El pasado 4 de octubre, el Instituto Cultural Rumano y la Casa Sefarad-Israel organizaron un encuentro entre Antonio Muñoz Molina y Norman Manea en el Círculo de Lectores de Madrid. Bajo el título “El texto nómada”, dos grandes escritores europeos hablaron sobre el exilio, la literatura, la memoria, las dictaduras y la democracia.
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Antonio Muñoz Molina: Nos conocimos hace seis años, ¿te acuerdas? En aquel momento yo era director del Instituto Cervantes de Nueva York. Inmediatamente tuve la sensación de haber encontrado un amigo. Después leí El regreso del húligan [2003] y me pareció realmente una de las obras más impresionantes y plenas que había leído, tanto en el sentido literario como en el histórico. Son unas memorias personales que oscilan entre el presente y el pasado, entre Estados Unidos y Rumania, entre la idea del exilio y la idea del retorno. Cuando empecé a leerlo, me encontré con un tipo de literatura que se ha dado pero no con demasiada frecuencia en Europa en el siglo xx: una literatura que tiene que encontrar nuevas formas de contar historias, porque las historias que tiene que contar son nuevas. Tiene que abordar los temas del exilio, el desplazamiento, el horror, los campos. Tenemos el ejemplo de Primo Levi, de Margarete Buber-Neumann y de tantos que a través de sus memorias han intentado contar cosas que son muy difíciles de narrar. Los que han vivido ese tipo de experiencias tienen que encontrar una manera de contar estas historias incontables y Norman ha encontrado su estilo, tanto en la ficción como en la no ficción. Se enfrenta continuamente a la conciencia del desarraigo, del desplazamiento, del nomadismo: a que algunos hayan sido completamente definidos por la itinerancia, por haber tenido que experimentar los campos de concentración, el comunismo, el exilio, el no ser, o nunca estar en el lugar al que pertenecen, el no sentirse plenamente en casa en ninguna parte. Creo que la mayor parte de la obra de Norman surge de esa experiencia. Y a veces me pregunto qué tipo de escritor habrías sido de no haber tenido ese tipo de experiencias, porque, cuando uno lee tus obras, parecen el material perfecto para reflejarlas.
Norman Manea: Qué habría pasado si las cosas hubieran sido distintas es una pregunta que nadie puede contestar. No sé qué tipo de escritor habría sido sin los temas que han marcado mi vida. No sé si habría llegado a ser escritor. Supongo que sí, pero realmente no sé nada del destino virtual. Sé que mi verdadero destino ha sido el que ha sido: complicado, difícil, tenso; pero un destino humano, con cosas buenas y malas, con alegrías, tristezas, fracasos y pequeñas victorias aquí y allá. No me considero un caso excepcional. Me alegra oír y me gustaría saber que mi obra es especial, pero hay muchos destinos y biografías extraordinarias. De hecho, prácticamente todas las personas tienen un destino excepcional y una biografía única. En realidad, independientemente de los acontecimientos trágicos, no hace falta haber pasado por un holocausto o por el comunismo para ser desgraciado o estar triste. Basta con que se te muera un amigo, que tu madre esté enferma, o que tu vecino se suicide. Es decir, no necesariamente son los grandes acontecimientos históricos los que nos marcan como personas. Nuestras vidas no requieren experiencias tan extremas. Pero cuando se dan –y a mí, por supuesto, me ha sucedido– son experiencias extremas, y transmitirlas a través de la literatura quizá sea más difícil que trasmitir los acontecimientos ordinarios de la vida, aunque eso también es difícil, como todos sabemos. El problema de esas situaciones es que tu libertad está limitada por tu propia experiencia, en cierto modo. Y eso limita tu capacidad de representar toda la magnitud de la vida. Porque al final la prueba de la literatura es la originalidad y un tipo de profundidad que no se haya conseguido antes. Es decir, una voz personal: si no posees una voz especial, es mejor dedicarse a otra cosa. Teniendo en cuenta que han pasado miles de años de literatura, se puede pensar que ya se ha dicho todo, que ya se ha escrito todo, que ya no surgen temas originales o extraordinarios. El tema del exilio, en realidad, ya lo tenemos en la Biblia, en la gran mitología, en
todas las historias de todos los pueblos del mundo. Pero cuando se producen estos grandes acontecimientos poseen la capacidad de generar reacciones, de generar significado. Y en nuestra época el exilio se ha convertido en un tema bastante banal. Decir que uno es un refugiado o un exiliado no es algo tan extraordinario como en otras épocas. Porque vivimos en el mundo de la globalización, y en este moderno mundo centrípeto que ha perdido su centro –e incluso muchos de sus centros– todo el mundo está un poco desplazado. Eso no significa que queramos sustituir la modernidad por otra época de la historia. Aunque quisiéramos, sería demasiado tarde. Y también nos ha aportado muchas cosas buenas, sobre todo en las ciencias, pero también en las artes: una nueva perspectiva, una nueva visión del hombre. Y, como ocurre siempre, también nos ha aportado muchas cosas que no son tan positivas.
