Entrevista con Paul Auster. La compulsión del fabulador

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Es domingo a la tarde (un domingo despoblado como todos los domingos urbanos) y estoy en Barcelona para encontrarme con Paul Auster, cumpliendo así un deseo que se remonta a hace seis o siete años, cuando traduje algunos de sus poemas y le escribí con más atrevimiento que tacto, a vueltas con unas dudas que tampoco él (demasiado lejos ya de su pasado) pudo resolver. Mientras hago tiempo en Paseo de Gracia, trato de imaginar el encuentro o al menos de no dejarme invadir por la aprensión. No me tranquiliza sorprender su retrato en el escaparate de la Librería Francesa: un cartel grande como un mascarón de proa con la fotografía que reproducen las ediciones de Anagrama y que todos sus lectores conocemos bien: la chaqueta de cuero, los ojos tan grandes como las ojeras, la sonrisa asomando con sorna de unos labios cerrados, los brazos cruzados en actitud de espera o de defensa. No es muy diferente a la del joven Auster que se reproduce en la portada de A salto de mata, aunque aquí los rasgos son más suaves, la mirada más insegura, la pose no tan desafiante. Espero cambios sobre estas dos fotografías: de la primera han pasado quince o veinte años, de la segunda treinta. Lo que no espero, al entrar finalmente en la recepción del hotel y responder a su ademán interrogante con otro afirmativo, es la fuerza y relieve de sus rasgos: la finura de las fotografías se disipa y en su lugar descubro un rostro anguloso, los ojos tan saltones como las ojeras, la nariz prominente, la boca teatral. Y todo ello en un hombre alto, cercano a la corpulencia, que gesticula y se mueve con intensidad, como pidiendo al aire que le abra hueco. La voz es sonora y gusta a su dueño, el acento es yanqui hasta la exageración y la antigua timidez (responsable de tantas catástrofes en A salto de mata) ha sido sustituida por el aplomo del buen contador de historias. Se trata de rasgos que iré descubriendo a lo largo de la velada pero que asoman ya como semilla en ese primer apretón de manos con que se presenta ante el extraño.
     Auster ha sido generoso a la hora de desvelar ciertas zonas de su pasado y de su imaginación. Algunos de sus libros (La invención de la soledad, Experimentos con la verdad) colindan con la autobiografía o se sirven de las herramientas del género. Otros (Leviatán, La ciudad de cristal) disfrazan apenas ciertos episodios de la vida del autor y complementan el desvelamiento de la intimidad propio de algunas entrevistas y ensayos (pienso en El cuaderno rojo). Charlar con un escritor del que se conocen sus interioridades biográficas supone cortejar dos riesgos no mutuamente excluyentes: uno, que la conversación sea un simple remedo de lo ya publicado, una visita tediosa por lugares que conocemos de antemano y mejor por haberlos visitado a nuestras anchas, con paso atento; el otro, que el extraño muestre orgulloso su repertorio de intimidades prestadas, cayendo en el mal gusto o la indiscreción y asustando a un autor que descubre de pronto la férrea consistencia de sus palabras. Confieso que mis aprensiones vienen más por este lado: me espanta la posibilidad de convertir la conversación en una exhibición de conocimientos austerianos, pasar de la complicidad que viene de conocer una obra a la compulsión del que se adelanta a su autor, abrumándolo.
     La suerte quiere que Auster reserve su yo para sus libros (y aclaremos, de paso, que es un yo siempre en entredicho, con pies de barro, un yo que se descubre a medida que escribe y se enfrenta a las resistencias de lo real). La gestualidad algo aparatosa con que acompaña sus intervenciones deja entrever un hombre atento, que pregunta y se interesa por su interlocutor, que desvía la atención de sí mismo y trata, no sin coquetería, de mostrarse a una escala reducida. Más tarde, en el bar del hotel, frente a un vaso de whisky, el escritor toma la iniciativa y desvela algunas de sus obsesiones. Es la hora del relato cómplice y confidencial. Auster se sabe dueño de un nombre y de una fama y se diría que hace lo posible por no creérselo, o al menos por inyectar cierto escepticismo en su relato: todo es fruto de la suerte, o tal vez del azar, el mismo azar que recorre con insistencia sus ficciones. Recuerda que muchos de sus amigos poetas se han quedado por el camino, que nunca pudo imaginar que sus libros tuvieran el eco que han despertado. Pero sus gestos (los ojos abstraídos, la media sonrisa con que acompaña sus palabras) son los de alguien que disfruta de esa fama, que no la cree injusta y que sabe, quizá, que sólo la posesión de esa fama le permite menospreciarla o simular indiferencia.
     Auster se encuentra en Barcelona tras recalar brevemente en Londres, donde acaba de presentar su último proyecto, un volumen titulado I Thought My Father Was God (Pensé que mi padre era Dios). El libro es el fruto de su trabajo de dos años en la emisora pública estadounidense (la famosa NPR), donde se ha dedicado a colectar relatos reales de sus oyentes. El escritor ha elegido cerca de doscientas historias de las más de cinco mil recibidas y ha preparado un volumen que él describe como una “radiografía” de Estados Unidos, un retrato verbal de la nación a lo largo del siglo XX. Entretanto ha concluido su última novela, The Book of Illusions (El libro de las ilusiones), que verá la luz el próximo mes de septiembre y que supone, en sus propias palabras, un regreso a la novela extensa después del experimento de Tombuctú. Se queja de no haber podido escribir una línea desde los sucesos del 11 de septiembre, a excepción de algunos pequeños reportajes sobre el tema suscitados por la insistencia de su editor alemán, y afirma que no le importa esperar un año para ver su novela publicada. Lo que sigue es la transcripción de un encuentro que tuvo varias etapas y que las exigencias de la claridad y la coherencia han convertido en un intercambio regular de preguntas y respuestas.
      
