Al hablar sobre la escritura de El ruido de las cosas al caer usted ha dicho que la novela nació o empezó a tomar forma a partir del momento en que las imágenes de los hipopótamos muertos de Pablo Escobar en la prensa despertaron, al modo de la madeleine proustiana, sus memorias dormidas de los años del narcoterrorismo. ¿Surgió de manera similar Las reputaciones?
La creación de Las reputaciones no pasó por ese mismo fenómeno raro de la recuperación de una memoria. La novela nace del interés que siempre he tenido por el caricaturista político Ricardo Rendón (1894-1931), cuyos libros están en mi casa desde que yo era niño. Yo miraba sus caricaturas como miraba los dibujos de Mafalda, y mi padre a veces me explicaba las referencias políticas de alguna caricatura. Y hay otro vínculo autobiográfico, y es que Rendón se suicidó a dos calles de mi universidad, la Universidad del Rosario, en el centro de Bogotá, en ese mismo barrio que es tan importante para mí, porque lo veo como una suerte de metáfora de la historia colombiana. Haber crecido con sus caricaturas y que el lugar de su muerte formara parte de ese paisaje entre histórico y fetichista que se me fue montando en los años de estudio me metió en la cabeza la idea de contar una novela para explorar el misterio de su suicidio. Pero poco a poco esa idea se fue transformando en Javier Mallarino, porque empezó a parecerme más interesante ubicar la acción en el presente y explorar los laberintos morales de un caricaturista que se siente heredero de Rendón pero que trabaja en el presente.
Creo que el cambio se debió a mi propio trabajo como columnista. Los cinco años que llevaba cuando comencé la novela me han permitido sentir una serie de cosas relacionadas con esa tensión que hay entre el que opina y sus lectores, y la responsabilidad que eso tiene que conllevar, la capacidad que tenemos de hacer daño.
Mientras que en sus columnas no rehúye las respuestas unívocas, la toma de posición en debates políticos y sociales, como novelista se adhiere a la convicción de que las novelas no deben dar respuestas sino formular preguntas. ¿Cómo vive el ejercicio simultáneo de ambos oficios?
Lo vivo como una tensión, como una especie de esquizofrenia. No son simplemente dos posiciones intelectuales, sino dos maneras muy distintas de estar en el mundo. Yo soy primero novelista, mi manera de ver el mundo es la de un novelista, en el sentido de tener dudas constantes. Pero al mismo tiempo, y sobre todo de unos años para acá, he empezado a hacerme preguntas de contenido político-moral. Las columnas han sido el medio para desahogar esa idea de que para mí sigue siendo pertinente que un novelista participe en el debate social. O un filósofo si quieres, pero alguien que piensa la realidad en términos morales. Los políticos no suelen hacerlo, y menos en mi país. Los grandes debates, sobre la legalización de la droga, sobre el matrimonio homosexual, sobre el aborto, los políticos nunca son capaces de llevarlos al terreno de la discusión moral, que es donde deben resolverse. Los llevan al terreno de la discusión religiosa, los llevan al terreno de la discusión política, en el sentido más banal de la palabra, pero raras veces intentan comprender estas cosas desde el punto de vista humano. ¿A quién estamos haciendo daño, qué vidas estamos destruyendo o afectando seriamente con una decisión? Eso no se trata. He vivido la escritura de las columnas como una pequeña parcela de mi cabeza que de repente empieza a tener certezas políticas, porque ha leído a Isaiah Berlin y Karl Popper o a filósofos morales como John Rawls o Richard Rorty. Para mí es una manera completamente opuesta de mirar el mundo, y me ha creado tensión, dificultades y cansancio. Pero sigo haciendo las columnas porque creo de una manera un poco idealista que allí hay una especie de misión que compensa la incertidumbre total y la falta de respuestas que es la ética de la ficción.
En una columna de principios de este año salió a la defensa del caricaturista ecuatoriano Xavier Bonilla, Bonil, que había sido censurado por el gobierno de Rafael Correa a causa de un dibujo en que representó a un grupo de policías allanando la casa del opositor Fernando Villavicencio. Su columna desató una polémica con el embajador de Ecuador en Colombia, Raúl Vallejo, que le dirigió hasta dos cartas indignadas publicadas en El Espectador. ¿Da satisfacción ver que sus columnas provocan reacciones, surten efecto?
Causa satisfacción. A nivel privado me ha generado una cierta sorpresa, y es que disfruto mucho con la confrontación. El embajador de Ecuador me acusaba de haberlo ofendido y no sé qué cosas, como si yo no estuviera consciente, como si yo no lo hubiera querido. Me he descubierto un cierto temperamento beligerante cuando las cosas me importan y cuando noto en la contraparte del debate un cierto cinismo y una cierta deshonestidad. Ha sido divertido descubrir que yo tenía eso adentro. Pero a un nivel menos personal esto tiene como efecto esa noción de responsabilidad. Saber que la gente que tiene poder lo lee y se ve afectada quiere decir que estoy haciendo las cosas bien en ese sentido. Quiere decir además que terriblemente, debo seguir escribiendo las columnas por una especie de deber que yo nunca he creído que tengan los novelistas. De alguna manera es una herencia de esa generación del boom latinoamericano en la que todavía la idea del intelectual público estaba muy viva.