El título “El texto nómada” podría parecer un poco extravagante, pero los escritores, y hoy vamos a hablar de escritores, están en el exilio junto con su lenguaje. Fui exiliado por primera vez con cinco años y el rumano, que era mi idioma materno, se exilió conmigo. Por supuesto, no todo el idioma del país, pero sí mi idioma, mi lenguaje rumano, se exilió conmigo. Cuando volví tuve que recuperarlo y enriquecerlo. No podemos separar al escritor de su idioma, de su texto, y por lo tanto afirmo y repito continuamente que soy un autor rumano. No depende de dónde resida ni de dónde esté. Es así. Y, bueno, la vida es lo que es y tenemos un tiempo limitado en este planeta.
Muñoz Molina: Me sorprende que se pueda decir que actualmente todos nos sentimos desplazados y exiliados, y que el escritor siempre es un exiliado, un nómada. Me parece que esa clase de generalización puede resultar peligrosa. Muchos de nosotros nos podemos sentir desplazados o extranjeros en nuestra tierra, pero no tantos hemos sido deportados a los cinco años, ni hemos vuelto del exilio para vivir después en una dictadura comunista durante casi cincuenta años. Hemos hablado otras veces de que existe una tendencia a banalizar los términos, y en cierto modo el escritor y quien lo ha vivido tiene el deber de luchar contra eso. Ahora hay muchísimos grupos sociales, comunidades y pueblos que aspiran a esa corona de espinas que supone haber sido objeto de un holocausto o un genocidio. Recuerdo que Cella [la esposa de Manea] dijo: “Hay una línea entre los campos de exterminio y los hornos crematorios en los que mataban a la gente por el mero hecho de pertenecer a un pueblo y no otro.” Creo que eso es bastante importante. Medir las cosas cuando se alejan en el pasado es a veces difícil, porque se desdibujan y pierden su inmediatez, y por eso muchos intentan aprovecharse de ese sufrimiento con intereses políticos de otro tipo.
Manea: Preferiría que hablaras sobre este tema tú más que yo. No solamente porque para mí resulta más difícil, sino porque es como si estuviese asumiendo una determinada legitimidad por haber pasado por ese sufrimiento. Además, el sufrimiento se ha convertido en un término muy manipulado. Todo el mundo ha sufrido porque su madre no ha sido lo suficientemente estricta, o porque ha sido demasiado estricta, o porque le ha dejado más dinero a su hermano en el testamento… Se ve por todas partes. Pero lo que dices es especialmente visible en Estados Unidos, quizá porque, al estar en un país libre y moderno, la gente no siempre consigue enfrentarse a sus temores y necesita algo con que identificarse. Cuando el mundo entero está perdiendo su centro, ellos necesitan, en cierto modo, un centro, y a veces eligen su sufrimiento o el sufrimiento de los demás para asumirlo como suyo, o se lo apropian como suyo. Ahora sabemos que el Holocausto fue una tragedia extraordinaria en la historia de la humanidad y que ha habido otros genocidios y otros holocaustos. Incluso se están produciendo ahora mismo en muchas partes del mundo. Pero, aun así, el Holocausto judío fue un caso bastante particular, porque se planificó meticulosamente, porque se ejecutó de forma perfectamente eficiente, como hacen los alemanes, y porque sesenta años después la gente se ha aburrido del tema. Normalmente los seres humanos no soportan que les repitan lo mismo una y otra vez, aunque sea un acontecimiento de trascendencia histórica. Y oímos algo que no se podía decir hace veinte años sobre el Holocausto,
y que ahora se dice en voz alta: que si no está todo claro, que si se inventó para justificar otros acontecimientos históricos, etc. Y, desgraciadamente, fui testigo de primera mano, aunque esa es una palabra que no me gusta. Tampoco me gusta la de víctima, porque también es algo que se está trivializando y manipulando muchísimo.
