Con la posible salvedad de Jesucristo y la Mona Lisa, Mao Tse Tung debe ser el personaje de la historia que más veces ha sido representado con una sonrisa en los labios. Según el sinólogo Stefan R. Landsberger, sólo durante los diez años de la Revolución Cultural se imprimieron en China 2.200 millones de sus celebérrimos retratos. 230 por cada kilómetro cuadrado de la República Popular y tres por cada chino. Y sí, en todos salía sonriendo. Vean si no Chinese Propaganda Posters (Taschen, 2003), una amplia antología de los carteles propagandísticos de la dictadura comunista que resultaría hilarante si no fuera tan turbadora.
Y es que la sonrisa del Gran Timonel podría ser perfectamente el gesto facial más inquietante del siglo XX. Especialmente por su modestia: comparada con la arquitectura imperial nazi, las estatuas en bronce de Stalin y las gafas de sol de Pinochet, la sonrisa de un anciano parece más bien poca cosa como emblema de una tiranía. Sin embargo, vista junto al resto de los pósteres propagandísticos chinos se aprecia su carácter como depuradísima manifestación del mal. A medida que uno va avanzando por estas páginas, se va dando cuenta de que si la consigna habitual de los totalitarismos suele ser algo así como “¡Mata!” o “¡Delata!” o, simplemente, “¡Cállate!”, la dictadura más kitsch del siglo XX optó por una infinitamente más perversa, “¡Ríete!”, que por otro lado no impedía las demás. Niños, mineros, obreras, labriegos, lecheros y maestras son mostrados aquí tronchándose de risa, todos hasta los ancianos con unas dentaduras que para nosotros querríamos los tigres de papel. El máximo nivel de jolgorio es el mostrado en el cartel “Estudiando a Marx y a Lenin, manteniendo la mente clara”, en el que cinco muchachitas se parten leyendo las Obras escogidas de Mao Tse Tung. No me extraña.
La mayor perversión estética de las tiranías no es la forma en que los líderes quieren que sus súbditos les vean, sino la forma en que dichos líderes quieren que sus súbditos se vean a sí mismos. Mao, además de risueño, debía aparecer en sus retratos hong, guang y liang: rojo, brillante y deslumbrante. Pero mayor crueldad cometió al decidir que todo un país muerto de hambre en los años del Gran Salto Adelante, por ejemplo, treinta millones de chinos murieron a causa de las hambrunas tenía que ser sistemáticamente representado en la propaganda estatal como una alegre partida de sonrientes camaradas. Él mismo explica por qué tal cosa le pareció plausible: “Aparte de sus otras características, lo más destacado de los seiscientos millones de personas de China es que éstas ‘son pobres y están en blanco’. Esto puede parecer algo malo, pero en realidad es bueno […] En una hoja de papel en blanco, carente de cualquier marca, se puede escribir cualquier cosa, se pueden escribir los caracteres más puros y hermosos, se pueden dibujar las imágenes más puras y hermosas.” No recuerdo mejor definición de totalitarismo: el individuo como hoja en blanco en la que el tirano puede garabatear sus delirios.
“Los carteles de propaganda política son ahora antigüedades preciosas”, escribe Duo Duo, novelista y poeta chino exiliado, en el prólogo de Chinese Propaganda Posters. “Pero yo nunca los coleccionaré, pues cuando los miro, aparecen ante mí diez mil flores rojas; una es mi padre. Tiene casi noventa años, a menudo se cae de la cama por las noches, grita y golpea a su alrededor porque lucha en sueños contra los enemigos de clase y probablemente sigue defendiendo al Gran Presidente. Creo que, al menos en las próximas décadas, nuestros líderes de varias generaciones aún se presentarán en nuestra sala de estar, en nuestro dormitorio y en la calle, y nos exigirán que nos sintamos bien, que seamos agradecidos y sonriamos; que sonriamos como las personas de los carteles y que lo hagamos mostrando los dientes blancos, incluso las muelas…”
De momento, por si acaso, les ponen fútbol en la tele. –
(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).