A José Pellón
La pornografía no empieza y termina en el sexo. Suele ser mucho más que un catálogo de gemidos y ronroneos, de posiciones convencionales o acrobáticas. Más, en fin, que una secuencia de imágenes obscenas y palabras impúdicas. La pornografía tiene también un contenido político, aunque quizás este nunca fue tan explícito como en los libros prohibidos y en los grabados clandestinos del siglo XVIII francés.[1]En ese entonces, buena parte de la crítica y de los comentarios políticos se presentaban como escándalos sexuales. Las publicaciones no respetaban a nadie. Ni a la reina, María Antonieta, ni al encargado de las finanzas públicas, Jacques Necker. Tampoco a la Constitución y mucho menos al rey. Sobreviven grabados anticlericales por montones que imaginan a monjas, sacerdotes y directores espirituales en situaciones comprometedoras que van desde la sodomía hasta el incesto. Aunque, de estos divertidos libelos, sobresale un subgénero inesperado.
En 1964, cuando aún se debatía entre ser historiador o reportero del New York Times,[2]Robert Darnton viajó a Neuchâtel, Suiza, para consultar el archivo de la biblioteca de la universidad en donde se encontró con la correspondencia de los editores, comerciantes y distribuidores de la Société Typographique de Neuchâtel, una empresa dedicada al contrabando de libros prohibidos. Cerca de 50,000 cartas le sirvieron a Darnton para integrar el corpus de los bestselleres clandestinos de Francia. Uno, en particular, llamó su atención: Thérèse philosophe (Térese filósofa). Admito que el título no es muy sugerente, pero es un libro peligroso por partida triple: es sexual, política y filosóficamente explícito. En otras palabras, además de las escenas sexuales y de su ataque contra los jesuitas, Thérèse philosophe propone una nueva manera de pensar el sexo. Algo de ello se entreve en las metáforas. El pene no fue descrito como“la serpiente venenosa que Adán usó contra Eva” yla vagina dejó de ser “la manzana que sedujo a Adán”; en cambio, los personajes de esta novela hablan del cuerpo, los genitales y el coito como de máquinas, motores y líquidos para lubricar engranes.
Al tiempo que Darnton seleccionaba los fragmentos clave de Thérèse philosophe para traducirlos al inglés, la historiadora Margaret C. Jacob visitó las bibliotecas de las universidades estadounidenses para leer todos los títulos franceses de este subgénero literario que pudo encontrar. Muy pronto descubrió que las narrativas preferidas para hablar del sexo fueron el materialismo y el mecanicismo. En otras palabras, no había que preocuparse por la lucha entre el alma –que tiende a la virtud– y el cuerpo –que se inclina al vicio–, pues para estas filosofías de corte científico solo existe el cuerpo (la materia) y sus instintos, es decir, las leyes biológicas que rebasan nuestra voluntad y a las que obedecemos ciegamente. Fue así que la perspectiva científica se coló en el sexo.[3]Y por qué no habría de hacerlo, si desde Newton las cosas del mundo se pensaron como objetos en movimiento que podían ser descritos a partir de tres leyes de la mecánica. De igual modo, se descubrió que el precio y la cantidad de bienes en el mercado respondían a las leyes de la oferta y la demanda. Incluso las decisiones de los hombres fueron definidas como cálculos en los que se ponderaban beneficios, costos y riesgos. En ese contexto, era de esperarse que el sexo se entendiera y se representara como el movimiento de unos objetos que se sujetan a las leyes y a las fuerzas del placer.
Los inventos del siglo son un ejemplo más de esta visión mecanicista. Es cierto que varios de ellos fueron provechosos –como los que incrementaron la productividad de las plantaciones– pero también lo es que el clima intelectual los llevó a diseñar autómatas que jugaban ajedrez,[4]patos mecánicos y hasta máquinas para facilitar las relaciones sexuales. Por curiosos que nos parezcan, estos escritos e imágenes no son excepciones, sino el registro y la manifestación de una nueva mentalidad que delata la insospechada relación entre la filosofía científica y la representación gráfica del sexo.
[1]De acuerdo con historiadores como Robert Darnton y Lynn Hunt, no se puede decir que estas publicaciones fueran pornográficas en estricto sentido. Le debemos a los bibliotecarios, a los directores de los acervos, a los legisladores y a las autoridades policiales el concepto de pornografía como ahora lo conocemos. Sin embargo, el mismo Darnton advierte que los autores, editores, lectores, distribuidores, comerciantes e inspectores de policía detectaban que ciertas imágenes y textos eran peligrosos no sólo por su contenido político o filosófico, sino también por su inmoralidad y obscenidad. Ver Robert Darnton, The Forbidden Best-Sellers of Pre-Revolutionary France, Norton, eua, 1996, pp. 86-89.
[2]Gabriel Torres Puga, “El mundo del libro. De la Ilustración a la era digital” (entrevista a Robert Darnton), en 20/10 El mundo atlántico y la modernidad iberoamericana, RGM Medios, volumen ii, diciembre de 2013, p. 264.
[3]Ver Margaret C. Jacob, “The Materialist World of Pornography”, en Lynn Hunt (ed.), The Invention of Pornography. Obscenity and the Origins of Modernity, 1500-1800, Zone Books, NY, 1996, pp. 157-202
[4] Con el tiempo, se descubrió que el autómata que desafiaba a los hombres a estas partidas de ajedrez era un fraude. Eso no quita la obsesión de este siglo por las máquinas.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.