A los jóvenes, en Nueva York, los oyes decir: “Hace cuatro años nos mudamos de Brooklyn a Queens y fue un holocausto.” Recuerdo una tarde que estaba cansado, zapeando, y caí en un canal pornográfico. Hay muchos, aunque no estoy abonado, pero ese estaba en abierto, y decía: “El canal ha estado censurado durante diez días, hemos pasado un holocausto.” O sea que se está trivializando el tema a todos los niveles, y, de hecho, empieza a resultar incómodo volver a hablar sobre esa tragedia, sobre ese momento de la historia que todos conocemos de distintas maneras. Porque incluso los que no han pasado por cosas terribles aprenden, y es la única manera de saber algo sobre el pasado: aprender historia a través de los libros. No sé qué puedo decir al respecto, no quiero añadir muchas cosas. Sugeriría que se viera tanto con comprensión como con curiosidad, porque es una demostración de lo que los seres humanos son capaces de hacer a otros seres humanos. Y, aunque muchos historiadores dicen que nunca podría repetirse algo así, todo acaba repitiéndose porque depende de los seres humanos. Creo que es importante seguir pensando en lo que nos ocurrió y en las nuevas normas en las relaciones humanas, aquí y en todas partes. Se supone que la fe cristiana, como sabes probablemente mejor que yo, estipula que debemos amar a los demás y que el mandamiento más estricto es “No matarás.” Y, sin embargo, gente supuestamente religiosa ha cometido esas atrocidades. No obstante, si se siguieran esos dos mandamientos viviríamos en un planeta mucho más pacífico y con mucho más amor.
Muñoz Molina: Estaba leyendo el último libro tuyo que se ha traducido al español, El té de Proust [2010], y me sorprendió cómo utilizas tus recuerdos personales para convertirlos en una especie de fábula. Haces al mismo tiempo dos cosas muy diferentes. Estás, de alguna manera, dando testimonio de cosas que viviste de niño, de adolescente. Pero, al mismo tiempo, estás creando una fábula. No solo cuentas una historia, sino que la conviertes en algo en lo que hay una especie de niebla, la niebla del recuerdo, o de la distancia, o del tiempo. Me interesa saber cómo se han desarrollado en ti estas historias, cómo funciona el proceso de escribir esos relatos cortos que luego se convierten en novela.
Manea: Como has mencionado el título diré que el maestro de este tipo de transformaciones del recuerdo en literatura fue el propio Proust. Y en su obra el recuerdo actúa precisamente para estimular la imaginación, y también como manera de transformar el recuerdo en literatura. Hablaba mucho del recuerdo involuntario, de la memoria involuntaria. Está el famoso ejemplo…
Muñoz Molina: El de la taza de té.
Manea: Sí, el de la taza de té y la magdalena, cuando le asalta el recuerdo de su infancia, de cuando esperaba a su madre para que le diera un beso antes de quedarse dormido. Pero esa enorme novela no trata de eso. Ese es el comienzo, y después tienes a un escritor que está trabajando con sus recuerdos para convertirlos en literatura. No es lo que se dice tan habitualmente hoy sobre el efecto terapéutico de la memoria, de reunirte con un grupo de víctimas, de los recuerdos recuperados y de que la gente los comparte para sentirse mejor. Por supuesto que es posible. Todo es posible para los seres humanos, incluso esas experiencias tan extravagantes. Pero no se trata de terapia de grupo ni de la literatura como terapia o catarsis, sino de algo que va mucho más allá, porque hay un elemento de creatividad inevitable en el proceso. En mi caso, te referías a relatos que probablemente tienen que ver con la época de los campos. Yo era muy pequeño, y ahora soy bastante mayor, con lo que soy un niño mayor, envejecido. Y el recuerdo no es exactamente igual. Pero escribí estos relatos cuando tenía treinta y pocos, y el punto de partida –y a veces algo más que eso– estaba en mi recuerdo. Pero después también entró en funcionamiento la memoria de la literatura. Y creo, y estoy bastante seguro de que no es una distorsión, que se trata de centrarme en la esencia de la historia y reconstruirla.
Muñoz Molina: Sí, por eso he dicho fábula.