¿Lamenta la escasa participación de sus colegas novelistas en el debate público?
No lo lamento, pero sí noto que sucede menos, lo cual por otra parte no me parece poco natural. Esa idea del intelectual público que tenía la generación de Mario Vargas Llosa es directamente heredera de un cierto momento político y de la figura del intelectual a la francesa, de Sartre, Camus y demás, que son a su vez herederos de la idea del intelectual público que nace con l’affaire Dreyfus y con Émile Zola. Nuestra generación, en cambio, está mucho más pasada por la cultura anglosajona, donde la idea del intelectual público es inexistente, en particular en Estados Unidos. Entonces es normal que eso se haya decantado. Añoro un mundo en el que estoy encerrado, jugando con papel, como decía Stevenson, y creo mucho en la novela como manera de dialogar con el mundo. Mi participación en el debate público es una extrañeza, algo que asumo como una especie de impuesto que hay que pagar. Y a partir del momento en que creo ver que lo que escribo puede tener efectos positivos en la mentalidad colombiana, lo sigo haciendo.
¿Acaso ve en su generación a otros novelistas que también están volviendo a asumir ese papel del intelectual público?
En mi generación en el más amplio sentido de la palabra quizá sí. Pero es porque yo me siento mucho más afín, en términos de proyecto literario, a la generación anterior a la mía, la gente que nació a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, que en la mayoría de los casos son mis amigos: Javier Cercas, Ignacio Martínez de Pisón, Héctor Abad, Rodrigo Fresán. Abad y Cercas participan muy activamente en el debate político de sus países con esa idea de molestar e incomodar y de resignarte voluntariamente a que te estás ganando enemigos con cada cosa que escribes. Saber que con cada columna estás perdiendo la simpatía de tus lectores, sobre todo en países tan polarizados como Colombia, y aun así seguir dispuesto a hacerlo porque te parece necesario.
Otro factor que lo diferencia de sus coetáneos es que para usted Bolaño no parece ser el gran gurú. ¿Cuál es su relación con la obra de Bolaño?
Es de admiración. Bolaño es seguramente el escritor más importante de su generación. Mi admiración por su obra se debe, entre otras cosas, a su versatilidad asombrosa. Bolaño tiene por lo menos un cuento que es una obra maestra, tiene por lo menos una novela corta que es una obra maestra…
¿A qué obras se refiere?
Puedo pensar en varios cuentos, pero “Últimos atardeceres en la tierra” es un cuento fantástico, y siempre me ha gustado “El Ojo Silva’. Entre sus novelas cortas Estrella distante es un libro que va a quedar. Y luego tienes Los detectives salvajes y 2666 que para mí no son novelas, sino que pertenecen a otro género que es la novela grande. Es un género distinto cuyo gran valor está en la imperfección, en ser esos loose baggy monsters, como les llamaba Henry James. El haber producido estas maravillas en tres géneros tan distintos es la prueba de que estamos ante un gran, gran escritor de ficción. Lo que pasa es que lo que él quiere hacer y los medios con los que lo hace me son ajenos. No creo que los mismos escritores estén en nuestros panteones personales, a pesar de que compartiremos algunos. No tenemos la misma idea de la prosa, de la construcción de una frase.
¿Piensa que la excepcional acogida de Bolaño a nivel mundial supone una sombra parecida a la que proyectó sobre las generaciones posteriores el triunfo del boom, acarreando, por una parte, una serie de acólitos o epígonos y, por otra, un grupo de escritores cuyo reconocimiento internacional se ve obstaculizado porque no siguen la corriente?
En el último caso me parece claramente que no. La obra de Bolaño no es una de esas obras, como la de García Márquez o Borges, que en su momento monopolizan tanto la imaginación que cualquiera que quiera hacer algo distinto es mirado con poca atención. Pero sí he notado en muchas primeras, segundas e incluso terceras novelas de escritores un poco más jóvenes que yo la presencia no digerida de Bolaño. Es un problema literario por el que todo escritor pasa. La mayor parte de la obra de Bolaño de alguna manera es un gran retrato del artista adolescente, y la manera en que lo hace es muy personal, muy atractiva, muy seductora y muy eficaz para un escritor que comienza. Precisamente porque la impronta de Bolaño no está en sus imágenes, sus figuras o su música, como sí es el caso de Borges o García Márquez, no la detectas inmediatamente. Entonces estos libros pasan de alguna manera sin delatarse, haciéndoles un flaco favor a sus autores que están viajando en autostop sobre los descubrimientos de otro.