     ***
     El itinerario de su escritura después de la publicación de Leviatán parece un intento deliberado de borrar sus propias huellas, no sólo por el hecho de haberse dedicado al cine lo mismo como guionista que como director, sino porque sus dos últimas novelas (Mr. Vertigo y Tombuctú) colindan con la fábula y nacen de planteamientos narrativos arriesgados y novedosos, que tienen mucho que ver con la escritura fantástica de El país de las últimas cosas.
     Sí, es posible que sea así. La verdad es que como escritor me veo en la necesidad y la obligación de romper moldes constantemente. Creo que es casi un deber moral. Tombuctú me llevó cinco años de trabajo, fue un esfuerzo muy grande que resultó en un libro relativamente breve, pero no me arrepiento. Me hizo falta todo ese tiempo para descubrir que el libro necesitaba esa extensión: al final se trataba de averiguar, no lo que debía escribir, sino lo que debía quedar fuera. Obviamente, en términos puramente materiales dedicar cinco años a una novela de 160 páginas es una locura, pero la creación no tiene nada que ver con esa pasión por la productividad o el rendimiento industrial que es un poco el signo de los tiempos. Algunos lectores y muchos escritores jóvenes se creen que ser escritor es un trabajo lleno de glamour, un pasaporte a la fama o el reconocimiento, un modo más o menos exquisito de ganarse la vida. Pero lo que yo les digo a esos mismos escritores es que han escogido una vocación (aunque es mejor decir que esa vocación te escoge a ti) que les obliga a estar encerrados en una habitación durante cincuenta años. Es un trabajo muy solitario, y lleno además de incertidumbre. Lo que veo también en muchos jóvenes es que no quieren ser ellos, sino este o aquel escritor famoso: se marcan una meta exterior y pretenden alcanzarla. Pero la escritura es una necesidad interior y sus metas son inalcanzables.
     En mi caso, para escribir debo hallarme en un estado de encantamiento, receptivo al asombro, a la maravilla. Y ese estado de encantamiento va asociado a la exigencia de desafiar mi propia técnica, de entrar en territorios donde no me siento seguro. A veces incluso necesito escribir lo que parece una completa estupidez, o al menos correr ese riesgo, correr el riesgo de que lo que escriba sea una estupidez.
      
