El sueƱo, autor

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Para NicolƔs Guerrero

A continuaciĆ³n, algunos sueƱos que he anotado para contĆ”rselos a mi psicoanalista. Los narro sin pudor y sin mĆ”s objeto que el de hacerme de algunos dineros para pagarle a mi psicoanalista.

Entro a una pescaderĆ­a, quizĆ”s en ParĆ­s. Se escucha a coro la canciĆ³n “Tengo ganas de un beso”. Son los pescados los que cantan, erguidos sobre el hielo frappĆ©. A todos los clientes esto nos parece de lo mĆ”s normal. En la i de “…te lo vengo a pediiiiiir”, los pescados se contonean de una forma que francamente no viene al caso. Una luvina curvĆ”cea es la solista. Besuquea al aire entre una frase y otra, antes de terminar: “…aunque despuĆ©s del beso, me tenga que freĆ­r”. DespertĆ© sin sosiego. Sin duda, es reminiscencia de los viejos dibujos animados de Walt Disney, ese sĆ­ndrome Alzheimer de la imaginaciĆ³n.

En una oficina, estoy a espaldas de X., que trabaja en una computadora. La computadora es un cubo gelatinoso, como una anĆ©mona, traslĆŗcida, llena de intestinos pĆ”lidos en vez de cables. X. traduce el poema Piedra de sol de Octavio Paz. El famoso primer verso, ā€œun sauce de cristalā€ es traducido como “a sauce of crystal”. Yo le digo que no, que sauce es un Ć”rbol y que no es lo mismo que salsa, sauce. Entonces X. escribe “a saucer of crystal”. Y yo le digo que no, que sauce no es lo mismo que saucer… Pero no hace caso y escribe “a crystal saucer full of sauce”. Ni en el mundo de los sueƱos X. deja de ser un pendejo. DespertĆ© divertido. Seguro saliĆ³ de que ayer A. contĆ³ que Guillermo Valencia tradujo La chair est triste, hĆ©las, et j’ai lu tous les livres asĆ­: “La carne es la tristeza, y ya todos los libros asilĆ³ mi cabeza”. D. me enseĆ±Ć³ el otro dĆ­a otra versiĆ³n de otro pendejo, excelso escritor que publica en la UNAM: la chair est triste: “la silla estĆ” triste”. Ā”Y no era sueƱo!

Una mujer a la que no he visto nunca me recibe en su casa. Es blanca y aĆ©rea, hermosa, vestida de largas tĆŗnicas blancas, pluviales. Las amplias ventanas dan hacia un desierto. La mujer se atarea en acomodar, en una vitrina de cristal, una colecciĆ³n de palomas muertas. Me da instrucciones: “Las palomeques se ponen asĆ­ y asĆ”, para que no se confundan”. Cuando se acuclilla para tomarlas del suelo, advierto que sus pies desnudos tienen plumas. Junto a ellos, bajo el vestido, adivino las esferas sonrosadas de sus nalgueques. Muy excitante. Palomeque: asĆ­ bautizĆ³ una paloma mi amiga I.

Llego a una vasta plaza. Edificios pequeƱos de bizarra arquitectura, como poliedros elementales, ventanas y torres, con elementos que podrĆ­an ser o mayas o turcos. Algunas personas pasean. Su ropa es del siglo XVIII. La luz cae como en olas. Se puede escuchar el ruido de la luz al golpear el suelo. Yo digo: este sol brilla como si no tuviera otra cosa que hacer. Un seƱor de barbas se me queda viendo, sorprendido de mi comentario. Me despierto con una bochornosa sensaciĆ³n de estupidez. QuerrĆ­a regresar al sueƱo y explicarle a ese seƱor que uno no es responsable de sus sueƱos, ni de lo que dice en ellos.

Voy por la Avenida Insurgentes Sur con mi amigo C. De pronto, observamos que hay un abismo perfecto, cortado con precisiĆ³n de cuchillo, como si a la ciudad le hubiesen tajado una rebanada. Al asomarnos, un muro impecable que desciende a la nada, como la cortina de una presa. “ĀæQuĆ© es eso?”, pregunto. C. contesta: “Es la Chingada”. En la calle hay un piano de concierto. Toco con vigor el Preludio 24 de Chopin. Me deleita mi pericia. Los microbuses y motociclistas se lanzan al abismo, ilustrando los acordes. Giran en el aire como delfines, antes de despeƱarse. QuizĆ”s viene de que habĆ­a estado escuchando a Chopin en la tarde, y leĆ­do un comentario de Baudelaire sobre el polaco: “…esta mĆŗsica que se parece a un pĆ”jaro luminoso que revolotea sobre los horrores del abismo”.

Pesadilla. Estoy leyendo Letras Libres en una banca de la plaza y se acerca un policĆ­a en su motocicleta: “Ā”A ver ustĆ©, orĆ­llese al margen! Me muestra por favor su licencia deler, la tenencia de su Letras Libres y su verificaciĆ³n de que entiende los textos. ĀæCĆ³mo que de quĆ© se liacusa? Ā”Viene usted leyendo con exceso de velocidĆ”! Ā”Ay sĆ­, cĆ³mo no, a sesenta! Mire, lo traimos checado desde que mirĆ³ la portada. Ya venĆ­a chomadres. Cuando dio la gĆ¼elta por el Ć­ndice casi sestrella con las cartas a la redacciĆ³n. Y cuando agarrĆ³ el ensayo de Pacheco ya venĆ­a como a seiscientas palabras por minuto. Ā”Casi atropella a una reflexiĆ³n moral! AsĆ­ que sus papeles. ĀæAh, no trai? Le va a salir caro: traslado a la fe de erratas, decomiso de sus anteojos y 24 horas diarraigo en la revista Nueva Izquierda“. DespertĆ© angustiadĆ­simo.

Iba por los Viveros en mi ejercicio matutino. El sol brillaba, las aves canturreaban, los joggers se infartaban, lo de siempre. Un estudiante de toreo provocaba la ira de su toro imaginario diciĆ©ndole “Ā”aja!” y “Ā”jea!”, moviendo su capa y mostrĆ”ndole burlonamente sus genitales, con Ć”nimo de humillarlo. El toro imaginario finalmente se enardecĆ­a y embestĆ­a. El torero salĆ­a despedido por los aires, maromeando, lanzando tripas y sangre a diestra y siniestra. DespertĆ©. Me asombrĆ³ la dedicaciĆ³n y disciplina de ese estudiante de toreo. Si yo hubiera sido el maestro y la materia se hubiera llamado “IntroducciĆ³n a la cogida”, le habrĆ­a otorgado la mĆ”s alta calificaciĆ³n.

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Es un escritor, editorialista y acadƩmico, especialista en poesƭa mexicana moderna.


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