Hablando de influencias, tengo la impresión de que en su propio caso esas han ido evolucionando. Aparte de algunos maestros que siguen allí, como Philip Roth y, hasta cierto punto, Joseph Conrad, hay otros que han perdido importancia, como V. S. Naipaul.
Me doy cuenta de que efectivamente hay autores que no han seguido siendo tan pertinentes para mí, como Naipaul. Y sé muy bien por qué. El de Naipaul era una especie de destino con el que yo podía de alguna manera identificarme o tranquilizarme, la idea de un chico que quiere ser escritor desde los nueve años aunque no tenga tema, que viene de esas –muy entre comillas– “periferias” y que trata de hacerse escritor al llegar al centro. Todo eso para mí era importante, y ha dejado de serlo. En cambio, han empezado a ser importantes escritores anteriores, tan remotos como Dostoievski y Tolstói. Estoy pasando por un momento en que los rusos me están diciendo cosas que antes no me habían dicho. Después de leer Crimen y castigo a los diecisiete, volverlo a leer hace tres años fue un gran descubrimiento, y pienso últimamente que Los demonios de Dostoievski es la mejor novela política de la historia. Ahora leo Las reputaciones y me sorprende la construcción tan clásica que tiene. Mientras estaba escribiendo la novela leí mucho La muerte de Iván Ilich, y leí mucho a Henry James. Creo que muchas cosas de Las reputaciones responden a estas presencias.
Me parece que con los años, y particularmente a partir de El ruido de las cosas al caer, llegaron a ejercer una presión menos palpable esos “demonios culturales”, como suele llamarlos Vargas Llosa. ¿Se siente más libre al escribir?
Sí, me siento más libre. En Costaguana todavía estaba descubriendo cuáles son mis temas y por qué tengo derecho a ellos, y eso va de la mano con las investigaciones formales, tratar de encontrar una voz que te permita ir descubriendo cuáles son tus temas. He pensado y escrito mucho sobre mi relación con mi tradición, y entonces ya tengo mucha más claridad a ese respecto, y eso viene acompañado de esa libertad de la que hablas, de la seguridad de haber encontrado lo que quiero escribir y de saber que lo voy a hacer sin pensar en las consecuencias. Ya no me interesa preguntarme si lo que yo escriba lo va a leer poca o mucha gente, porque ya creo que mis libros se han ido poco a poco, y eso es terriblemente pretencioso de decir, creando a su lector. Es lo que tiene que hacer todo escritor, no escribir para un cierto tipo de lector que tiene en la cabeza sino ir inventando a ese lector.
Con la excepción del tenor exuberante de Costaguana, desde Los informantes o incluso los cuentos de Los amantes de Todos los Santos (2001) ha ido puliendo esa voz propia y también un ambiente reconocible, un ambiente brumoso, moralmente complejo. ¿Aspira a afinar ese “sello vasquiano” o se propone lanzarse a otro experimento camaleónico como Costaguana?
Costaguana fue un histrionismo, una pieza teatral que yo representé, mientras que en las otras novelas la voz, los ambientes y los intereses se corresponden a mi propio temperamento. Crear un narrador o un personaje siempre es asumir una máscara, y uno decide qué tan cercana está esta máscara de su sensibilidad y temperamento. Costaguana es ese momento de la noche en que empiezas a contar bromas en la mesa, a asumir la voz de otro. Así como para hablar de esos temas el descubrimiento de esa voz fue muy importante, puede que vuelva a suceder. Pero sí he descubierto que lo que me viene de manera más natural es el otro tono, el de Los informantes, El ruido y Las reputaciones. Viendo los proyectos que tengo ahora, creo que cada vez más voy hacia eso, lo identifico cada vez más con mis inquietudes, con la cualidad moral de las novelas que me gusta leer, con las preguntas que quiero hacerme en mis novelas. Los informantes, El ruido y Las reputaciones se acercan mucho más a cierta familia literaria que asocio con las ideas de la tragedia clásica, en el sentido del hombre cuya vida es vulnerable a fuerzas que no entiende. Pero también en el sentido de la tragedia como metáfora de la caída, como la idea de rastrear ese proceso desde el cual un personaje que está en las alturas de su vida acaba cayendo. Este es el mundo que quiero explorar en la ficción, y en mi cabeza esto suena con la misma voz de estas novelas, no con la de Costaguana. Costaguana es una tragicomedia, à la limite, pero muchas veces está más cerca del vodevil o la farsa.
Me parece que ya, abriendo al azar cualquier libro suyo, uno se da cuenta de inmediato de que se trata de un libro de Vásquez. ¿Es un efecto que ha estado buscando?
