Joseph Brodsky

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Quienes conocían a Joseph Brodsky eran muy conscientes de que su enfermedad coronaria era seria y que probablemente le causaría la muerte, pero, dado que siempre existió en la mente de sus amigos, no sólo como persona, sino como una especie de principio de indestructibilidad, les era difícil admitir que estaba en peligro. La intensidad y atrevimiento de su genio, más el puro alborozo que era estar en su compañía, te impedían pensar en aquella amenaza a su salud; tenía un coraje y un estilo tales, y vivía a una distancia tan deliberada de la autocompasión y la queja, que tendías a olvidar que era mortal como cualquier hijo de vecino. De ahí que su muerte sea un suceso singularmente impactante y perturbador. Verse en la obligación de hablar de él en pasado simple parece una afrenta a la gramática misma.
     Había una maravillosa certidumbre en Joseph, una disponibilidad intelectual casi salvaje. La conversación despegaba de inmediato hacia arriba y era imposible decelerarla. Lo que viene a decir que ejemplificaba en su experiencia vital aquello que más apreciaba en la poesía, la capacidad del lenguaje para ir más rápido y más lejos de lo esperado y así proporcionar una salida a las limitaciones y preocupaciones del yo. Verbalmente, tenía el umbral de aburrimiento más bajo de cuantos he conocido, siempre haciendo juegos de palabras, inventando rimas, saltándose la norma y sacando la piedra de afilar, subiendo inesperadamente las apuestas o cambiando de rumbo. Las palabras eran una suerte de gasolina de alto octanaje para él, y le gustaba sentirse propulsado por ellas dondequiera que fuesen. También disfrutaba dando efecto a las palabras de los demás, ya con citas que equivocaba en un arranque de inspiración, ya con respuestas extravagantes. Una vez, por ejemplo, cuando estaba en Dublín y se quejaba de una de nuestras raras olas de calor, le sugerí en broma que tal vez debería seguir viaje hasta Islandia, a lo que él respondió como un rayo, con típica exaltación y picardía: "No, no podría tolerar la ausencia de sentido."
     Su propia ausencia será más difícil de tolerar. Desde el mismo instante en que lo conocí, en 1972, cuando pasó por Londres en la segunda mitad de su viaje entre la disidencia en Rusia y el exilio en los Estados Unidos, fue una presencia confirmadora. Su mezcla de brillantez y dulzura, de los más altos valores y el más refrescante sentido común, nunca dejó de ser a la vez fortificante y atractiva. Cada encuentro con él constituía una renovación de la creencia en las posibilidades de la poesía. Había cierta magnificencia en la perplejidad que le inspiraba el autoengaño de los poetas de segunda, y en la furia con que contemplaba la simple ignorancia de las exigencias técnicas del género visible en el trabajo de muchos poetas con grandes reputaciones; y había algo vigorizante en lo que él llamaba "hacer la lista de la lavandería", esto es, repasar los nombres de nuestros contemporáneos, jóvenes y viejos, a fin de que cada uno defendiera a los que más apreciaba. Era como encontrarse con un camarada secreto.
     Pero estoy hablando de una prima personal, y esto importa menos, en última instancia, que cuanto podría llamarse su importancia impersonal. Ello tenía que ver con la firme convicción de Joseph Brodsky de que la poesía era una fuerza del bien, no tanto "para el bien de la sociedad" como de la salud del alma y la mente individuales. Estaba resueltamente en contra de cualquier idea que situara el carro de lo social delante del caballo de lo individual, de cualquier cosa que envolviera la respuesta original en un uniforme común. "Rebaño" (herd) era para Joseph Brodsky lo contrario de "oído" (heard), pero eso no mermó su pasión por hacer de la poesía una parte integral de la cultura común de los Estados Unidos.
     Aunque eso tampoco significaba que quisiera usar los estadios deportivos para celebrar lecturas poéticas. Si alguien tenía la ocurrencia de recordar las enormes audiencias que atendían estos eventos en la Unión Soviética, la réplica era inmediata: "Pensad en la basura que deben escuchar". En otras palabras, Joseph desacreditaba el emparejamiento de la política y la poesía ("Lo único que tienen en común son las letras iniciales p y o"), no porque no creyera en el poder transformador de la poesía per se, sino porque las exigencias políticas modificaban el criterio de excelencia, lo que abría las puertas a un envilecimiento del lenguaje y a un descenso del "plano de estima" (una expresión muy de su gusto) desde el que los seres humanos se contemplaban a sí mismos y establecían sus valores. Y sus credenciales como custodio del papel del poeta eran, por supuesto, impecables, dado que su arresto y enjuiciamiento por las autoridades soviéticas en los años sesenta, y su posterior destierro a un campo de trabajo en Siberia, tenían específicamente que ver con el cumplimiento de su vocación poética, definida por los fiscales como una vocación socialmente parasitaria. Esto había convertido su caso en algo parecido a una cause célèbre internacional y le proporcionó una fama inmediata desde el instante en que llegó a Occidente; pero, en vez de abrazar el estatus de víctima y pescar en el río revuelto del radicalismo chic, Brodsky se puso el mono de trabajo y aceptó un puesto de profesor en la Universidad de Michigan.