Manea: Reconstruir un determinado ambiente con los medios de otro narrador, en otra época, que también ha vivido con la literatura. Porque ahora tenemos bibliotecas enteras de memoria. Miles de memorias, algunas muy interesantes, sobre experiencias trágicas como estas. Pero muy pocas –y no es que quiera resaltar mi obra– resisten el impacto del paso del tiempo. Muchas pueden ser muy entretenidas, muy interesantes, o incluso terapéuticas, pero no pasan la prueba de la literatura. Es un proceso complicado, aunque me alegro bastante de que a un lector y escritor como tú le haya parecido que trasmitía un borrador de esa realidad, y que haya podido llegar a la esencia, al corazón de esa tragedia. Como he dicho, yo tenía cinco, seis, siete años… Entonces los sentimientos son esencialmente instintivos. Así que el recuerdo de la época es un recuerdo de terror, frío, hambre, enfermedad y muerte. Fue la primera vez que ese niño se encontró con la muerte. Personas que un día estaban vivas estaban muertas al día siguiente. Y no acababa de entender cómo ocurría. Y eso perdura en la memoria, pero pasa por un proceso complejo a la hora de convertirse en un texto. Si hiciéramos la prueba y pidiésemos a todos los presentes que escribiesen lo que ha pasado después de acabar este diálogo, cada uno contaría una historia completamente distinta. Incluso su forma de utilizar los adjetivos cambiaría la propia historia. Cuando intenta reconstruir una historia, el escritor se encuentra en esa situación complicada. Más allá de esas sensaciones tan físicas, tan agudas, de un niño que es totalmente dependiente de las personas mayores a su alrededor y se siente perdido, uno de los sentimientos más abrumadores es la incertidumbre. Un niño necesita cierta cantidad de certidumbre. El entorno le tiene que asegurar que está bien, que no pasa nada, que la situación es más o menos estable. Y allí no había ninguna rutina, no había ninguna estabilidad, excepto una estabilidad de pesadilla. Se podían producir cambios en cualquier momento y siempre a peor. Transmitir esa incertidumbre era uno de mis objetivos. Uno de los relatos del libro, “El cuento del cerdo”, se refiere al cuento de un famoso escritor rumano sobre un príncipe que se convierte en cerdo. El cerdo espera que aparezca una princesa, que ella lo salve y él se vuelva a transformar en un príncipe. Leí ese cuento cuando volví a Rumania. Tenía nueve años cuando me regalaron el libro y me fascinó totalmente, porque no me habían contado demasiados cuentos en mi primera infancia. Quizá no era el momento ni el lugar. Y la gente tenía demasiado miedo, demasiada hambre, demasiada tristeza para contar cuentos a los niños. Así que leí ese libro.
Esos primeros dos años de vuelta fueron para mí el paraíso. El paraíso de la banalidad, que apreciaba enormemente: comida, libros, tías, compañeros de colegio, el colegio en sí, el no pasar miedo, el tener todas esas cosas a las que no había podido acceder antes. Pero al leer esos cuentos, de pronto, el niño se para y dice: “Ah, así que todo se puede convertir en otra cosa. ¿Y qué pasaría si…?” Así que ese cuento me ayudó a entender mi propia incertidumbre y mi temor, que probablemente sigan estando ahí, en mi psique, a pesar de las pastillas que nos ayudan a mejorar nuestro estado de ánimo y a seguir funcionando y haciendo chistes. Probablemente esa huella de la incertidumbre esté grabada en mi inconsciente: ese temor a lo desconocido, lo desconocido como peligro, como aviso, como algo que puede ser y normalmente no es muy agradable.
Muñoz Molina: Está muy claro el dolor, efectivamente: eso es lo que a uno le trasmiten tus historias al leerlas. Lo que nos has contado sobre ese cuento me hace pensar que a lo mejor la ficción siempre funciona así. Es decir, los relatos de ficción te ayudan a entender la experiencia, a albergarla en tu memoria. Una vez me pidieron que definiera a los escritores que me inspiran o que admiro, y dije que me parecía que debían ser de corazón caliente y de mente fría. Y en cierto modo esto es lo mismo. Son experiencias quizá demasiado intensas: entrañan demasiado sufrimiento, y hay que conseguir cierta perspectiva y cierta distancia y serenidad para contarlas, porque, si no, invitar a todo el mundo a que comparta contigo esa pesadilla quizá no sea la cosa más agradable que puedas hacer a tus lectores. Probablemente la ficción sea la única forma de contar la verdad.
Manea: Sí, creo que es más real que la realidad, o es más fiel a lo hiperreal y quizá a lo que está oculto para poder explorar las distintas capas, los distintos niveles, de un acontecimiento determinado, de cierta biografía, de un destino humano determinado.
Muñoz Molina: Siempre me pregunto cómo se consigue una buena educación, una buena formación humanista, cuando se vive en una dictadura comunista. Por supuesto, muchos de los presentes sabemos lo que es vivir en una dictadura fascista y lo difícil que era acceder a muchísimas obras, al tipo de libros o de películas o de música que alimentan la inteligencia y te ayudan a desarrollar tu vocación como escritor. En tu caso, ¿cómo conseguías salir adelante en ese régimen? ¿Cómo consigues seguir siendo tú mismo, o llegar a ser tú mismo en ese contexto, en un régimen que intenta borrar cualquier atisbo de expresión individual?
Manea: Pues teniendo suficientes amigos. Y ahora, como tú y yo somos muy amigos, voy a insultarte un poco en nombre de todos los que viven en el mundo libre, que siempre simplifican la vida en el mundo comunista. Era terrible, como todos sabemos. Pero la vida humana es la vida humana, y la gente encuentra siempre un camino y una manera de acceder a lo que le llena y le satisface. Y a mí me gustaba leer. Probablemente porque era una gran forma de evasión.
Hablaba con un escritor portugués hace unos años e intentaba comparar las dos dictaduras, y, por supuesto, no voy a defender las dictaduras de derechas ni las de izquierdas porque no tengo ningún motivo para hacerlo.
Pero sí quiero decir que había diferencias. Por ejemplo, la propiedad privada. La propiedad privada no se veía mermada y permitió, por lo menos a pequeña escala, un poco de libertad. En el momento en que no tienes propiedad privada y todo es propiedad del Estado…
Muñoz Molina: Te refieres a cualquier cosa…
Manea: Sí, las pequeñas tiendas, las pequeñas granjas, las casas, lo que sea. En nuestro caso no podías tener nada, por lo menos durante parte de la dictadura, con lo que al final se suponía que tú mismo eras parte del Estado. A ese escritor portugués le pregunté: “¿Y podíais viajar?” Dijo: “Sí, íbamos a París a ver todas las películas de la nouvelle vague.” Y yo: “¿Ah, sí? O sea que no había ningún problema para ir a París. Nosotros no podíamos ir ni a Bulgaria.” A finales de los ochenta, cuando el sistema no te permitía tener una parabólica ni una antena de televisión, en Bucarest tenían todas las antenas orientadas a Bulgaria, porque los búlgaros retransmitían los partidos de fútbol. Estaban Bucarest y Transilvania, Hungría, y luego al este estaba la Unión Soviética, pero por lo menos había algo a lo que la gente podía acceder para entretenerse. Porque el único entretenimiento que teníamos era nuestro gran payaso dictador. Y no era nada entretenido; enseguida dejó de hacer gracia.
Lo que quería decir para contestar a tu pregunta es que de pequeño me encantaba leer. Estaba deseando leer, y lo leí todo. Muchas cosas malísimas, un montón de basura: libros soviéticos, realismo socialista. Pero conseguí acceder a la literatura clásica rusa, que estaba muy bien traducida, y me salvó, porque de pronto descubrí otro mundo que venía de la misma zona, del este del Este, pero era otro mundo y era maravilloso. Grandes traducciones de Tolstói, de Chéjov, que leía con pasión. Dostoievski no estaba permitido en esa época. Empezó a aparecer en los sesenta, cuando comenzó a entrar la literatura moderna de Occidente: Joyce, Proust, Kafka, Faulkner y los latinoamericanos. Ninguno de estos libros estaba prohibido, con lo que eran una manera de protegerte de ese lenguaje totalitario, esos clichés con los que pretendían llenarte la mente, convertirte en un idiota y hacer que siguieras esa doctrina, ese dogma. El problema de esa doctrina es que no se podía criticar, y, por supuesto, no te podías oponer a ella de ninguna manera. O te podías oponer, pero con un gran riesgo para tu vida. Hubo oposición, pero fue un porcentaje muy pequeño. Aunque, ahora, retrospectivamente había muchos más opositores. Reescribir la historia es fantástico. Al día siguiente de caer el comunismo en Rumania aparecieron cuatro millones de afiliados al partido que se volvieron ferozmente anticomunistas, todos víctimas, todos con indemnizaciones que reclamar. No digo que todos mintieran, pero era distinto ser un coronel de la policía secreta que ser víctima del sistema. O ser una persona corriente de la calle, que tenía que levantarse a las cuatro de la mañana, como mi padre, con 80 años, para ir a buscar leche y pan debajo de las piedras. Eso no tenía ninguna gracia. Y no estoy hablando de política, sino de las cosas más triviales de la vida diaria, que eran muy difíciles.
Comentábamos esto hace un par de días: el efecto péndulo, que es un comportamiento humano típico. Si hay una dictadura de derechas –como la que hubo en España–, cuando cae, el péndulo se va al extremo opuesto y la gente pone toda su esperanza en la izquierda. Confían en que la izquierda les salve. En Rumania, por supuesto, ocurrió lo contrario. El péndulo fue de la izquierda a la derecha, porque habíamos tenido una dictadura que, aunque en realidad era la típica parodia balcánica de izquierda y de derecha, se suponía básicamente marxista-leninista. Y después todo el mundo se inclinó a la derecha. Y la pregunta que yo planteé desde la distancia y no sentó muy bien fue: “¿Os acordáis del 38, o queréis acordaros del 2000? ¿Este país necesita volver atrás a los eslóganes clásicos de la derecha –después de sufrir los de la izquierda– o nos abrimos a algo más nuevo, más matizado y más democrático?”
Muñoz Molina: Es una idea interesante, para España también.
Manea: Espero no ofender a nadie en esta sala, porque quizá esté simplificando en exceso, pero lo veo así. Me resulta muy complicado, tras vivir cuarenta años en un Estado comunista, entender por qué la gente siente nostalgia después de leer y ver nuestra experiencia. Aunque no fuese la suya, se puede aprender y hay claros parecidos entre las dictaduras de ambos extremos y entre las sociedades democráticas y abiertas. La democracia es una solución de compromiso. Tiene muchas ambigüedades, y por supuesto que un Estado totalitario te plantea una solución única y sencilla. La democracia, por supuesto, es mucho más compleja, difusa, ambigua, y requiere un compromiso, incluso una complicidad. Y esa es una parte inevitable, porque está compuesta de seres humanos.
Muñoz Molina: En España, algunas personas de izquierda que habían luchado heroicamente por traer la democracia en España a mediados de los setenta, después fueron de vacaciones a la Rumania de Ceauşescu. Y esto es una triste verdad de la vida. El secretario general del Partido Comunista de España había sido uno de los elementos clave para la transición, porque si no hubiese sido por el partido y por la madurez y generosidad y visión clara de algunos de los líderes del comunismo español, probablemente la democracia, o la transición, no hubiese sido tan sencilla. Y, sin embargo, esas mismas personas se fueron de vacaciones a la Rumania de Ceauşescu.
Manea: Sí, vi al señor Carrillo por televisión, al camarada Carrillo, porque iba muy a menudo a Rumania. Y eran muy amigos, sí.
Muñoz Molina: Lo digo porque opino que puede ser algo difícil de explicar para un escritor, para un novelista que vive en una sociedad abierta y democrática, y para ti, que vives la mayor parte del tiempo en Estados Unidos, donde, como a veces hemos comentado, son totalmente inocentes con respecto a la historia y tienen grandes dificultades para entender lo que es o cómo es una dictadura.
Manea: En Estados Unidos me suelen plantear una pregunta muy sencilla y muy complicada, pero que es muy real y profunda: “¿Cómo es posible que un país pueda vivir 40 años bajo una dictadura así?” Y es una pregunta que nos debiéramos haber planteado todos, porque todos los días teníamos que aguantar, que vivir, que tener una cierta complicidad con la dictadura. Nadie era inocente. La verdad es que no sé cómo contestar esa pregunta. Les digo: “No puedo explicarle a gente que siempre ha vivido en una sociedad libre, y que siempre ha hecho lo que ha querido, cómo pudimos vivir tanto tiempo en ese tipo de sociedad. Pero pensad en la gente que está en vuestra oficina. Pensad en vuestros compañeros de trabajo. Imaginaos que tenéis un jefe horrible, que es una cosa que ocurre con bastante frecuencia, y preguntaos cómo es posible que lo aguantemos y que sigamos allí con este jefe insoportable. Y, sin embrago, la gente lo aguanta. Y ¿por qué lo haces? Porque tienes que pagar el alquiler, tienes que comer… en cierto modo, te ves obligado a aguantar. Y si esto lo amplías a todo un país en el que prácticamente todo es propiedad del Estado y donde tienes muy poca libertad de elección –por supuesto, siempre hubo algún héroe, pocos; siempre ha habido pocos y siempre habrá pocos–, la respuesta es que es algo inherente al ser humano.”
Muñoz Molina: Me gustaría preguntarte algo sobre el libro que publicaste en tu país hace un par de años. Eres un escritor rumano que escribe sobre Rumania, pero vives desde hace más de veinte años en Estados Unidos. O sea, has vivido rodeado de un idioma distinto y has seguido escribiendo sobre tus experiencias y tu contexto cultural en Rumania. Y en tu nueva novela abordas una temática más o menos estadounidense. ¿Ha llegado el momento en que has convertido tu experiencia estadounidense en parte de tu mundo, con la que puedes trabajar para escribir?
Manea: Es un experimento nuevo, una nueva fase. Es cierto que la historia tiene lugar en la loca América actual: probablemente no más loca que antes, pero con una vida que lleva una velocidad mucho más moderna y con unas contradicciones bastante llamativas. Los personajes son exiliados rumanos, que llevan consigo prácticamente todos sus problemas del pasado, sus sensibilidades, sus pasiones, sus ideas. Son intelectuales que se han trasladado a un nuevo país con grandes dificultades. Porque si eres carpintero o dentista, es relativamente fácil emigrar y salir adelante. Pero en cierto momento de la novela se sugiere que incluso después de haberlo perdido todo sigues encontrando, en el exilio, antiguos amigos en las estanterías de las bibliotecas. Amigos que estuvieron muy cerca de tu corazón en tu infancia y en tu juventud, y que en cierto modo te protegieron del mundo exterior. Las lecturas del pensamiento, de la crítica, siguen en las estanterías, con el mismo título, en otro idioma, y aquí podríamos hablar del texto nómada, porque todos esos textos pasan de un idioma a otro a través de las traducciones. Y aunque lamentemos el hecho de no poder hablar o leer todos los idiomas y leernos todos los libros de todos los autores en el idioma original, tuvimos un período de aprendizaje de la literatura a través de las traducciones.
