Los libros se multiplican en proporción geométrica. Los lectores, en proporción aritmética. De no frenarse la pasión de publicar, vamos a un mundo con más autores que lectores.
La editorial Lulu (que publica cien libros diarios pagados por los autores) estima que en 2052 habrá en los Estados Unidos 148 millones de autores y 129 millones de lectores (véase Authorgeddon en Google y gráfica anexa).
Seis siglos antes, cuando empezó la imprenta, se publicaban, digamos, cien libros al año con tirajes de cientos de ejemplares. Predominaban los textos antiguos (bíblicos, griegos, romanos o patrísticos) en latín o traducidos, y las explicaciones y comentarios de los mismos, aunque algunos contemporáneos se atrevían a alternar con los clásicos. Quizá por eso, desde entonces, verse en letras de molde parece una consagración: inmortalizarse como un clásico.
A principios del siglo XXI, la grafomanía universal publica un millón de libros al año con tirajes de miles de ejemplares. Muy pocos se reeditan, menos aún se traducen. Predominan los autores que no publican para el público, sino para el currículo. En el otro extremo están los que escriben para el mercado: para educarlo, informarlo o divertirlo ganando dinero. Quedan aparte los libros que nos acompañan: los libros dignos de ser releídos (los clásicos) y los contemporáneos inspirados en esa tradición.
Es una tradición vigorosa que se ha fortalecido con las innovaciones que parecen amenazarla. Cuando apareció el mercado de libros en Atenas, Sócrates lo consideró lamentable porque los libros son inferiores a la conversación. Dos milenios después, cuando aparecieron los libros impresos, hubo lectores elegantes que no querían tenerlos en sus bibliotecas y contrataban calígrafos para que les hicieran copias manuscritas (James J. O’Donnell, Avatars of the word).
En el siglo XX, cuando aparecieron las cadenas de televisión, se habló del fin del libro. Sucedió lo mismo cuando aparecieron los cederromes (que ahora van de salida) y luego la internet. Paralelamente, las cadenas libreras, los bestsellers, el star system autoral y los grandes grupos editores han hecho temer el fin de la diversidad frente a la concentración del mercado en unos cuantos títulos, autores y consorcios.
Pero que algunos títulos vendan mucho no significa que los otros desaparezcan, sino que se mueven fuera de los reflectores. Y las nuevas tecnologías digitales (la internet, las prensas que producen cada ejemplar de un libro, a medida que se venda) han multiplicado los millones de títulos disponibles. La tradición lectora sigue viva, aunque nunca salgan en televisión noticias como: Ayer, un estudiante leyó la Apología de Sócrates y se sintió más libre.
Hay en la experiencia de leer una felicidad y libertad que resultan adictivas. Eso explica el vigor de la tradición. La lectura libera. Se extiende a leer la vida, a leer quiénes somos y en dónde estamos. Anima las conversaciones de lector a lector. Se contagia por los lectores en acción: padres, maestros, amigos, escritores, traductores, críticos, editores, tipógrafos, libreros, bibliotecarios y promotores del vicio de leer.
La personalidad única de cada lector florece en la diversidad y se refleja en su biblioteca personal: su genoma intelectual. Y la animación lectora continúa la conversación, entre los excesos de la grafomanía y los excesos del comercialismo, entre el caos de la diversidad y la concentración del mercado. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.