     Muy pronto, sin embargo, su celebridad se basó más en lo que hacía en su nueva patria que en lo que había hecho en la antigua. Para empezar, era un lector electrizante de sus propios poemas en ruso, y sus muchas apariciones en las universidades de todo el país en los setenta introdujeron una nueva vitalidad y gravedad en el negocio de las lecturas poéticas. Lejos de halagar a su audiencia con una pose de moderado hombre-de-la-calle, Brodsky afinaba su actuación en el tono de un bardo. Tenía una voz sonora, se sabía los poemas de memoria y sus cadencias poseían la majestad y el patetismo de un chantre, de manera que sus actuaciones nunca dejaban de inducir una impresión de trascendencia en quienes las atendían. Así pues, empezó a ser considerado como la figura del poeta representativo, dueño de una sonoridad profética aunque él mismo pudiera poner pegas a la noción del papel profético, impresionando de paso al mundo académico con la profundidad de su conocimiento de la tradición poética, desde la época clásica hasta el Renacimiento y la tradición europea moderna, la inglesa inclusive.
     Con todo, si a Joseph le inquietaba esta dimensión profética, no tenía ninguna reserva sobre la didáctica. Nadie disfrutaba más que él sentando cátedra, con el resultado de que su fama como profesor comenzó a extenderse y algunos aspectos de su práctica empezaron a ser imitados. En particular, su insistencia en que los estudiantes debían aprender y recitar de memoria los poemas tuvo una influencia considerable en los talleres de escritura creativa estadounidenses, y su defensa de las formas tradicionales, su atención al metro y la rima, y su alto aprecio por la obra de poetas no vanguardistas como Robert Frost y Thomas Hardy, tuvo como resultado general el despertar de una memoria poética más antigua. El punto culminante de este proceso llegó con su "Propuesta inmodesta", hecha en 1991 cuando oficiaba de Poeta Laureado en la Biblioteca del Congreso. Por qué no imprimir millones de copias de unos versos, preguntó en voz alta, dado que un poema "nos ofrece un ejemplo […] de la inteligencia humana al completo y a pleno rendimiento". Aun más, puesto que la poesía hace uso de la memoria, "es útil para el futuro, no digamos ya el presente". También puede hacer algo contra la ignorancia y es "el único seguro de que disponemos contra la vulgaridad del corazón humano. Por tanto, debería estar a disposición de todo el mundo en este país, y a un bajo costo".
     Esta combinación de desafío descarado y creencia apasionada era típica de él. Siempre tenía el clarín a mano para retar a la oposición, incluso a la oposición que había en él. Había pasión en todo lo que hacía, desde la urgente necesidad de poner la quinta cuando buscaba las rimas de un poema, hasta el descaro incorregible con que se batía a duelo con la muerte cada vez que rompía el filtro de un cigarrillo y descubría los dientes antes de dar una calada. Ardió, no con la dura llama diamantina postulada idealmente por Walter Pater, sino con la exhalación y amplitud de un lanzallamas, hábil e impredecible, a la vez una rúbrica floreada y una amenaza. Cuando usaba la palabra "tirano", por ejemplo, siempre me aliviaba saber que no se refería a mí.
     Disfrutaba del combate cuerpo a cuerpo. Se enfrentaba a la estupidez con la misma vehemencia que dedicaba a la tiranía (a su juicio, después de todo, aquélla no era sino un aspecto más de ésta), y era tan atrevido en la conversación como en la página impresa. Pero la página impresa es lo que nos queda y él sobrevivirá detrás de sus negras líneas, en el paso de sus versos medidos o de sus argumentos en prosa, como la pantera de Rilke marcando el paso detrás de los negros barrotes con una constancia y una inexorabilidad resuletas a traspasar todo límite y conclusión. Y sobrevivirá, también, en la memoria de sus amigos, que hallarán un patetismo y una dulzura adicionales en las imágenes que lleven consigo, que en mi caso incluyen aquel primer vislumbre de un joven en un jersey de lana roja, analizando al público y a sus colegas lectores con un ojo tan ansioso como el de un pajarillo y tan agudo como el de un águila. ~
     — Traducción de Jordi Doce

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