El histórico San Nicolás de Bari ya sublimado por la leyenda holandesa como Sinter Klaas, ya importado en los albores del siglo XIX a las leyendas neoyorquinas transcritas ¿o inventadas? por Washington Irving, fue transfigurándose en Santa Claus a partir del empeño de dos hombres: Moore y Nast, y luego gracias al periodismo y a las postales navideñas, al cine, a la televisión y a la empalagosa canción White Christmas propagada por el crooner Bing Crosby.
En las navidades de 1823, Clement Clarke Moore, profesor de literatura y de Teología y poeta amateur, envió al periódico neoyorquino The Sentinel y para publicarse en la página de comentarios de los lectores el poema “Una visita de San Nicolás” en el cual proponía de protagonista simbólico de la Navidad a un tipo flaco y de aspecto de gnomo que entraba simultánea y furtivamente por las chimeneas de todos los hogares para dejar juguetes a los niños que hubieran puesto sus calcetines en la repisa de la chimenea. Se trataba, adivinó usted, de Sinter Klaas, pero nacionalizado en personaje made in USA gracias a la pronunciación angloparlante que lo convertía en Santa Claus. Por la magia del ripio el poema resultó tan popular que no tardaron en aparecer clubes de fans del nuevo ídolo, quienes lo adoptaron como amigable totem navideño.
Cuarenta años más tarde, en 1863, el inmigrante alemán Thomas Nast, que dibujaba historietas gráficas para un famoso semanario neoyorquino: el Harper’s Weekly, tomó al personaje, lo engordó, lo redondeó, lo blanquibarbó, lo enpiyamó de rojo ribeteado de blanco, lo calzó con botas negras y lo montó en un trineo tirado por renos (incluido el de la nariz roja, el tal Rudolph, en funciones de reno capitán) para que sobrevolara las ciudades repartiendo regalos a la chiquillada primero neoyorquina y luego mundial.
Y ya tenemos aquí y por doquier a San Nicolás o Sinter Klaas tal como, llamándose o apodándose Saint Nicholas o Santa Claus o Bonhomme Noël o Pére Nöel o Papá Noel o Klaus Krinski o Kris Kringle o Weinachtsmann o Bubbo Natale o el Viejito Pascuero o el “mexicano” Santoclós, habría de extenderse por todos los países, incluidos algunos que ni siquiera gozan de un perfumito de tradición cristiana. Y hay que decirlo: esa fastuosa cosmopolitización del personaje no se debió sólo a la necesidad de nuevos o reciclados mitos que sufren o gozan todos los pueblos del mundo (o por lo menos aquellos de los que sepan los antropólogos, los etnólogos y los folclorólogos). Fue sobre todo obra ¿y gracia? de la propaganda comercial, y particularmente del departamento publicitario de la compañía fabricante del refresco imperial cuya botella ostenta las sinuosas formas de un tronco de mujer y contiene lo que las malas lenguas (las de los antimperialistas siempre ansiosos de desatar la revolución después del desayuno, comenzando por la destrucción del supermercado a la vuelta de la esquina) llaman “aguas negras del imperialismo” porque, acaso con alguna razón, las ven como las de un pantano engendrador de una oscura turba de lovecraftianos monstruos capitaneados por el blasfemo dios Nyarlathotep, alias “El Caos Reptante”. Por otra parte, y esperando que no se me tome por una especie de abogado del Diablo, también hay que decir que esa temible compañía productora del tal refresco no es la inventora de la indumentaria rojiblanca que ya invariablemente lleva Santa Claus a partir del año 1931, ni la inventaron el cronista Washington Irving o el teólogo versificador Clarke Moore, sino que sus colores corresponden a los de la común vestimenta de los funcionarios de la Iglesia Católica y en particular a la del santo originador del mito: San Nicolás de Bari, tal como lo representó, con hábito blanco y capa roja, el prerrenacentista pintor Gentile de Fabriano en el ícono que cualquiera con algún tiempo y con dinero para el viaje puede admirar en la Pinacoteca Vaticana.
Testimonio Personal
Quizá el tan amable como respetable lector habrá advertido en este breve intento de mitografía alguna suerte de oposición o siquiera de resistencia al “carisma” de Santa Claus. Abatiendo la cabeza, debo admitir que tal vez hay algo de eso. Si más freudiana que proustianamente hurgo en mi memoria, encuentro dos recuerdos mutuamente contrarios: uno bueno y otro malo. El primer recuerdo, de mi infancia, es el del amigable Santaclós que allá por los años cuarenta representaba en el departamento de juguetería de El Palacio de Hierro el viejo don Félix Samper Cabello, de hermosa y blanquibarbada cabeza patriarcal, quien un día sería mi amigo y un contertulio en las reuniones de “El Aquelarre”. El segundo recuerdo, de mi juventud, es el enorme Santaclós mecánico que en una famosa supertienda de la avenida Insurgentes atronaba el espacio de muchos metros alrededor con unas reiterativas, titánicas, ensordecedoras carcajadas que no sólo me ensordecían en mi cuarto de una pensión vecina, sino además aterrorizaban a algunos niños particularmente sensibles a quienes las mamás llevaban a recorrer los escaparates de la ciudad para que los pobrecitos inocentes gozaran de las dizque alegrías de la temporada navideña.
[¿Todavía estará allí, carcajeándose atrozmente, el navideño energúmeno?]
(Publicado anteriormente en Milenio Diario )
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.