Esta conversación la tuve con Javier Marías, quien está obsesionado desde hace mucho tiempo con la idea de estilo en este mismo sentido: poder encontrarte una página volando y decir “esto es Proust”, “esto es Faulkner”, “esto es Marías”. Él ha trabajado muy duro para construir esta voz. Para mí no ha sido un horizonte, y sin embargo me gusta la idea, porque quiere decir que ya mis libros van descubriendo sus obsesiones. Siempre he creído que los libros son más inteligentes que sus autores, y eso que me estás diciendo quiere decir que mis libros ya encontraron su obsesión, y que yo tengo que seguir ese dictado. Como lector aprecio mucho eso de volver a un universo reconocible incluso si las voces y estrategias son distintas, como sucede con Cortázar o el primer García Márquez u Orhan Pamuk,
que producen libros muy distintos entre sí, pero abres uno y sabes que estás allí. Esto me gusta mucho, aunque no lo he perseguido conscientemente.
También es el caso de Roth…
Y sin embargo Roth es inmediatamente reconocible, pero a la vez completamente impredecible. Ninguno de sus libros es igual a otro en método, técnica, estrategia. A partir del momento en que Roth regresa un poco de toda esa tontería de humorismo sexual, que por cierto me gusta mucho, agarras sus obras maestras y resulta que incluso en la trilogía más armada –La mancha humana, Me casé con un comunista y Pastoral americana– las estrategias son completamente distintas, y eso a pesar de que las tres son novelas de tema político narradas por el mismo Nathan Zuckerman. Esto es lo que me interesa, que cada libro sea una exploración de nuevas maneras de hacer las cosas, porque creo que en la novela la estructura y el estilo son las maneras que tienes de hablar de lo sustancial. Se llega a distintas revelaciones sobre lo que estás discutiendo cuando cambias la manera de discutirlo. Por ejemplo, Las reputaciones es completamente distinto desde todo punto de vista a Los informantes o El ruido, que tienden a parecerse.
En cierto momento de Las reputaciones, en la reunión en casa de Mallarino, hace un cameo Gabriel Santoro, el narrador de Los informantes. Me hizo preguntarme si alguna vez se ha planteado la posibilidad de crear un álter ego, al estilo de Nathan Zuckerman o Emilio Renzi, que pudiera fungir de narrador de varias novelas.
Sí, porque la estrategia de este narrador que cuenta la historia de otro siempre me ha gustado. Tengo dos o tres ideas flotando por allí que encajarían dentro de esto: un narrador que tiene mis coordenadas biográficas pero se llama de manera distinta, con toda la libertad que implica. De hecho Gabriel Santoro hijo ha estado por allí como posible narrador, pero aunque fuera tentador recuperarlo, no veo por qué mantener el artificio de la diferencia generacional que tenemos. Empecé a escribir Los informantes con veintiocho años. En ese momento, por las circunstancias cronológicas de la novela, me convenía mucho más un narrador que fuera mayor que yo. Santoro es unos doce años mayor que yo. Eso quiere decir que si lo recupero ahora estoy poniéndome como álter ego a un narrador que tiene cincuenta y tres años, y me parece que ese artificio no hay por qué mantenerlo si puedo inventar otro que sea realmente mi par en términos de edad y generación. Antonio Yammara, el narrador de El ruido de las cosas al caer, es de la misma generación pero ya no me interesa, porque el tipo tiene su propio rollo.
Llama la atención que a diferencia de Gabriel Santoro, que no tiene hijos, a partir de Costaguana todos sus protagonistas se hacen padres.
En Costaguana hay una escena en la que llevan a pesar a una niña prematura en una báscula de carnicero. Es la intromisión en la novela de lo que me estaba pasando a mí. Terminé Costaguana cuando mis hijas prematuras estaban en la incubadora. Fueron dos meses en los que mi vida sucedía en el hospital. Cuando podía me apartaba un poco, me iba a una sala de espera, me ponía los tapones y escribía Costaguana. Allí pasó de manera muy consciente, pero más allá de eso escribo siempre sobre lo que me interesa a un nivel emocional, personal, moral. Nunca he podido escribir sobre temas abstractos, que no me toquen. Al escribir Los informantes yo todavía no tenía hijos, entonces era una investigación más hacia arriba, hacia el padre. En Costaguana empezó a bascular y en El ruido y Las reputaciones ya es una exploración que va más hacia abajo, del padre hacia los hijos. Ambas novelas están llenas de relaciones padre-hija. Creo que en el fondo toda literatura es autobiográfica, y yo escribo de manera muy directa sobre lo que me preocupa. ~
(Amberes, 1983) es crítico literario, traductor y narrador. la distorsión deliberada, su tesis de doctorado sobre la narrativa de Juan Gabriel Vásquez, se publicará en 2015 en la editorial Almenara.