     ¿Cuál ha sido su último proyecto después de la publicación de Tombuctú?
     Bueno, hace unos meses, poco antes de los sucesos del 11 de septiembre, concluí mi última novela, que me ha llevado tres años. Sólo le puedo decir que se llama The Book of Illusions y que tiene alguna afinidad con el modo de hacer de Leviatán. Es un libro extraño, lleno de dolor, de angustia, con muchos elementos maravillosos. Hay también un juego con diversos momentos del siglo XX, como en El Palacio de la Luna, pues el libro parte de la investigación que hace uno de los personajes sobre un actor de cine mudo… Pero no le puedo decir más. Tendrá que esperar a leerlo usted mismo.
      
     Veo, en cualquier caso, que vuelve a una concepción de la novela más tradicional, aunque ya sé que este adjetivo le parecerá impreciso.
     La verdad es que no me considero un novelista. La novela entendida al modo de Stendhal, como un fresco realista o un espejo al lado del camino, no me interesa nada y además no es mi tradición. Esa tradición de la novela decimonónica me queda muy lejos. Yo me veo más bien como un relator, un fabulador: estoy lleno de historias. A mí lo que me apasiona es contar historias. Así que no creo que El libro de las ilusiones sea una vuelta a nada en particular: simplemente me planteo un reto diferente con cada libro.
     Es curioso que se autodefina como fabulador teniendo en cuenta que inició su andadura como poeta y ensayista. Supongo que es una pregunta habitual en su caso, pero me resisto a callarla. ¿No ha sentido nunca la tentación de volver a la poesía?
     La respuesta es que no. Simplemente ya no soy capaz de escribir poesía. La fuente se agotó, no tengo el interés ni la necesidad. Curiosamente, hace unos meses me invitaron a leer en público mis poemas y pasé un buen rato. Hacía tiempo que no volvía a ellos, que no los leía en público, pero tengo buen recuerdo de la experiencia. Debo añadir que tengo una deuda de agradecimiento con los lectores de mi poesía, porque es tal vez la parte de mi obra más expuesta, más vulnerable.
      
     De todos modos no deja de haber un contraste, o así lo veo, entre su poesía, de corte más bien mallarmeano, muy imbricada en el debate conceptual de la vanguardia, y su ficción, que es una vuelta al cuento, al puro hueso de la narración.
     Yo no veo tan marcado ese contraste. Me parece que mi poesía tiene un hilo narrativo oculto y que además con el tiempo se va abriendo y desplegando hasta enlazar con la cadencia de la prosa. Obviamente no es una poesía narrativa como es la de Raymond Carver, que me parece un poeta bastante mediocre, pero yo creo que en la mayor parte de mis poemas se cuenta una historia, es verdad que muy elíptica, escamoteando muchos datos y referencias, pero la voluntad narrativa está ahí, sin duda.
      
     A pesar de los buenos resultados de su trabajo como guionista en Smoke y Blue in the Face y como director en Lulu on the Bridge, muchos lectores se han quedado con la impresión de que hubo por su parte cierto alejamiento de la literatura, o al menos de la ficción, ya que por esas mismas fechas vio la luz su narración autobiográfica A salto de mata y se le vio volcado en la promoción de su trabajo cinematográfico. ¿Qué recuerdos guarda y qué conclusiones ha obtenido de su paso por este medio?
     Debo decir que no comparto esa impresión de alejamiento. Lo cierto es que la idea de llevar o no una carrera literaria me importa poco. No pienso en términos de publicar una novela cada equis años, de tener siempre un libro en curso, de satisfacer de manera regular una demanda. Yo hago lo que hago por necesidad, guiado por el deseo, por un impulso que tiene que ver con mis obsesiones y con las oportunidades que se me presentan. Ahora mismo he terminado una novela que tardará cerca de un año en publicarse y eso no me preocupa en absoluto. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo importante es escribir, tener algo que contar y contarlo.
     Para mí el cine fue la oportunidad de acceder a un medio que siempre me ha fascinado pero que evité porque me parecía muy complejo y sujeto a tensiones difíciles de controlar. Es obvio que una película no puede ser el trabajo de un individuo: hace falta dinero, mucho dinero, un equipo de técnicos y ayudantes, una producción, hay que trabajar con actores, con un decorado, y así hasta el infinito. De modo que descarté el medio casi de inmediato y me concentré en ser escritor, que me parecía algo mucho más accesible, que uno podía afrontar en solitario. Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad terminé haciendo tres películas, lo que representó una gran cantidad de trabajo y un esfuerzo desmesurado. Fue una experiencia estupenda pero no creo que lo vuelva a hacer. Me alegró mucho volver a mi cuarto y recuperar esa simplicidad material de la escritura. Fue también una experiencia muy aleccionadora: disfruté trabajando con un equipo, siendo responsable de un esfuerzo combinado y teniendo que tomar decisiones sobre la marcha, casi de manera instintiva, de manera que la moral del equipo no se resintiera. Pero al final el precio emocional a pagar es muy alto. Uno tiene que simular un aplomo y una seguridad que no tiene y se halla atenazado constantemente por la duda, por la incertidumbre de estar tomando una decisión tras otra, casi sin tiempo para pensar o tomar aliento.
      
