único que decoraría la filmografía de Alfred Hitchcock. (Anotación lateral y acaso impertinente: en ese año John Ford recibió el Oscar como mejor director pero no su película Las viñas de la ira, muy superior a Rebeca.)
Aunque Hitch, según lo llamaban de acuerdo a la costumbre estadunidense de monosilabizar todo, triunfaba con su primer producto hollywoodense, todavía hubo de pagar derecho de suelo en el Bosque de Acebos (wood: bosque, holly: acebo) pasando por tres compañías productoras y haciendo películas de producción de clase B, alguna con parlanchina propaganda antinazi como aportación al esfuerzo de guerra. En el mismo 1940, el de Rebeca, filmó con dos astros de segundo nivel, Joel McCrea y Laraine Day, el divertido thriller de espionaje Corresponsal extranjero, del que los cronistas de espectáculos decía que tuvo el mérito de enfurecer a Goebbels, el magno publicista del nazismo; y en 1941, año del ataque japonés a Pearl Harbor y de la consecuente entrada de los Estados Unidos de Norteamérica en la Segunda Guerra Mundial, hizo dos películas para la RKO: la floja y muy poco hitchcockiana comedia de enredos maritalesMr. And Mrs Smith (“Casados y descasados” en las carteleras de México), con la chispeante Carole Lombard y el casi siempre flemático Robert Montgomery, y La sospecha, un regular drama de suspense matrimonial entre un Cary Grant en inquietante tono ambiguo (¿es un buen marido o es un Landrú en estilo norteamericano?) y una Joan Fontaine otra vez asustada durante toda la película, de cuyo tan mal llevado final no he logrado saber si es realmente un happy end.
En 1942 Hitchcock, aunque aureolado por el Oscar de Rebeca, todavía estaba lejos de ser un gran señor de Hollywood. En ese año tuvo que apechugar con los inadecuados Robert Cummings y Priscilla Lane (astros de segundo plano y de comedia ligera impuestos por la compañía productora, la Universal Pictures) para filmar Saboteador, un torpe thriller de espionaje y de muy forzadas peripecias que en terminal momento de suspense se resolvían en el quizá más famoso y más presuntamente emblemático monumento de los EEUU: la Statue of Liberty, obra del mediocre y hoy olvidado escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi.
Para ese entonces se sospechaba en Hollywood que el cineasta importado de la Gran Bretaña estaba ya emprendiendo la curva descendente, pues cualquiera de las cuatro películas que había hecho después de Rebeca la hubiera podido despachar cualquier profesional meramente eficaz de Hollywood; y, como para dar la razón a quienes así pensaban, en 1943 Hitchcock todavía cocinaba Lifeboat (Náufragos), otra contribución al esfuerzo de guerram, un casi bodrio sólo atendible por la proeza de situar y desarrollar su no pequeño personajerío en la estrechez de una lancha salvavidas perdida en un mar de evidente back projection. Pero no se sospechaba que un poco antes, en ese mismo año, Hitchcock había emprendido la urgida autorreivindicación con la primera de sus grandes películas hollywoodenses: La sombra de una duda (cuyo comentario dejaré suspenso, y quizá en suspense, hasta la próxima entrega).
(Continuará)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.