Tras la promoción que Emmanuel Carballo hizo de los nuevos escritores en los años sesenta del siglo XX, una vez republicadas sus bibliografías de literatos decimonónicos y reconocida la importancia de las entrevistas reunidas en Protagonistas de la literatura mexicana (1965 y 1986), la aparición del Diario público 1966–1968 (2005) permitió, al fin, apreciar cabalmente la herencia de Carballo.
Si como periodista literario contribuyó decisivamente al reconocimiento de los ateneístas y de los Contemporáneos como nuestros clásicos modernos, en Diario público 1966–1968 pueden leerse, entreveradas en la crónica de la vida literaria, sus reseñas más importantes. En muchas de ellas, no cabe duda, Carballo hizo comentarios acertadísimos, entre los que destaca su desconfianza ante José Trigo (1966), de Fernando del Paso: en su opinión una novela concebida a la grande y realizada a lo pobre. Quizá se dejó impresionar en demasía por la aparición de José Agustín y juzgó severamente (con cierta razón) las primeras novelas de Juan García Ponce. También se ocupó de los poetas y llamó la atención sobre las promesas en falso empeñadas por Marco Antonio Montes de Oca o por el malogrado Raúl Navarrete (1942–1981). Sus relaciones con Carlos Fuentes, con quien hizo la Revista Mexicana de Literatura entre 1955 y 1958, terminaron más o menos mal, una vez que el uno acabó de abusar del otro. Una vez muerto Octavio Paz, Carballo tuvo el mal gusto de gritar “¡Muerto el rey, viva el rey!” El propio Fuentes, desde Buenos Aires donde se encontraba en aquel abril de 1998, habrá lamentado el exabrupto.
Acertó y se equivocó, como todos. Defectuosas fueron sus apreciaciones de Juan Rulfo, de Juan José Arreola y de Jorge Ibargüengoitia: pero no hay crítico que se respete y Carballo se dio a respetar, que no incurra en opiniones que el paso del tiempo le recriminará sin piedad. Ese es el precio que se paga por ser testigo.
Carballo fue justo y generoso con los escritores cuyas autobiografías precoces editó y prologó (en la serie Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos), autores como Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis, Tomás Mojarro, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Carlos Monsiváis y un no muy largo etcétera que ratifica su lugar como el crítico literario de guardia en un momento brillante de la narrativa mexicana, esplendor que apadrinó. Hizo mucho por salvar a Elena Garro de sí misma y la animó a publicar sus mejores libros en los años ochenta.
Tras el episodio en que el novelista cubano Reinaldo Arenas acusó a Carballo, su editor mexicano, de haberlo denunciado como disidente y de birlarle sus regalías por El mundo alucinante (1968), la estrella del crítico se fue apagando. En ese declive, interrumpido por los berrinches ocasionales en que reaparecía quejándose de que otros investigadores le plagiaban sus fichas bibliográficas, tuvo mucho que ver su aventura en las filas del guevarismo y del castrismo, experiencia de la que, como tantos otros intelectuales latinoamericanos, salió tocado. Cuando Carballo se deslindó de la Revolución Cubana y de la tramoya ideológica que la sostenía, ya era demasiado tarde y el crítico había perdido, también, la oportunidad de ser uno de los intérpretes protagónicos de ese boom latinoamericano que vio nacer. Esas ilusiones perdidas son notorias en otros de los libros de Carballo, como Protagonistas de la literatura hispanoamericana del siglo XX (1986) y Ya nada es igual. Memorias, 1929–1953 (2004). La segunda entrega de sus memorias (Páginas para un libro que no terminaré nunca, 2013) aún no la leo. Pero lo haré: vi algunos fragmentos salaces, de interés, adelantados en la Revista de la Universidad.
Recorrer las páginas del Diario público 1966–1968, que apareció originalmente en Excélsior y que Carballo fue anotando a lo largo de los años, es un tanto triste. Carballo tenía el olfato del crítico, ese sentido de la situación del que hablaba Kierkegaard, pero le faltaron por completo las virtudes del ensayista. Al postularse para una jefatura que nunca se ganó con una verdadera obra literaria, Carballo, más allá de la valentía y de la generosidad con las que actuó en su mejor momento, dejó pasar los años administrando su reputación.
Carballo se cansó pronto de ser crítico. No lo culpo, es lo más frecuente. Opinó mucho, reflexionó poco, no se arriesgó a emprender proyectos de mayor alcance, para los cuales no le faltaba talento, sino energía. Era provinciano en el mal sentido de la palabra: a mí me llegó a regañar por descuidar las letras patrias y ocuparme de literatura extranjera. “¿Qué le importan a los franceses, a los rusos, lo qué puedas opinar tú de ellos?”, llegó a decirme. Le contesté que de escuchar la campana de esa parroquia, ni Alfonso Reyes, ni Paz, ni Tomás Segovia, hubieran llegado muy lejos.
A su muerte, parte de ese verdadero despoblamiento que han venido siendo los últimos meses (Mutis, Gelman, Pacheco, Campbell, García Márquez) para la literatura en México, debo decir que a mí, como su colega que fui, me trató siempre con la franqueza que debe privar entre gitanos. Nunca nos leímos las cartas, es decir, siempre nos dijimos la verdad, en persona y por escrito. Se lo agradezco.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile