Los ríos de Clarice Lispector

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Una orilla en la playa, una barraca, el domicilio de sus últimos once años de vida, el hotel en que se hospedaba para terminar sus libros. Este recorrido nos ofrece una lectura personal de la vida y obra de una autora indispensable, al tiempo que le da la razón a Guimarães Rosa cuando dijo: “Clarice, yo no te leo para la literatura, sino para la vida.”

Y al final dejé de saber

qué era lo que tanto buscaba.

Wisława Szymborska

Río de Janeiro es la ciudad de los brazos abiertos. Su imagen-souvenir, que motiva a cientos de feligreses y turistas a trepar las laderas del Parque Nacional de Tijuca hasta el Corcovado, es la figura del Cristo Redentor con los brazos extendidos. A mí no me espera Cristo, me espera Clarice Lispector. El itinerario de mi viaje tiene como hitos los lugares que recorrió la escritora y sus personajes. Más que a una figura bíblica, mi salvación personal la he encomendado a alguno de sus libros.

Río es, con justicia, la “Ciudad Maravillosa”, pocas urbes concentran tal heterogénea textura que zurce una larga costa atlántica con bosque tropical, morros, playas abiertas, parques nacionales, largas avenidas costeras y un clima templado todo el año. Ella misma decía: “De todas las ciudades en las que viví, Río es la que más me asombra.” Quizás por eso instó a sus personajes a recorrer su río-afluente personal por el Jardín Botánico, Copacabana, los barrios de Leme, Cosme Velho, São Cristovão, entre otros.

En Brasil Clarice Lispector es “Clarice”, todos comprenden, los brasileños llaman por el nombre de pila a sus figuras queridas. Esta escritora nacida lejos, en Chechelnik, Ucrania, en 1920, fue hija de judíos rusos que decidieron emigrar a América escapando de persecuciones religiosas. Arribó a los meses de vida a Alagoas, y luego la familia se mudó a Recife. La autora sufría cierto “karma” de extranjerización. El hecho de haber nacido fuera, sus erres marcadas debido a un problema fonológico y la naturaleza de sus creaciones causaron que se le tildara de foránea en el panorama literario brasileño. Fue criticada por alejarse del regionalismo, del realismo social y de la contingencia política en momentos de la dictadura militar. Ella dirá en una entrevista para la revista Manchete: “¿De qué forma un pintor, un escritor, un artista no es un espejo de su tiempo? Yo hablo de la angustia, de los sentimientos humanos, ¿hay algo más participativo que eso?”

Su literatura se fue abriendo camino al ritmo de una latencia vital. El connotado autor João Guimarães Rosa expresó: “Clarice, yo no te leo para la literatura, sino para la vida”; el músico Chico Buarque le dijo cuando la conoció: “Te estoy leyendo con candor”; su traductor al inglés, Gregory Rabassa, señaló: “Quedé impresionado al encontrar una persona que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf.” La filósofa francesa Hélène Cixous ensayó una iluminadora definición: “Si Kafka fuera una mujer; si Rilke fuera una escritora brasileña judía nacida en Ucrania; si Rimbaud hubiera sido una madre y hubiera llegado a cumplir cincuenta años; si Heidegger hubiera sido capaz de dejar de ser alemán.”

Confieso que yo tuve un amor a primera vista con su libro Agua viva. Por azar visitaba una librería en Barcelona en 1997 junto a una amiga brasileña, pasamos por una mesa y ahí estaban sus libros traducidos al español por Siruela. “Creo que te va a gustar esa autora.” Leí Agua viva como si me cayese una tormenta sobre la cabeza. Me decía para mis adentros: “Escribe eso que es tan difícil de verbalizar: el miedo al otro, el miedo a la soledad, las epifanías en nuestra rutina cotidiana, el espanto de la vida, la curiosidad y el miedo a la muerte, el hechizo contemplativo del lenguaje, el vértigo del presente. ¿De qué trata esa ambigua novela-ensayo- registro? De instantes.”

Pero aquello que capto en mí tiene, ahora que está siendo transpuesto a la escritura, la desesperación de que las palabras ocupen más instantes que la mirada. Más que un instante quiero su fluencia.

Seguramente ella misma había sido arrojada a esa angustia desde muy temprano, la de ser ella y su nacimiento una apuesta fallida. Clarice contaba que su madre, estando enferma, se dejó llevar por una superstición que decía que un hijo recién nacido curaba a una mujer de una dolencia. Pero Clarice fracasó en la “misión” asignada porque su madre falleció. Luego vinieron el duelo y la pobreza, el padre viudo y su búsqueda de mejores horizontes, la mudanza con las tres hijas desde Recife a Río de Janeiro. Allí la joven Clarice se tituló en derecho, pese a que nunca ejerció como abogada. En esos años entró a la escena literaria rompiendo cánones y estéticas con su primera novela Cerca del corazón salvaje, en 1943, y lo siguió haciendo con más novelas, libros de cuentos, crónicas, libros para niños, columnas de opinión.

Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio.

¿Habrá ella perdonado a Dios?

Vectores y personajes

El primer vector del mapa me lanza a la orilla de la playa de Copacabana. Me largo a caminar por sus baldosas sinuosas. A medida que avanzo experimento una sensación sublime, entre genuina y ridícula, que me recuerda la plenitud que experimenta la protagonista del cuento “Perdonando a Dios”. Transito por sus mosaicos blanquinegros, me abro paso entre ciclistas, deportistas, quioscos con caipiriña. Una sensación de libertad y gloria invade a la protagonista mientras observa los edificios y la franja azul del mar. Un instante de éxtasis que se arruina abruptamente cuando pisa una enorme rata blanca en plena avenida Atlántica. Del embelesamiento pasa a una gran compunción, a la rabia por la supuesta venganza de Dios sobre ella. ¿Era una señal para el amor desprevenido? ¿Dios puede ser grosero? ¿Cómo enfrentar la vulnerabilidad de una criatura sola?

Quizá por eso avanzo mirando el suelo cuando debería mirar el Pão de Açúcar en mi horizonte, porque también me da miedo encontrarme con la rata de cola larga y patas aplastadas. La mujer de ese cuento pertenece a esa constelación de protagonistas-dueñas de casa que Lispector lanzó a recorrer la ciudad siguiendo líneas de fuga. No son fugas por violencia intrafamiliar ni nada de ese tipo, sino por una inquietud más imprecisa que las hace deambular por las calles hasta que dan con un incidente anodino que les revelará algo que marcará un antes y un después en sus vidas.

Dueñas de casa tímidas que llaman al fontanero, salen de compras, se mueven por la cocina, toman el transporte público, cuidan a sus hijos, pero cuya subjetividad merodea entre la alucinación y la obsesiva meditación existencial. Estas mujeres cotidianas hablan en tono mayor, son hermeneutas de la existencia humana, despliegan su conquista subjetiva frente a los ojos del lector. La misma Lispector se fotografiaba con una máquina de escribir en la falda en la sala de estar, odiaba que la tildaran de intelectual, ella decía que era una dueña de casa que escribía mientras se hacía cargo del hogar. Rechazó ser parte de la honorable Academia Brasileña de Letras por encontrarla demasiado formal para ella. Se involucraba en el universo de las anécdotas de los hijos, del rito del café, del perro que duerme a sus pies y las idas al almacén.

Sigo caminado y me detengo en la barraca Cantinho da Mama y pido una cerveja estupidamente gelada, como dicen los brasileños. Miro hacia el sector de los hoteles de tres, cuatro, cinco estrellas que arman una fachada continua de turismo blindado con sus horribles cajas de aire acondicionado a la vista. Desde alguna de esas puertas debería emerger otro personaje, la protagonista del relato “La bella y la bestia o la herida demasiado grande”. Una mujer de alta sociedad sale de la peluquería arregladísima y se encuentra con un vagabundo que tiene una herida muy grande en el pie. La mujer espera un taxi y el vagabundo le habla, ella mira de reojo la llaga purulenta. El auto nunca llega, lo que posibilita una distendida conversación entre ambos en mitad de la calle. Ella, que acepta los engaños y la indiferencia del marido a cambio de cierto bienestar económico, es tan mendiga como él. Cruel epifanía para esta mendiga de zapatos altos y joyas.

Como decía Lispector, en Copacabana puede pasar cualquier cosa.

Sigo por la avenida Atlántica, y cuando ya está a punto de finalizar, después de caminar cuatro kilómetros, llego a Leme, el barrio de la autora. He quedado en juntarme con Teresa Montero en el restaurante La Fiorentina.

Hace cinco años Teresa, una de sus principales biógrafas y autora de las colecciones sobre su obra, ideó un itinerario llamado “O Rio de Clarice”, que recorre los barrios en los que vivió, sus lugares favoritos, el escenario de sus personajes, combinando la información lispectoriana con el patrimonio cultural y natural de la ciudad. Y es que alrededor de la escritora hay una gran comunidad de lectores y fans. Prueba de ello es que sus creaciones son “libro de cabecera” de muchas personas (considerando blogs, páginas y comunidades asociadas) con títulos como Eu amo Clarice Lispector, Clarice Lispector fala por mim.

Admirada por el público y por los expertos, la autora pasó directo al canon y a la canonización.

En La Fiorentina se reunía la bohemia de los sesenta. Los mozos cuentan, en un guion aprendido, que la autora pedía pizza o pollo apanado con papas fritas. Cero glamour. Nos indican la mesa habitual en la que se reunía con sus amigas, la artista plástica Maria Bonomi y la escritora Nélida Piñón, y nos sentamos ahí. No tengo la suerte de llegar el día del recorrido, pero Teresa, a punto de viajar al interior, me ayuda a trazar el itinerario en un mapa de la oficina de turismo, que llenamos con números de buses, nombres de personas y lugares que se suman a mis marcas. Después de todo, los viajes son una ruta personal que nadie más puede repetir. Me cuenta cómo “La hora c”, la celebración del día del natalicio de la autora, el 10 de diciembre, ha tomado fuerza y se repite cada vez con asistentes que recorren a pie y en bus este mapa vital y literario. En algunas paradas irrumpe un grupo de teatro que escenifica sus textos. Ella, que circula entre el mundo de la literatura, el teatro, la cultura y la ecología, ha logrado fundir todos esos saberes en los recorridos.

Es ejemplar su pasión. Hay que enseñar con fe y, ojalá, fuera de las aulas.

Camino una cuadra y estoy en la rua Gustavo Sampaio 88. El domicilio de sus últimos once años de vida, ubicado en la zona sur, entre la playa y la ciudad. Un sector residencial con plazas y edificios pequeños, con fruterías y quioscos en las esquinas. Un edificio austero color rosado-grisáceo luce en la entrada una placa con su nombre y fechas significativas. Aquí escribió varios de sus libros y también sufrió un grave accidente. Miro al piso séptimo. Una madrugada de 1966 Clarice, fumadora impenitente, toma una pastilla para su crónico insomnio y aspira un cigarrillo en la cama. Se queda dormida y el fuego se propaga por la cama, las cortinas, el mobiliario, el papel mural, parte de su cara y su mano derecha. Pasará varios días entre la vida y la muerte, delirando por el dolor físico que le provocan las quemaduras y los puntos. Unos años atrás ella ha entrevistado, en su labor de periodista, al cirujano plástico Ivo Pitanguy, que ahora le reconstruye parte de su mano y su rostro; quedará para siempre con una expresión rara.

Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Escribo por la incapacidad de entender.

En esa misma calle queda el hotel, el actual Tulip Regente de Leme, en el que se hospedaba para terminar sus libros. La dueña de casa real necesitaba un oasis donde encerrarse a escribir o revisar cuartillas. A quinientos metros estaban su familia, a quinientos metros su habitación y su empleada, que resolvía todos los detalles domésticos, a quinientos metros el vecino almirante que la espiaba con unos binoculares, a quinientos metros el hijo con esquizofrenia, que fue empeorando con los años, siendo internado una y otra vez. Y seguramente en esa habitación solitaria tenía que batallar con sus aprensiones.

Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto –y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar–. Para escribir tengo que colocarme en el vacío.

El jardín de los senderos que se bifurcan

De Barcelona a Río de Janeiro he seguido la pista a Lispector, en sus libros, en los estudios sobre su obra, en materiales inéditos, en su ciudad. Cuando comencé a leerla, era joven y soltera, ahora soy adulta, estoy casada y tengo dos hijos, como la mujer que se fuga por la ciudad en su magistral cuento “Amor”. Yo también soy una dueña de casa, entre otros oficios, y ahora subo al autobús rumbo al Jardín Botánico buscando a un ciego que masque chicle. Sí, como a la protagonista Ana, que mientras regresaba de las compras se sentó por casualidad frente a un ciego que mascaba chicle, y esto le causó un quiebre en su apacible vida. Desde ese momento, el abismo, los cuestionamientos de la edad adulta. La sensación de amor por el ciego y por la vida la colman al punto de dejar los huevos de la bolsa y quedar paralizada en medio de un grupo de pasajeros que la observan extrañados. La protagonista pierde la parada y desciende en la entrada del Jardín.

Mi bus se detiene varios minutos en el shopping Botafogo, y suben alrededor de diez personas adultas. Yo sigo buscando entre los pasajeros a un ciego que masque chicle. Un hombre con retinas albas y mandíbulas batientes. Rodeamos la lagoa y solo encuentro a un miope con enormes lentes de aumento y a dos chicas jóvenes de quijadas cadenciosas y hablar rápido. Mi esperanza está en el jardín. Cuando entramos por la avenida, toco el timbre y desciendo por la puerta trasera.

El Jardín Botánico es quizás uno de los oasis naturales más impactantes del mundo. Muy superior, en mi opinión, al Central Park, en Nueva York, o al Hyde Park, en Londres. Es un parque de doscientos años de antigüedad, con 55 hectáreas de árboles, huertas, invernaderos, un lago y un jardín sensorial pensado para personas con deficiencia visual. Avanzo por la Calle de las Palmeras cruzadas por varios claroscuros, rodeo la Palmera Imperial. A medida que sigo, los senderos diagonales se bifurcan, esparciendo letreros de los nombres científicos de las plantas: Roystonea oleracea, Theobroma cacao L., Mangifera indica. Se escucha tímidamente el ruido de los animales e insectos al acecho en el Río de los Macacos. Baja la tarde y aparece un tamanduá, un tipo de oso hormiguero de boca puntiaguda, que apenas logro fotografiar bajo el esplendoroso árbol Ipê-roxo. Cientos de grillos pululan por el Lago Frei Leandro. Cierro los ojos en el jardín sensorial y recorro los puntos del braille que explican las especies vegetales sin lograr más que acariciar dedales, y a un lado, como una trampa, el cactario; sus espinas pinchan las yemas de los dedos como un pequeño castigo.

¿Cuál será el banco en el que Ana se sentó y dejó correr su río personal?

La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del infierno.

Lispector no solo escribió sobre dueñas de casa, sino también sobre niños y animales. Niñas iluminadas. Animales místicos.

Todos los ríos dan al mar

Clarice Lispector no vivió toda su vida en Río de Janeiro. Se casó con un compañero de carrera, Maury Gurgel Valente, con quien tuvo dos hijos, y a quien acompañó en su trabajo diplomático por Italia, Suiza y Estados Unidos, hasta la separación de la pareja en 1959, cuando regresa a Brasil. En esos años afianzó los hilos con su ciudad a través de una extensa correspondencia con sus hermanas y amigas.

En paralelo trazó un Río imaginado, extrañado, esbozado, escrito en sus personajes. Y también un otro río –río interno–. Desfilaba el río personal de sus personajes, cuyas conciencias y anhelos fluían desde las cavernas de su psique. Un mapa de Río de Janeiro y un mapa de subjetividades se cruzan en el afluente de sus personajes, en el manantial infinito de sus conciencias, en el descubrimiento de la belleza de lo cotidiano, el impacto de la trivialidad, en ese arduo proceso de conquistar la libertad, siempre un nado contra la corriente.

En los recorridos durante su etapa de mujer separada, de regreso a Río, aparece su rincón preferido: el Largo do Boticário. Un pasaje con siete casas del siglo XIX y una vegetación exuberante de mata atlántica, localizado a unos metros de la subida al Corcovado, en el barrio de Cosme Velho, que vale la pena conocer. Ahí vivía su amigo el artista Augusto Rodrigues, ahí cenaban, bebían, era su espacio bohemio. He pasado tantas veces por fuera desconociendo esta plazoleta rodeada de caserones incomprensiblemente abandonados entre helechos. Espío a través de los marcos de las ventanas las evidencias de un antiguo esplendor.

En esa época consolida su participación como columnista en diversos periódicos, allí escribirá bastante sobre lo que le ocurre en los trayectos que debe realizar por la ciudad. Porque la Clarice real se movía en taxi y conversaba con los conductores. Ella decía que era su capricho burgués. Varias de sus crónicas hablan de esas pequeñas entrevistas, parece que, a cada minuto, estaba examinando el alma. En el trayecto de Leme al centro imperial de la ciudad solía preguntar: “¿Qué es para usted el amor imperecedero?”, “¿se ha quemado alguna vez?”; entre el Museo Nacional a su antiguo barrio de Catete: “¿Ha sentido la muerte en su habitación?”, “¿cómo se olvida a alguien que te duele?”.

Ahora el vector lispectoriano me lanza lejos, a una zona fuera del cerco turístico. Tres buses, uno equivocado, cuatro personas que me orientan y me extravían con sus indicaciones. Camino por calles de tierra bajo el sol furioso del mediodía. Todo esto para llegar hasta São Cristovão, un barrio próximo al aeropuerto, más rural y pobre. No hay que ser ingenuo, toda ciudad tiene su revés. Desde acá observo el andarivel que ofrece un recorrido por las favelas para turistas que andan en busca del “set” de alguna película tercermundista. Por fin, encuentro el recinto de la Feria Nordestina de São Cristovão para buscar a Macabea, la tímida protagonista de La hora de la estrella, la chica semianalfabeta que trabaja como mecanógrafa y vive en una pensión miserable. Río puede ser intimidante para una muchacha de provincia, y ella busca en las barracas de esta fiesta popular a personas que hablen con su acento, bailen su música. Inevitablemente busco a la muchacha menuda y de peinado antiguo que protagonizó la versión fílmica de Suzana Amaral. La busco en esa pequeña fonda en la que me confunden con una gringa y me hablan en inglés, donde consigo comprar un aceitoso acarajé bahiano.

¿Cuál fue la verdad de mi Macabea? Basta descubrir la verdad para que ya no exista: pasó el momento. Pregunto ¿qué existe? Respuesta: no existe.

Sigo las marcas de mi recorrido carioca. A unos metros, en la misma área de São Cristovão, está el zoológico en la Quinta da Boa Vista. Me es extraño entrar a un zoológico sin niños que pidan ver el elefante o la jirafa, o que me exijan compulsivamente algodones de azúcar o palomitas de maíz. Paso una jaula tras otra sin prestar mucha atención a las especies en exhibición porque voy a buscar al búfalo, siguiendo los pasos de la mujer del cuento “El búfalo”, que decide pasar una decepción amorosa frente al animal encerrado. ¿Qué se hace cuando alguien ya no te ama? El crimen puede ser no amar de forma correspondida. La protagonista implora amor y odio a la bestia pero esta le devuelve una mirada calma, y ella se siente presa del deseo de cometer un asesinato.

Archivos y manchas

Una mañana me sumerjo en los archivos de la Fundação Casa de Rui Barbosa. En la antesala del edificio del acervo hay un apacible jardín lleno de niños en pleno barrio de Botafogo. He pedido cita con antelación y me ubican en un escritorio solo con un lápiz y hojas de papel reciclado tamaño oficio. Estuve en este lugar diez años atrás y ahora sé que se han liberado nuevos materiales que solicito en el mesón. Me siento una arqueóloga del pasado de Clarice, de sus secretos. Los nuevos documentos van apareciendo uno a uno: el acta de divorcio por mutuo acuerdo y la pensión que establece un tercio del sueldo del marido para la esposa. En la página siguiente, está la carta del exmarido diplomático, que pide a su madre ayudar a Clarice en su regreso a Río de Janeiro y que la trate “como si nada hubiese sucedido”, que ella y los niños necesitarán su ayuda. De sí mismo dice que está tranquilo, pero que no se arrepiente de esos años de convivencia, que “si regresara atrás tomaría el mismo camino”. También hay cartas de editores extranjeros que la felicitan por su obra, pero que se excusan de publicarla o bien le dicen que sus anécdotas son muy triviales; ninguno sospechaba que se la compararía con los filósofos más relevantes del siglo XX.

¿Qué buscaba Lispector? En varios escritos lo verbalizó: “Pegar a coisa” (tomar la cosa). Un deseo vehemente de alcanzar el núcleo de las cosas, captar el “it”. Una constante reflexión sobre el lenguaje y, en especial, sobre los límites de la palabra; ella misma lo dijo así:

La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno.

Aparecen muchas fotos. A través de los años estas imágenes se me han hecho familiares. En todas se ve delgada, con un rostro de rasgos cubistas, los ojos grandes, el párpado delineado, los pómulos altos y brillantes. Su bello retrato por De Chirico. La foto con su perro Ulises a los pies, mientras teclea en la máquina de escribir. O la otra imagen en la que inclina la cabeza para oler el aroma de una flor en la zona sur, en Italia, y destaca su frente curva. Adentro de un abrigo con cuello de piel, y, en segundo plano, sus niños jugando en la nieve en Washington, D. C. Sus piernas largas sobre los esquís en un centro invernal en Suiza, o con un pañuelo alrededor de la cabeza, en Polonia, que le da un aire de campesina rusa. Entre algunos objetos está un peine de cabello que le envía de regalo la escritora paulistana Lygia Fagundes Telles; me pruebo el accesorio como si en ese gesto pudiera tomar alguna de las hebras del adn de la amistad entre ambas autoras.

Una mujer enigmática, en torno a ella giran tantos mitos: que estuvo hospitalizada en instituciones psiquiátricas, que había leído poco o que era una lectora refinada. Que pasaba adormecida por la medicación, que era neurótica, insoportable, encantadora, solitaria y dependiente. O que era muy amiga de sus amigos, que ni al cine asistía sola. Que era amante de Olga Borelli, su secretaria e íntima amiga. Que construyó amores imposibles durante su vida de mujer separada. Por ejemplo, existe una anécdota cruel en la que, bromeando sobre ella misma, le deja claro al jefe del diario en el que trabajaba su dificultad para establecer una relación de pareja: “No comprendes, yo no puedo tener sexo con nadie, tengo el cuerpo entero quemado.”

De su faceta de madre sabemos de la cercana relación con Paulo, su hijo menor, hay una abundante correspondencia con él mientras este pasa una temporada con su padre en Estados Unidos. Cartas cariñosas, llenas de bendiciones, bromas y consejos lispectorianos: “Paulo, el sentimiento de soledad es uno de los más difíciles de vivir, pero usted va a sacar ventaja de esta experiencia. Ya verá.” Y al mismo tiempo, celosa, le pide que no se acostumbre a su “familia americana”. Para ese entonces Maury Gurgel ha contraído segundas nupcias. Le cuenta que Pedro no está nada bien, eso le quita alegría de vivir. Y se despide diciéndole: “Tú eres el mejor libro que jamás he escrito, de eso no hay duda.”

De sus amores de pareja se sabe poco. Una relación prohibida parece haberla dejado decepcionada; el material sigue extraviado o retenido en alguna parte. No sé por qué recuerdo la voz de Joana, la misteriosa protagonista de su primera novela:

Tengo que buscar la base del egoísmo: todo lo que no soy no me puede interesar, es imposible ser algo que no se es –sin embargo yo me excedo a mí misma incluso sin el delirio, soy más de lo que suelo ser normalmente–; tengo un cuerpo y todo lo que haga es continuación de mi principio.

Es 1969 y su letra ha cambiado, su estilo de redacción también. Dice que está mentalmente fatigada. Que escribe mal y a mano porque los médicos le piden que se ejercite después del accidente. Las cartas de sus amigos apuntan a contenerla durante sus crisis nerviosas y depresiones; es evidente que navega en un océano de angustia. Y como una prueba más de ese difícil periodo destaca una nota escrita a mano de Maria Bonomi: “Clarice, solo los estúpidos consiguen ser felices, la felicidad es una promesa del capitalismo.” En un papel que se conserva en el archivo, proveniente quizás de un cuaderno de notas de sus proyectos, dice respecto a la corrección de su libro Agua viva: “Abolir la crítica, la crítica seca todo.” De pronto un dibujo en una cartulina de treinta por veinte centímetros. ¿Pintaba? Un diseño con colores terrosos y formas prolongadas entre los documentos.

Sonrío, río en este afluente íntimo.

Y cuando el misterio de su vida y obra se consigna en un constante hallazgo y desencuentro, tropiezo con el informe del test de Rorschach realizado por la psicoanalista Clarisa Valente, ocho páginas mecanografiadas en francés. ¿Por qué un documento tan personal figura entre materiales de consulta pública? ¿Por qué está escrito en francés? ¿Lo que dice el test no es lo que ha venido diciendo la crítica literaria? Imagino sus ojos exóticos y verdes describiendo las formas de las manchas del test. Manchas, dice el informe, que apuntan a una inteligencia superior. Manchas para indicar los múltiples talentos y las luchas internas. Manchas que concentran energía y precisión. Manchas que indican que debe disciplinar la función lógica. Por ahí se dice que la perseverancia es un capital. Una mancha morada para esbozar un caprichoso carácter egocéntrico. En su relación con el mundo, se recomienda dirigir intenciones, no perder detalles. Oscilación entre los grandes valores y la intuición artística y la abstracción científica. Capacidad de contemplación y pensamiento plástico. Retomo el dibujo que encontré como si ella hubiese pintado una de las láminas del test. Se esboza un inconstante intervalo por afectos, ¿qué querrá decir eso? Tal vez significa amar como algo discontinuo. Habría que preguntarse por dónde circulan los informes de todos los tests de Rorschach que uno ha dado por terapia, en procesos de selección laboral. Habría que incendiar la constancia de nuestras miserias y dolores.

Desistir de nuestra anormalidad es un sacrificio. ~

+ posts

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) es narradora, ensayista y docente.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: