La fortuna de William Wodsworth

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Meses después de la muerte de S. T. Coleridge, en el verano de 1834, el gran Thomas De Quincey (1785-1859) dio comienzo en las páginas de la revista escocesa Tait’s Edinburgh Magazine a una serie de escritos autobiográficos sobre su relación con los grandes poetas del primer movimiento romántico inglés. Arrancó precisamente con Coleridge, pero pronto dirigió sus esfuerzos a evocar su difícil relación con el poeta William Wordsworth, a quien había leído tempranamente en el transcurso de sus años universitarios y por quien sintió una admiración que bordeó la idolatría. El gran caminante que fue Wordsworth no tardó en revelar sus pies de barro y De Quincey, convertido en colaborador y vecino del poeta, sintió una y otra vez la herida de sus desplantes y cóleras frías. Los artículos que le dedica (y que luego serían reunidos en sus obras completas bajo el lema de Memoria de los poetas de los lagos) mezclan como pocos la biografía, la autobiografía, la crítica literaria, la sociología y el cotilleo para esbozar ante el lector los vaivenes de una relación que en De Quincey fue de amor/odio, y en Wordsworth no pasó de una indiferencia mayestática. Con todo, De Quincey no perdió nunca su proverbial sentido del humor, y uno de los pasajes más memorables del conjunto es el que sigue, en el que el autor de Confesiones de un inglés comedor de opio detalla las excepcionales atenciones de la Fortuna para con Wordsworth, a fin de que sobre su frente luciera sin mella “la diadema de las musas”. Prodigio de malicia y sutileza, la prosa de De Quincey despierta como suele la sonrisa cómplice que merecen los temperamentos algo infantiles, algo traviesos, que han admirado con pasión y con pasión evocan su antigua ingenuidad.

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Este bosquejo de la historia de Wordsworth hasta el momento de su boda me trae a la memoria la singular buena fortuna, en todos los puntos que atañen a la prosperidad mundana, de que ha disfrutado a lo largo de su vida. Su matrimonio —el acontecimiento capital de una vida— fue afortunado; como lo fueron las ocasiones menores de una vida próspera. Él mismo ha descrito, en su “Leech-Gatherer”, los miedos que, en cierta época, o al menos en algunos momentos ocasionales de su vida, le importunaron, haciéndole temer los rigores de la pobreza. “Frío, dolor y hambre, y todas las miserias corporales” se aparecieron a su aprensión agorera,

y los grandes poetas muertos en la miseria.
     Pensó en Chatterton, maravilloso niño,
     el alma insomne que murió en su orgullo;
     en aquel que caminó, glorioso y alegre,
     junto a su arado, en el flanco del monte.

Y en verdad, al comienzo de su carrera ningún hombre tuvo motivos más claros para anticipar los peores males que han perseguido siempre a los poetas; sólo dos razones justificaban cierto optimismo; y estas dos razones eran su gran prudencia y la templanza de su rutina diaria. Despreciaba toda suerte de arreglo o compromiso descabellado; del mismo modo que despreciaba todo hábito caro. La profusión y la extravagancia no tenían poder sobre sus gustos y pasiones. El lujo no le atraía; no era vanidoso ni cuidaba de las apariencias externas (no al menos desde que hubo dejado Cambridge y visitado una magna nación sumida en convulsiones civiles); no tenía, en lo que respecta a los libros, gustos caros ni grandes necesidades. Unos pocos libros le eran suficientes; prestaba muy poca atención a la literatura del momento o, mejor dicho, a cualquier forma de literatura que no enalteciera la grandeza ideal, capital y elemental del intelecto humano […] Esta limitación de su sensibilidad literaria estaba asistida, tanto por un accidente de su propia condición intelectual, lo que los alemanes de nuestro tiempo han sacado a la luz de la mente, y que explica la existencia de tantas opiniones anómalas, a saber, su extremada, intensa e incomparable parcialidad (einseitigkeit), como por la peculiar cordura de su mente. El caso es que miles de libros, libros que habían proporcionado un deleite genuino e incluso extático a millones de lectores candorosos, no eran para Wordsworth sino letra muerta, vedados a su sensibilidad y sus poderes de apreciación como los colores a los ojos de un ciego. Incluso los escasos libros que su peculiar mente tenía por indispensables, no lo eran en el grado que suele ser habitual en un hombre de hábitos más sedentarios. Vivía al aire libre; y el inmenso placer que tanto él como su hermana extraían de las apariencias comunes de la naturaleza y de su eterna variedad —una variedad tan infinita que, según el principio de Leibniz, ninguna hoja de ningún árbol o seto se parecía exactamente a otra en todos sus filamentos y su disposición, de igual modo que ningún día era idéntico a otro en todos sus detalles placenteros—, este placer, digo, se le antojaba más importante que muchas bibliotecas:

El impulso de un bosque en primavera
     le decía más cosas sobre el Hombre,
     y sobre el bien, y sobre el mal moral,
     que cualquier sabio.

Y tengamos por seguro que quien puede extraer

incluso de la más humilde flor volante
     pensamientos que yacen más allá de las lágrimas;

aquel para quien una simple margarita, un pensamiento, una prímula, pueden ser un mundo de deleite —no el deleite pueril que sus enemigos más pueriles y mundanos imaginaron, sino un deleite tomado de las honduras del ensueño y la ternura meditativa, y que el poder de sus corazones era incapaz de concebir—, ese hombre, en rigor, no suele necesitar una gran variedad de libros. De hecho, sólo había dos provincias literarias en las que Wordsworth podía considerarse versado: poesía e historia antigua. Por lo demás, no creo que hubiera lamentado demasiado la desaparición de todos los libros, excepto el conjunto de la poesía inglesa y, tal vez, las Vidas de Plutarco.*
     Con estos gustos simples, o mejor, austeros, Wordsworth tenía (en principio) pocas razones para temer la pobreza; ciertamente, con unos ingresos moderados, nada podía ir mal; pero, entretanto, carecía de ellos. Tengo buenas razones para pensar que sus ingresos regulares, en la época en que dejó la universidad, eran = 0. Algún resto de los fondos dedicados a su educación debe de haber sobrevivido; y con ese resto, sin duda, sufragó los gastos de sus viajes continentales y su año de residencia en Francia. Pero, al fin, el rostro del frío, el dolor, el hambre, “y todas las miserias corporales”, debe de haberse plantado con insistencia ante sus ojos. Y parecían no quedar esperanzas de evitar el desagradable destino que suponía aceptar la obligación de un trabajo diario.
     Pues, como confiesa el propio poeta:

¿Cómo puede esperar alguien que los demás
     siembren para él, construyan para él, y a su llamada
     le amen, cuando a sí mismo no dedica un pensamiento?

Enfrentado a este dilema, según me dijo la señorita Wordsworth una vez, había resuelto tomar pupilos a su cargo; y tal vez ése, con ser odioso, era el único recurso de que disponía; pues, no obstante su genio inconmensurable, Wordsworth no ha adquirido, incluso a estas alturas, el talento popular para escribir en la prensa diaria o semanal; y, en aquel periodo de su vida, era tristemente incapaz de someterse a un yugo semejante. Sumido en esta crisis del destino, es posible —señalo un hecho que la señorita Wordsworth me comentó por accidente, con voz susurrante, y que (como si la avergonzara) jamás volvió a mencionar— que Wordsworth, por una vez, cayera preso de una afección nerviosa. Esto era digno de lástima; pero no puedo evitar sonreírme ante el remedio, o el alivio, adoptado por sus amigos. Cada noche, a fin de conjurar su sensación de desasosiego, cualquiera que fuese, se dedicaban a jugar con él a los naipes; y es que, a lo largo de los treinta años que ha durado mi relación con Wordsworth, no he visto que los naipes le interesaran en absoluto, ni que fueran más capaces de distraer su pena que una cometa (¡en escocés, un dragón!) o una partida de canicas. Así ocurrió, no obstante; pues mi informante goza de absoluta credibilidad.
     Esta crisis, como ya he dicho, fue la que determinó el tenor futuro de su vida. Y es memorable que, justo en esos momentos críticos en que era necesario dar un paso decisivo, sobrevino el primer ejemplo de la buena suerte de Wordsworth; e igualmente digno de mención es que, a intervalos regulares a lo largo de la extensa secuencia de su vida, sus manos han acogido una pautada sucesión de similares mercedes divinas, de modo que siempre ha logrado cubrir los gastos de su creciente nivel de vida. No existe, en mi opinión, hombre más afortunado que Wordsworth. La ayuda que cayó entonces del cielo, por así decirlo, y le permitió explorar a su ritmo los caminos por él elegidos, y

decorar mis sienes, al fin,
     con la diadema de las musas,

fue nada menos que un legado de Raisley Calvert, un joven de buena familia y natural de Cumberland, que había muerto poco antes de consunción pulmonar. Este Raisley Calvert debe de haber sido un joven en extremo notable para haber discernido, en fecha tan temprana, la futura superioridad de Wordsworth, que muy pocos sospechaban siquiera. Este joven era el hermano de un caballero de Cumberland, a quien he tratado; un hombre generoso, sin duda; pues no presentó ninguna objeción (aunque legalmente, he oído, tenía derecho a ello) al homenaje con que su hermano rubricó su adiós; un hombre bondadoso, según he oído decir, con todos sus empleados en el vecindario de Windy Brow, que así se llamaba su mansión cerca de Keswick; y, como Robert Southey acostumbraba decir (y él debía saberlo mejor que yo), un hombre de fuertes dotes naturales; de otro modo, pues hablaba de bueyes, yo hubiera podido caer en la equivocación de juzgarle, en cuerpo y alma, como lo que era por profesión, un caballero rural cuya ambición se reducía principalmente al cultivo de nabos.

La suma donada por Raisley Calvert fue de 900 libras; y se dispuso que fuera entregada en forma de renta anual. Tal fue la base de la prosperidad de Wordsworth; y sobre este cimiento ha erigido (en virtud de una serie de ascensiones cada una de las cuales, tomada por separado, parece perfectamente natural, mientras que el resultado final tiene algo de increíble) el considerable edificio de su fortuna actual. La siguiente etapa fue el pago tramitado por Lord Lonsdale de la deuda de su predecesor. Fue esta devolución, probablemente, la que hizo a Wordsworth sentirse con derecho a contraer matrimonio. Luego, según tengo entendido, su prometida, la señorita Hutchinson, trajo consigo una pequeña fortuna; luego, es decir, en cuarto lugar, un respetable tío de la misma dama tuvo la deferencia de trasladarse a un mundo mejor, legando a sus diversas sobrinas, y en especial a la señora Wordsworth, algo de calderilla: no recuerdo bien cuánto, aunque la cantidad ascendía a miles de libras. En ese momento, la familia de Wordsworth había empezado a crecer; y el viejo y respetable tío de la señora Wordsworth, como suele ocurrir en los asuntos del poeta (ojalá pudiera decir lo mismo en mi caso), viendo que su propiedad era claramente necesaria y que era, como algunos le decían, “un espacio reservado”, comprendió cuán poco delicado sería prolongar su estancia; por lo que partió. Pero la familia de Wordsworth, y los requerimientos de esa familia, siguieron creciendo; y la siguiente persona —es decir, la quinta— que se cruzó en su camino y que, por tanto, no tardó en considerarse un estorbo, fue el administrador de Correos del condado de Westmoreland. Hacia el mes de marzo de 1814, creo recordar, su cómodo puesto fue requerido. Probablemente las noticias tardaron un mes en llegarle; porque en abril, y no antes, intuyendo que había recibido la notificación adecuada, este buen hombre, este administrador de Correos, como sus predecesores, facturó su persona y su puesto a dos destinos bien diferentes, de tal modo que su puesto fue a parar, por supuesto, a manos de Wordsworth.
     Este puesto, que Wordsworth se complacía en calificar de “modesto”, rendía, creo, alrededor de quinientas libras anuales. Gradualmente, incluso eso, unido a todas sus otras fuentes de ingresos, se volvió insuficiente, lo que no debiera sorprender a nadie; pues un hijo en Oxford, un simple estudiante sin beca, gastaba como mínimo trescientas libras anuales; y había otros niños. Con todo, sería erróneo decir que se había vuelto insuficiente; como de costumbre, la situación no había llegado aún a ese punto; pero, en cuanto aparecieron los primeros síntomas de apuro, alguien, por supuesto, tuvo la gentileza de considerarse una especie de estorbo electo: en este caso, fue el administrador de Correos del condado de Cumberland. Su distrito era ridículamente extenso, y qué arreglo más razonable que someterse a una partición polaca de sus beneficios; aunque no, no se la puede calificar de polaca; pues pronto se descubrió que esta partición no podía tener lugar en el caso de que el puesto ya estuviese ocupado. Por otro lado, ya que la gente había tenido la decencia de no remodelar su puesto en vida, lo menos que podía hacer a fin de mostrar su consideración era no abusar en exceso de este gesto de benignidad. Por consiguiente, el Deus ex machina que obraba invariablemente siempre que surgía algún nodus en los asuntos de Wordsworth (o al menos aquellos que podían considerarse vindice dignus) hizo que el administrador partiera a una región donde los sellos no son necesarios, el mismo mes, más o menos, en que las circunstancias hicieron deseable una suma adicional de cuatrocientas libras anuales. Esta cantidad, o tal vez una superior, es la que, según parece, acrecentó en virtud de este nuevo arreglo los ingresos de la oficina de Westmoreland: las villas de Keswick y Cockermouth, junto con la más importante de Whitehaven, fueron apartadas de su antigua jefatura (la de Cumberland, a la que pertenecían geográficamente) y transferidas al pequeño y rocoso territorio de Westmoreland, que en aquel tiempo no sobrepasaba los cincuenta mil habitantes; de este total, cerca de un tercio se congregaba en Kendal, la única villa importante del distrito; los dos tercios restantes incluían un porcentaje de población agrícola o ganadera superior al de cualquier otra región inglesa. Hay que suponer, pues, que en Westmoreland la demanda de sellos no podía equipararse, ni siquiera por aproximación, a la del distrito de Cumberland, el cual, además de tener una población de ciento sesenta mil habitantes, contaba con un número mayor de grandes poblaciones. El resultado de esta nueva distribución fue algo muy parecido a una equiparación de los distritos, dando a cada uno, en números redondos, mil libras al año; aunque, siendo más precisos, tal vez fueran unas novecientas.
     He trazado, pues, la ascensión de Wordsworth a lo largo de sus diferentes etapas y peldaños, hasta llegar a lo que, a la luz de sus deseos moderados y sus hábitos filosóficos, puede justamente considerarse un estado de opulencia. Y debiera ser motivo de alegría para quienes se han sumado al homenaje público que ahora reciben sus poderes (¿y quién, más o menos, no lo ha hecho?), escuchar, en lo que hace a una persona a quien la naturaleza dotó tan profusamente, que no ha sido desdeñada por la fortuna; que no ha visto dañado el extremo sutil de su sensibilidad por las tristes ansiedades, los miedos degradantes y las necesidades miserables del deudor; que ha sido bendecido, cuando más pobre era, con medios de subsistencia; que ha gozado de esperanza y expectativas felices en cada etapa de su vida; que ha estado libre en todo momento de ansiedades razonables en lo que atañe a los intereses finales de sus hijos; que ha recibido en todo momento la bendición del ocio, el más amplio de que ha gozado jamás un hombre empeñado en las ocupaciones intelectuales más placenteras; sí, que incluso para el cultivo de estas reservadas y deleitosas ocupaciones ha disfrutado de un conjunto de condiciones perfectas: ocio, tranquilidad, soledad, compañía, paz doméstica, belleza natural; su ojo ha contemplado un paraíso de belleza miltoniana tras la ventana; su corazón ha paladeado un paraíso de alegría perpetua junto al fuego del hogar; y, finalmente, cuando el paso de los años parece demandar un número mayor de lujos modernos, cuando la intensificación de su trato con las capas más brillantes de la sociedad exige cierta elegancia refinada, es un motivo de alegría escuchar, digo, que sus medios, acordes en proporción aritmética con sus necesidades, han esparcido las gracias del arte sobre los declinantes poderes de la naturaleza, le han librado de la enfermedad del pesar, y (en la medida en que las necesidades materiales lo permiten) han emplazado los últimos tramos de su vida en el mismo plano que los primeros, y ello en virtud de las numerosas compensaciones recibidas, del elogio universal, las aclamaciones senatoriales y las bendiciones que sus poemas han merecido en todo momento y lugar, del honor ganado, de sus regimientos de amigos, en resumen, de todo aquello que una prosperidad milagrosa puede hacer a fin de evadir los decretos fundamentales de la naturaleza. […]
     He contado hasta seis casos separados de buena suerte, seis ejemplos de bonanza pecuniaria depositada en su regazo en el preciso instante en que empezaba a ser necesaria, con los primeros síntomas de que podía ser requerida; accesos de fortuna apostados a lo largo del camino como fragatas y cuya conexión parecía responder, por el aire de frialdad y designio que las distinguía de los tumultos del azar, a un plan de operaciones previo y diseñado por el hombre; tanto más cuanto que, a los ojos de un observador pensativo, el objeto de estos favores desbordantes de la ciega diosa era, por una rara casualidad, el hombre que muchos de nosotros hubiéramos declarado más digno de este favor, o, al menos, como en el caso de Temístocles, el segundo más digno. He relatado hasta seis ejemplos. Si hubo un séptimo, es algo que no sé; pero estoy seguro de que si las circunstancias hubieran requerido un séptimo, éste hubiera tenido lugar. Al mismo tiempo, cualquier lector debe comprender, como es lógico, que no sólo escapaba por completo al poder o voluntad de Wordsworth ejercer la más leve influencia en estos casos, sino que era imposible, dada su naturaleza moral, que Wordsworth expresara ese interés por ellos que a veces los ocupantes de una posición administrativa o religiosa vislumbran en las repentinas preguntas que sobre su salud hacen ciertos aspirantes ansiosos; además, en cada uno de los casos que he registrado, Wordsworth no podía saber de antemano que sus intereses estaban en juego. Doy esta explicación para evitar la más mínima posibilidad de que se me malinterprete. Y, con todo, es igualmente cierto que justo en el momento en que Wordsworth necesitaba una posición o una fortuna, el dueño de esa posición o de esa fortuna recibía de inmediato una citación para desprenderse de ella. Tan nítidamente se hallaba impresa esta certeza en mi mente, tan firmemente la juzgaba parte de las ciegas necesidades que conformaban la prosperidad y el destino prefijado de Wordsworth, que, en lo que a mí respecta, la mera sospecha de que una peculiar adaptación de mi hacienda o mi posición laboral hubiera podido cubrir una necesidad urgente de Wordsworth, me habría llevado, en ese mismo instante, y con la celeridad de un hombre que ha de correr para salvar su vida, a depositarla ante sus pies. “Tómalo todo”, le hubiera dicho, “tómalo, o en tres semanas seré hombre muerto.” ~

     — Nota y traducción de Jordi Doce

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