     Acaba de publicar un libro de “cuentos reales” titulado Pensé que mi padre era Dios y en el que recopila algunos de los relatos que le enviaron sus oyentes en la radio a lo largo de dos años. Parece, en principio, que la experiencia se acuerda por un lado con su definición de sí mismo como fabulador, y por otro con su interés creciente por las formas populares y tal vez más simples de la ficción. ¿Cómo surgió esta experiencia y qué conclusiones ha extraído de la misma?
     El asunto surgió hace algo más de dos años. Me invitaron al estudio en Nueva York de la NPR (National Public Radio) para hablar de mis propios libros, y al despedirme el productor me dijo: tiene usted buena voz para la radio, ¿por qué no se pasa por aquí una vez por semana y se dedica a contar una historia? La verdad es que su propuesta me daba mucha pereza, pero al volver a casa y consultarla con Siri, mi esposa, ella propuso una variante infinitamente más atractiva. ¿Por qué no pedir a los oyentes que enviaran una historia con el fin de leerla en el tiempo de emisión? Puse tres condiciones: que las historias fueran breves, entre uno y tres folios, que fueran verdaderas, y que desafiaran de un modo u otro sus propias expectativas. Así que establecimos lo que se denominó NSP (National Story Project) y la respuesta fue masiva, superó con creces mis expectativas. A lo largo de los dos años siguientes recibimos en torno a cinco mil historias de todos los rincones de Estados Unidos. Había historias de todo tipo: cómicas, trágicas, oníricas, meditativas, etcétera. Lo que fui descubriendo a medida que las leía era, uno, que cubrían prácticamente todo el siglo, y dos, que sus autores eran de todo género, edad y condición social: había hombres, mujeres, ancianos, jóvenes de veinte años… Con una limitación: la NPR es escuchada casi únicamente por blancos, entre los autores que me enviaron historias no había chicanos, asiáticos o afroamericanos. Así que ha salido una radiografía de Estados Unidos en el siglo XX, pero una radiografía limitada a la población de raza blanca.
      
     ¿Y no había peligro de que los oyentes le enviaran historias previamente austerizadas, de que su nombre condicionara de antemano el tono de los cuentos?
     Puedo decirle que la experiencia fue muy buena para mi vanidad. La mayoría de los oyentes no me conocían como escritor y muchos dirigían sus cartas a un tal Paul Oster, que sin duda les parecía la transcripción más natural de mi nombre. Obviamente, a la hora de publicar este libro hubo que hacer no sólo un trabajo de selección muy grande, sino también en ocasiones de edición, de corrección, de reescritura de ciertos textos. Todo esto, claro está, con el permiso de sus autores, y tratando de ser fiel al espíritu de los originales. En cualquier caso, la experiencia volvió a recordarme una cosa, y es que cada vida es de por sí interesante: la gente vive su propia vida con pasión, con ferocidad casi, y por lo general es una vida mucho más interesante, mucho más rica y fértil de lo que los grandes estudios de cine o las agencias de publicidad se piensan. Esas grandes empresas proyectan una imagen de la vida cotidiana que no tiene nada que ver con la realidad. Por otro lado, te das cuenta de que mucha gente no encuentra canales para compartir esa novela que todos llevan dentro, aunque no siempre sepan expresarla. En cuanto se les da la oportunidad, surge un diluvio de palabras. Escucharlas es más que un acto de generosidad, es un imperativo moral. –

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(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).


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