Hijo del cometa Halley/ y 5

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Las aventuras de Huckleberry Finn, publicadas por Twain en 1885 (nada menos que nueve años después de Las aventuras de Tom Sawyer, de las cuales en cierto secundario sentido serían la continuación) constituyen una novela-río en la que el Mississippi es el personaje central, la gran metáfora activa del argumento y la línea de la muy viva corriente narrativa. Todo en el libro está en movimiento como un río verbal en el que la historia principal se ramifica en pequeñas historias no menos vivas. La dinámica prosa twainiana sigue la poderosa corriente del Mississipi a través del valle del Missouri y de las tierras de Ohio y pasa por entre las poblaciones esparcidas a orillas del “padre de las aguas”: los villorrios erigidos en los tiempos (por entonces aún recientes) de la difícil colonización de la vastedad de América del Norte y de las pequeñas sociedades del West aún casi enteramente huérfanas de formales ley y justicia pero ya con iglesia, escuela, cantina y cárcel hechas de madera aún fresca.

El principal trío de personajes de la novela lo integran el muchacho Tom Sawyer, el negro Jim (simplemente Jim, pues es un esclavo, es decir un casi nadie) y el muchacho Huck Finn, el principal protagonista, delegado por el autor para llevar la voz narrativa con todo el color de un testimonio real e intensamente revivido en una fluida escritura que se diría más para oír que para leer. “El gran logro de Twain —escribió Italo Calvino— es un estilo de alcance justamente histórico: el ingreso del lenguaje hablado norteamericano en la voz de Huck Finn como recitante”.

Huck, engendrado al azar por un holgazán borrachín, es un marginal de la sociedad, un contradictorio espécimen de golfo ingenuo al que desde el primer capítulo lo hallamos adoptado por la viuda Douglas, una rígida tirana de piedad que tiene la pretensión de reeducarlo, de apartarlo de la vagancia, de las riesgosas tentaciones de la vida demasiado aireada. El épico periplo fluvial que es el eje de la acción novelística, su fluir verbal paralelo a su fluir acuático, se inicia cuando Huck, escondiéndose del tan irrisorio pero temible padre, y hurtándose además al modo de vida “correcto” en el sermoneador hogar de la viuda, emprende la fuga en una canoa. En un islote del Missouri encuentra a un infortunado amigo, el bondadoso y supersticioso negro Jim, quien a su vez ha tenido que huir porque su dueño, en castigo de a saber qué, iba a revenderlo a los comerciantes de esclavos. Instintivamente solidario por amistad y por amor a la vida libre, Huck decide acompañar a Jim en su fuga y ayudarlo a alcanzar algún territorio “abolicionista”, es decir: el de un estado sin régimen de esclavitud, en el cual Jim pueda vivir libre por el resto de sus días. Para despistar a los perseguidores, los fugitivos construyen una balsa con la cual navegarán por las noches el gran río y por el día furtivamente visitarán las poblaciones ribereñas, en las que correrán aun más riesgo que en las aguas a veces fieramente tumultuosas. Ocasionalmente acompañados y explotados por dos pillos que pretenden ser un Rey y un Duque en exilio, Huck y Jim van conociendo en el viaje fluvial una gran variedad de personajes: hombres y mujeres de todas las edades, de todos los tonos del habla inglesa norteamericanizada. Cuando, al final del libro que —dice Jorge Luis Borges— “abunda en admirables evocaciones de la mañana, de los atardeceres y de las pobres costas del río”, se cumple el periplo (es decir un viaje circular, con retorno al punto de partida), el lector queda con la impresión de que, como en la lectura del Quijote, o del Candide de Voltaire, o del Kim de Kipling, ha visto y oído pasar a un innumerable personajerío que, en modos a veces divertidos y a veces temibles, parecería ser la totalidad de modos del género humano.

Twain habría comenzado a escribir su gran novela dejando de lado cualquier pretensión seria o profunda, pues ya en un inicial “Aviso” firmado por un hipotético primer autor, un tal G.G., Oficial de Artillería, nos había advertido: “Las personas que intenten encontrarle un sentido a este relato serán enjuiciadas; las que traten de hallarle una moraleja serán desterradas; las que le busquen un argumento serán fusiladas”. Pero pronto el asunto, que sin duda le hacía recordar sus mocedades, lo embarcaría en una narración muy diferente: una briosa novela a la vez realista e irónica y una suerte de Comedia Humana en modo norteamericano. Así logró la primera gran novela moderna de la literatura estadounidense, un libro seminal y fundador según declararía Ernest Hemingway: “Toda nuestra moderna narrativa viene de Mark Twain, de su libro Las aventuras de Huckleberry Finn. Todos los textos realmente vivos que algunos hayamos logrado escribir proceden de esa novela. Antes del Huck Finn no hubo nada. Y después no ha habido nada tan bueno.”

Las aventuras de Huckleberry Finn es simultáneamente una novela picaresca como El lazarillo de Tormes, es una novela de camino y de aprendizaje existencial como En el camino o Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac y es la crónica de la vida en el oeste y en el sur norteamericanos de mediados del siglo XIX, como La vida dura y Vida en el Mississippi del mismo Twain. Las ediciones ilustradas del libro suelen presentar al joven protagonista desarrapado, descalzo, con rústico sombrero de paja, destacado contra el fondo del viejo y hasta ahora inmortal río y ostentando una pipa en un ángulo de la ladeada sonrisa de pillete… Es la misma vieja y barata pipa de cazoleta de mazorca de maíz. Es el secreto amuleto mágico con el cual, echando humo como la chimenea de un river-boat, el escritor se liberaba de la identidad de un tal Samuel Langhorne Clemens y volvía a ser aquel pillete Huck Finn que aún latía en Mark Twain y que seguiría viviendo en sucesivas y fascinadas multitudes de lectores.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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