Cada día habrá más personas que cumplan 100 de edad pero serán existencias improbables como la de Maurice Nadeau. Usar, en su caso, la palabra siglo, es una redundancia y un pleonasmo, así que más vale enumerar desordenando: nació en París el 21 de mayo de 1911 y a los veinte años, atraído por la Revolución rusa, entra al Partido Comunista y poco después al trotskismo, del cual fue militante hasta la posguerra, durante la cual se convirtió, invitado por Pascal Pia, en crítico literario de Combat, el periódico animado por Albert Camus. Miembro de la Resistencia, había visto desaparecer en los campos de concentración a sus amigos David Rousset y Robert Antelme. Ambos regresaron del infierno y Nadeau se inició como editor publicando Les jours de notre mort (1947), de Rousset, aquel que empieza diciendo “este libro está construido, por desconfianza de las palabras, con la técnica de la novela”, y que junto con la de Antelme, La especie humana (también de 1947), inaugurará la reflexión sobre el universo concentracionario. Cuando Rousset decidió pasar del análisis del nazismo al de su enemigo simétrico, el comunismo soviético y su Gulag, Nadeau estaba allí. Enamorado de la revolución permanente, orgulloso de su febril militantismo, estará, junto con Maurice Blanchot (que venía de la extrema derecha), tras el Manifiesto de los 121, defendiendo el derecho de insumisión durante la guerra de Argelia. Se le verá alborotando durante el 68.
Gracias a Pierre Naville, su doble guía, en el surrealismo y en la IV Internacional, Nadeau se convertió, en 1948, en el primer historiador del surrealismo con un libro que disgustó a André Breton –por trivial, según él, y por dar por terminado lo que creía eterno: un surrealismo que salía de la Segunda Guerra mundial, diezmado, pasado de moda. Breton escribió una caricatura de Nadeau como resultado de una pelea a muerte por razones literarias: si era o no era de Rimbaud un poema titulado La Chasse espirituale. Nadeau y sus colegas de Combat resultaron engañados por un par de pillos y Breton disfrutó de su victoria celebrando los desacuerdos homéricos que lo separaban de Nadeau.
Fue Nadeau el editor que mandó abrir puertas y ventanas. Trabajando en diferentes casas editoriales y al final fundador de la que lleva su nombre, ha hecho publicar en Francia a Henry Miller (su querido amigo), Witold Gombrowicz, a Michel Houellebecq, a Lawrence Durrell, a Walter Benjamin. En muchas publicaciones, desde La Quinzaine Littéraire sobre todo, Nadeau ha estado al pendiente, siempre, de lo nuevo, tan distinto de lo actual: junto a Baudelaire y Balzac (en Le Chemin de la vie, Laure Adler, además de entrevistarlo, recupera algunos de sus ensayos olvidados), Annie Le Brun o Enrique Vila–Matas, éste, su último descubrimiento, lo tenía, hace muy pocos años, a Nadeau, feliz.
Esa viveza hace deliciosa la lectura de Grâces a leur soient rendues. Mémoires littéraires (1990), reeditadas este año de 2011. Nadeau nunca fue, ni pretendió serlo, un gran crítico y en muchas ocasiones, espíritu menor y epígono, sólo siguió la corriente, la que llevaba a exaltar a Sade y desconfiar de Camus, a perdonarle casi todo a Sartre y defender la liturgia del incendiario en pantuflas al estilo de Blanchot.
He tenido, presume Nadeau, el corazón lo suficientemente grande como para que quepan en él lo mismo Sartre que Breton. Con el primero, recuerda, se trabajaba en equipo; al segundo, se le alimentaba con fuego, estatua de dragón. Ha disfrutado de su época Nadeau y cuando dice que en el fondo los intelectuales son gente simpática, uno depone el tono trágico y despoja al siglo de su melodrama: el iniciado por los surrealistas ha sido un hermoso juego. Ha tenido prisa siempre Nadeau, cien años se van rápido entre tantos libros leídos, publicados, premiados, rechazados, ignorados. Él está convencido, como le dijo uno de sus mejores amigos, de que un crítico se repone de sus cuitas cuando recuerda que, más que un poeta o un novelista, escribe sobre arena. También Nadeau es un hijo del espíritu de Coyoacán, de aquellos días de 1938 cuando Trotsky y Breton (con Diego Rivera de testigo) acometieron la fallida, desaforada empresa de amarrar, en una sola cuerda, a Marx y a Rimbaud; a la transformación del mundo con la vida que debe cambiar.
De un planeta lejano, el de los católicos, debe decirse, fue de donde Nadeau, recibió la tonsura. Fue François Mauriac quien le predijo la unción como el primer crítico de su generación siempre y cuando, advirtiole, no ignorase lo espiritual. Pero lo ignoró y Mauriac quedó resentido, según Nadeau, porque desdeñaba sus novelas aunque admirara al panfletario católico. En lo que sí siguió el consejo expreso de Mauriac fue negándose a navegar solamente por el “sistema orográfico” de la literatura francesa. Salió de los ríos a la mar, Maurice Nadeau y en su centenario divisamos, vivo y en la cubierta, al decano absoluto.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile