El escritor llegó a la ciudad una tarde de verano. Luego de conseguir casa, acostumbrarse al clima y orientarse en su nuevo barrio, encaminó toda su energía a su tarea principal, es decir, la escritura de su obra. Las ataques de migraña empezaron un par de semanas después. Eran episodios mediocres; no tan intensos como para mandarlo a la cama, pero sí lo suficientemente largos como para impedir la ejecución de su tarea primordial, es decir, la escritura de su obra. Cuando esto sucedía, el escritor se resignaba a detener el buen ritmo de trabajo y acostumbraba dar un paseo, con la esperanza de que el aire fresco aliviara su malestar.
Los paseos eran algo frecuente en la vida del escritor; le aclaraban las ideas y lo involucraban en una ciudad que, de otra manera, existía apenas como sonido de fondo mientras tecleaba, encerrado, su obra. ¡Con cuánta frecuencia se arrepentía el escritor de haber respondido al llamado de los libros y de estar, en consecuencia, condenado a la tarea primordial de escribir su obra, mientras afuera hacía buen tiempo y la gente disfrutaba de la vida! En esos momento de profunda angustia –o de incesante migraña– pensaba el escritor, lo mejor era salir.
Sus pasos lo llevaron esta vez hacia una calle angosta que nunca había visto, justo al lado del parque. Como era la primera vez que estaba allí y como el escritor privilegiaba, ante todo, la experiencia, decidió recorrerla en su totalidad. Lo primero que notó fue lo particular de la pequeña calle, que lograba mantener independencia del barullo del parque pero también de la prisa impersonal de la gran avenida en donde terminaba. Lo segundo que notó fue un bar, apenas señalado por un cenicero medio vacío afuera de la puerta. El escritor cruzó la acera, entró al bar y se acercó a la barra.
–¿Lo de siempre?– preguntó el mesero
–¿Cómo que lo de siempre?–respondió, atribulado, el escritor–, si yo nunca he estado aquí.
El mesero lo miró de arriba abajo y con una mezcla de asombro y condescendencia le susurró al oído:
–Diga que sí, hombre, que lo de siempre.
A lo que el escritor respondió obedientemente.
Cuando el mesero volvió con un trago que bien podía ser whisky o ron, el escritor ya había tenido tiempo de familiarizarse un poco con el lugar.
–¿Alguien lo está esperando?– le preguntó el mesero
–No, no, vengo solo. En realidad, hace poco que llegué a la ciudad.
–¿Usted es escritor, no es cierto? –preguntó el mesero
–¿Cómo lo sabe?
–Es algo que se nota–dijo el mesero–, o que se aprende a reconocer con el tiempo. Es algo en la mirada, aunque también muchas veces tiene que ver con la marca de zapatos. Total, que ha venido al lugar correcto. Aquí se reúnen muchos escritores de la ciudad. De hecho–siguió el mesero–, si tiene tiempo, en media hora hay una conversación entre dos de nuestros clientes más habituales y, de hecho –volvió a decir el mesero–, si de casualidad trae usted su libro, le podemos hacer un espacio en hora y media para presentarlo.
Era demasiada información para un escritor con migraña, así que le dio un trago a lo que resultó ser un whisky bastante bueno antes de responder:
–¿Presentar mi libro? Pero si yo sólo vine a tomar algo.
–Hombre, pero si se pueden hacer las dos cosas, mejor, ¿no cree?–le dijo el mesero, a estas alturas ya un poco molesto o incrédulo.
El escritor le dijo que sí, que tenía razón, que se podían hacer las dos cosas y que lo único que necesitaba era correr a casa y volver con algunas copias de su más reciente novela, titulada Lo que de nosotros quede quedará de nosotros (Ediciones del amuleto, 2012). Lo que no dijo, sino que pensó tanto en ese momento como cuando salió corriendo a casa fue en la enorme oportunidad que estaba a punto de aprovechar. ¿Pero es que se podría ser más afortunado?, siguió pensando el escritor, esta vez de vuelta al bar, sin notar siquiera que la migraña había desaparecido.
Y así fue como el escritor, durante una tarde de verano, una hora y media después de haber entrado al bar, frente a un grupo nutrido de escritores, contó cómo es que había llegado a la ciudad, una tarde muy parecida a esa, listo para continuar con su tarea primordial, es decir, la escritura de su obra. Contó también que Lo que de nosotros quede quedará de nosotros (Ediciones del amuleto, 2012), era el primer paso hacia lo que él interpretaba como un camino de exploración sobre la naturaleza del recuerdo y la presencia. Además de ser su tarea primordial, para él la escritura era la mejor manera de abandonarse a sí mismo y dejar hablar a los otros (y cuando dijo “los Otros” dibujó una “O” mayúscula con el dedo índice).
Estas y otras cosas dijo el escritor en la presentación de su novela antes de que el público aplaudiera y empezara una breve ronda de preguntas y respuestas. Cuando todo terminó y el escenario se preparaba ya para una mesa redonda sobre la novela del escritor, el mesero se acercó a felicitarlo, agradecerle y, con una libreta entre las manos, a preguntarle:
–¿Está bien la semana próxima a la misma hora, o prefiere un poco más temprano?
–¿Pero de qué está hablando?–le dijo el escritor.
–Pues de qué será, de su siguiente presentación, por supuesto.
–¿Presentación de qué?
–Bueno, eso depende de usted. Si tiene algún otro libro, de preferencia de un género distinto, mucho mejor; pero si no, el mismo está bien.
El escritor lo pensó un minuto, quizá dos, antes de responder que a la misma hora la semana siguiente le parecía perfecto. El camarero, aliviado, apuntó la información en su libreta y le comunicó al escritor que antes de eso tenía dos compromisos más: un conversatorio y una lectura en voz alta.
–Pero no se preocupe– agregó el mesero–, que yo me encargaré de recordárselo con tiempo.
Fue en ese momento cuando el escritor se dio cuenta de la influencia que esta nueva comunidad tendría en su tarea primordial, es decir, la escritura de su obra. Y en eso estaba cuando el mesero interrumpió violentamente su tren de pensamientos para preguntarle:
–¿Quiere algo de tomar?
A lo que el escritor respondió, naturalmente:
–Claro que sí, lo de siempre.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.