El libro se titula La guarida [2009]. La guarida es un lugar oculto donde un animal se refugia en invierno para protegerse del frío y de los depredadores, y el libro cuenta cómo esa guarida puede ser ese libro en la estantería. No para aislarte de la vida diaria o para negar esa experiencia, porque, después de muchos años en el exilio, lo considero una experiencia pedagógica extraordinaria. Es un trauma privilegiado, porque te da oportunidades, aunque sea muy duro. Te da una oportunidad de cuestionar tu vida, tus ideas y tu biografía, o incluso te puede ayudar a cambiar. Brecht solía llamar al exilio “la dialéctica del cambio”. Y él sabía bastante del tema, y todos sabemos actualmente algo del tema porque vivimos en estas sociedades nuevas que son o están en todas partes y en ninguna, con lo que la idea fundamental es la de esa guarida –ese refugio oculto, mágico– que es ese libro que te puede llevar de vuelta, incluso en un país extranjero, incluso en un país que no conoces, en un entorno desconocido entre extraños.
Muñoz Molina: ¿Crees que vivir en Estados Unidos ha afectado a tu obra rumana?
Manea: No me atrevo a decir que no. A veces pregunto a los lectores en Rumania y me dicen que mi rumano sigue siendo bueno, que el lenguaje sigue siendo rico y fresco. Pero quizá haya entrado alguna influencia del nuevo entorno en el que vivo. Me fui a Estados Unidos totalmente perdido, porque no quería irme. Quería quedarme en Europa porque lingüísticamente me habría resultado más fácil. Mi inglés en aquel tiempo no era muy bueno. Pasé una época muy difícil. De pronto era como si fuera sordomudo.
Muñoz Molina: Y tampoco eras joven para aprender un nuevo idioma.
Manea: No. Me mantengo joven siempre, pero quizá no lo suficiente como para aprender un nuevo idioma. Como he dicho, soy un niño mayor. Pero fue difícil. La diferencia entre la forma de escribir de un anglosajón y un latino es muy grande. En la literatura de países como Rumania hay otras influencias: eslavas, balcánicas, etc. Y es otro mundo. No me atrevía a escribir ficción e intenté escribir ensayos, que resultan más fáciles, porque tienen una estructura más lógica. Si es demasiado lógica, la ficción no tiene gracia. Así que tuve que abordar una nueva forma de escribir, mucho más directa y estructurada, porque nosotros solemos dar muchos más rodeos y asumir que el lector sabe de qué estamos hablando. La cultura anglosajona niega totalmente esa idea. Incluso en el periódico, si te refieres a una noticia del martes anterior, tienes que hacer un pequeño resumen de lo del martes, porque se considera que la gente no tiene por qué saber de qué estás hablando. Para un escritor rumano y para una mente balcánica, bizantina, resultaba bastante sorprendente. No pienso que haya cambiado en lo fundamental, pero probablemente habrá habido alguna influencia. Y en este libro, por lo menos, he intentado un estilo más directo. No sé si gustará a mis lectores rumanos. Pero me estoy convirtiendo en un híbrido.
Público: Norman vive en el exilio; Antonio no está realmente exiliado, pero tiene un exilio autoimpuesto de vez en cuando. ¿Esa distancia les ayuda a escribir sobre sus países o constituye un obstáculo?
Muñoz Molina: Yo no me llamaría a mí mismo exiliado, porque voy y vengo y ha sido un proceso deliberado. Una vez me entrevistó en Nueva York un estudiante de doctorado que escribía una tesis sobre el exilio y su literatura. Estábamos en una cafetería y había un mexicano que estaba limpiando las ventanas de la cafetería. Y dije: “Deberíamos tener mucho cuidado, porque la verdadera experiencia del exilio es la de personas como este señor mexicano, que probablemente sea un inmigrante ilegal, que se ha encontrado perdido en un país, con un idioma que no habla y sin ningún tipo de acceso a nada de lo que nosotros tenemos.” Dicho esto, añadiré que los españoles liberales –con tendencias de izquierdas– tenemos una larga tradición de exilio, porque en España, a lo largo de la historia, si eras liberal, si eras progresista, resultaba muy probable que tu destino fuera el exilio. No quiero remontarme muy atrás pero, desde la expulsión de los judíos en el siglo xv o principios del xvi, hasta el siglo xix –cuando todos los liberales y los que habían redactado la primera constitu-
ción liberal de Europa, o de esta parte de Europa, tuvieron que irse al exilio–, o hasta el final de la dictadura franquista, este es un país donde el exilio ha sido una tradición larga, antigua y distinguida. Cuando intentaba abrir mi mente a cosas nuevas, la única forma de acceder a una tradición literaria y cultural era a través de la experiencia del exilio español. Probablemente fuera injusto en ciertos casos, pero a finales de los setenta no nos sentíamos conectados con la generación anterior de escritores. Queríamos saltar al pasado, al periodo anterior a la guerra, a esa generación que había perdido la guerra o había tenido que ir al exilio. Por eso, la idea –de que, si eras progresista, liberal o de izquierdas, era muy probable que acabaras en el exilio– nos resultaba muy familiar. Y hay que tener en cuenta que ahora mismo en algunas partes de España, por ejemplo el País Vasco, hay mucha gente que se ha tenido que marchar porque, si no, podría ser asesinada. Así que mi imaginación ha estado guiada por estas experiencias. Y quizá ese es el motivo por el que en mi obra, tanto en ficción como en no ficción, a menudo me inclino hacia ellas. Pero volviendo al presente, pasar parte de mi vida en otro país me ha dado una distancia muy buena en determinadas cuestiones. Me permite comparar, y cuando uno puede comparar aprende muchas cosas. Las cosas más valiosas que se aprenden en el extranjero son sobre tu propio país. Te ayuda a tener una perspectiva nueva de cosas que seguramente no te habrían llamado la atención. Para mí y para mi obra ha sido, y es, muy enriquecedor. Aunque depende del tipo de obra que tengas, porque hay escritores maravillosos que no pueden distanciarse de su país, de su cultura, de su idioma, de su pequeño pueblo, de su entorno. Y eso también está bien. Es simplemente otro tipo de escritor. Hay todo tipo de escritores y de creadores.
Manea: Estoy totalmente de acuerdo, porque cada escritor es un mundo y no se puede generalizar por todos. Depende de muchas cosas. Cuando salí de Rumania, tenía la sensación de haberme suicidado, porque ya tenía un idioma y una cultura, y me fui a otras completamente desconocidas. No tenía ni idea de lo que iba a hacer. Y al escritor siempre le da miedo perder sus raíces. Aunque mis raíces no fueran muy puras, eran las únicas que tenía. Así que me fui con alivio, pero también con cierta desesperación. Y ahora estoy contento de haberme ido, porque he aprendido muchísimo en el exilio, mucho más de lo que habría aprendido si me hubiera quedado. Cuando me marché decidí que ya no podía vivir más tiempo en un país tan interesante, que necesitaba ir a un país tranquilo, aburrido. No podía soportar más emociones ni una realidad tan interesante. Me marché con pocas expectativas. A nuestro gran escritor Eugène Ionesco le preguntaron que qué habría pasado si se hubiera quedado en Rumania, y dijo: “Probablemente habría sido un escritor mejor, pero ahora soy escritor mayor.” Y además un escritor vivo. Unos días antes de irme una poeta me dijo: “Somos escritores, nos tenemos que quedar aquí, es la única solución. Esta es nuestra cultura, es donde tenemos que estar.” Dije: “Sí, pero me he quedado cuarenta años.” Esa fue mi justificación. Y, si vas a un cementerio, verás a un montón de escritores que se quedaron y ya no escribieron. Cuando tu casa está en llamas, hay que salir, aunque no sepas qué te espera fuera ni dónde vas a dormir la noche siguiente. No sé si he llegado a ser mejor escritor, pero creo que sí, que quizás, he llegado a ser… no sé cómo expresarlo. Mejor que sean los otros los que digan si soy mejor o no. Creo que es el destino. No es mérito mío que me tuviera que marchar, sino de nuestro maravilloso dictador. Cuando estaba en Bucarest en el 97, el presidente del Colegio, un famoso compositor norteamericano que estaba conmigo, me dijo: “Norman, Ceauşescu ha sido una gran suerte para ti. Porque yo te conozco. Sé cómo eres. Te
habrías quedado aquí para siempre. Y te obligó a irte.
Te hizo un favor.” Siento que haya muerto y no pudiera darle las gracias por ese favor que me hizo.
Ahora uso un idioma con los estudiantes en la universidad, y en casa, cuando escribo y estoy con mi mujer, uso otro. Y sorprendentemente tu primer idioma adquiere una nueva frescura, las palabras están más vivas. De pronto utilizas una expresión un poco absurda y rara e imposible de traducir, y te paras y dices: “Qué expresión tan estupenda, qué surrealista.” Y nunca te habrías dado cuenta de lo bonita que es si hubieras seguido en tu país. Con lo que también tiene esa ventaja, aunque, por supuesto, al nuevo país llegué con una frescura inevitable, porque sigo intentando aprender a entenderlo. Y, como sabéis, en la literatura es muy difícil ser muy lógico y muy racional, y yo intento evitarlo a toda costa. ~
(Bucovina, Rumania, 1936) es escritor. En 2005, Tusquets publicó la traducción de una de sus obras más célebres, 'El regreso del húligan'.