Deliciosa y muy instructiva ha sido para mí la lectura de El poseedor y el poseído. Handel, Mozart, Beethoven y el concepto de genio musical (La balsa de medusa, Madrid, 2011), de Peter Kivy, un filósofo de la música poco conocido en nuestra lengua. Su asunto es dirimir, tras hacer una disertación magistral sobre Platón y Longino, qué entendemos en Occidente desde hace tres siglos por ser un genio. Asume Kivy que, con la excepción de Leonardo y de Einstein (aunque el reconocimiento del genio científico se remonta apenas al siglo XIX), la humanidad reconoce en el compositor al genio absoluto. Ésto tiene su historia y a narrarla se dedica Kivy, poniendo cuidado en recalcar que hacer historia de las ideas implica escepticismo, pero no relativismo: medimos el genio de Mozart o Beethoven gracias a valores comunes compartidos desde 1750 con el resto de quienes han amado esa música. Nuestra época, solamente, acumula más experiencia en la apreciación que aquella pero no disfrutamos de ninguna superioridad en el ejercicio del sentimiento.
Dice Kivy que hay dos formas principales de definir lo que es un genio. Una, la de Platón, otra la de Longino (el autor griego de Sobre lo sublime que vivió antes del siglo primero y del que casi nada sabemos). La platónica supone que el genio “ataca” desde afuera; es una posesión similar a una enfermedad contagiosa que a veces se apodera de un artista en una época de su vida, como es el caso de la infancia de Mozart o sólo durante una temporada, como aquellos treinta días en que Handel escribió el Mesias en 1741. Por el contrario, para la definición longiniana, genio es aquel quien posee activamente las reglas de la creación, o si se quiere, las tablas de la ley de su arte. Este genio natural, el de Longino, es el del poseedor de lo divino mientras el de Platón (alimentado por Sócrates), es el del poseído. Kivy sostiene la tesis de un péndulo entre una y otra concepción desde que ese exaltó a Handel como el primero de los niños prodigios hasta el divinizado Beethoven, pasando por Mozart, quien habría sido juzgado primero de una manera y luego de la otra, como niño y luego en tanto que adulto.
Empieza Kivy su análisis estudiando la primera biografía de Handel, la de Mainwaring (1760), una de las primeras biografías modernas, además, que se escribieron sobre músico alguno. Antes del siglo XVI, los compositores eran artesanos, puede que muy calificados pero artesanos al fin, cuya laboriosa existencia no se consideraba meritoria de una biografía. Handel (1685–1759) fue el primer niño prodigo pero fue admirado como tal de una manera distinta a la suscitada por Mozart entre los románticos. Para el platónico Mainwaring, que el genio haya descendido sobre el niño Handel sólo prueba la fuerza de la elección divina, la cual expresaba su voluntad soberanísima de manifestarse inclusive en algo tan rústico y lamentable como un niño. De hecho, los testimonios de primera mano de la infancia prodigiosa de Mozart nada tienen de tiernos: se dejaba testimonio de la insólita actividad de un monstruo de feria, un improbable y hasta aterrador “hombrecito”.
A partir de Schopenhauer, en cambio, se supondrá que la inocencia del niño, su hipersensibilidad, su libertad lúdica, son un caldo de cultivo ideal para la genialidad: digamos que Handel fue un genio pese a ser un niño y Mozart porque era un niño fue un genio. Niño, genio y loco se vuelven conceptos y categorías familiares entre sí. Hegel agregará después que de todas las artes sólo la música puede dominarse sin el concurso de la experiencia vital y ello explica la relativa abundancia, en ella, de niños prodigios. Pero entre Goethe (su primer gran apologista) y Milos Forman (el director de ese Amadeus tan irritante para las personas serias, entre las que no me cuento), Mozart cambia y acaba por ser, megaplatónicamente, un idiota del todo ajeno a su genio, algo que lo posee de manera inmerecida e injusta, como lo lamentará, en esa ficción, Salieri. Ello, agrega maliciosamente, Kivy, es muy posmoderno: tal pareciera que a Duchamp y a Cage tampoco los habita genio alguno.
La evaluación del genio mozartiano se debió en buena medida, afirma Kivy, al cambio impuesto por Kant en la filosofía estética. Seguidor de Longino, el autor de la Crítica del juicio, agregó a la teoría del genio natural un elemento esencial: creador de las reglas, sólo él las puede violar. Talento lo tiene quien aplica esmeradamente las reglas, genio sólo quien las modifica, las somete. Hemos llegado a Beethoven y al romanticismo: nada más longiniano que su genio, dice Kivy en El poseedor y el poseído.
Beethoven es el supremo infractor, aquel “oso sin lamer” que vivía en cutrichiles y cuyo genio se manifestaba, no en balde acompañado por el disturbio universal de la Revolución Francesa y por el modelo de Napoleón, mediante la insolencia ante los poderosos y el cultivo de su indiferencia ante el mundo, al grado de que en él, la sordera se vuelve metáfora de sus poderes, mismos que para los románticos necesitaban, como el rayo, del espacio natural para manifestarse. Por ello, los también geniales Bach y Haydn no suelen preocuparle a los geniólogos. Fueron workaholics, rutinarios manufacturadores de maravillas, obsesivos compulsivos. Si el genio no es un sobrepeso, dice Kivy, es una deconstrucción: toda teoría del genio se anula si decidimos que sólo es el resultado de una adicción al trabajo.
Tras demoler a los sociólogos groseros que han llegado a decir que un genio como el de Beethoven se construyó políticamente, Peter Kivy, en El poseedor y el poseído, sienta las bases de una teoría racional del genio originada en el reconocimiento de la sensatez de Platón al haberse negado a indicar con certeza el procedimiento para hacer verdadera poesía: “El genio es, en efecto, un misterio.” Quizá sea el misterio que los incluye a todos los demás, concluyo
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile