Mar de motos en Saigón

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Cuando llegué a Hanói recorrí durante un buen rato las habitaciones libres de mi pequeño hotel “boutique” que había contratado por internet –esto es, un hotel de bolsillo, al margen de las agencias de turismo y sin la obligatoria cnn en la televisión del desayuno–, en busca de aquella que me ofreciera un nivel de ruido aceptable. El patrón del hotel me seguía con sumisión oriental y una sonrisa un tanto ambigua, sin querer decirme –de todas formas yo terminaría por descubrirlo, es algo insorteable– que no existe en Hanói tal cosa como un nivel de ruido aceptable. No en el centro, al menos, donde en un metro cuadrado pueden pasar casi tantas cosas al tiempo como en Nueva Delhi, que ya es decir. Y el centro es la parte interesante de Hanói. O sea que lo mejor es acostumbrarse a los tapones de cera en los oídos, aunque es mejor traerlos puestos pues en Hanói, la ciudad que después de la guerra hacía hablar a algún cronista de un “silencio casi sobrenatural” en sus calles ocupadas por los ciclistas,1 todavía no han considerado oportuno importarlos, o fabricarlos.2 A lo mejor esperan que el nivel de ruido sea realmente inaceptable. A fin de cuentas apenas ahora se comienzan a despedir de los miles de años de una civilización agrícola en la que, por ejemplo, el rey enviaba a las concubinas rebeldes a tejer seda blanca a un monasterio retirado frente a un pequeño lago que no es difícil imaginar silencioso y casto. Hoy, en medio de la ciudad, el monasterio está cercado por colegios que a su vez bordean el lago, cerrado al tráfico pesado –por lo visto se prefiere el riesgo del agua al de los coches–, y al atardecer, en estruendo, el idioma más universal que existe: niños jugando.

Treinta y cinco años después de la guerra entre el norte de Vietnam y un sur aliado con Estados Unidos, la impresión dominante, en especial en el norte, es que la guerra no ha terminado del todo. Y no solo porque norte y sur sigan siendo regiones muy distintas, lo que se nota desde el urbanismo hasta el clima. Ni tampoco porque en museos, calles, librerías y demás se sigan presenciando arcaicos ejemplos de una suerte de religión que se creía en decadencia, al menos en política: el culto a la personalidad. En este caso, Ho Chi Minh, el líder que ganó la guerra de independencia de la entonces Indochina contra Francia, y luego inspiró la guerra contra Estados Unidos. Esa santificación laica a caballo de la religión y la publicidad recuerda los viejos tiempos de la Unión Soviética y el Telón de Acero, aunque sin llegar a excesos como la Rumanía de Ceauşescu o la actual Corea del Norte, con la única dinastía hereditaria comunista en el mundo, a falta de confirmar la cubana. Allí se han registrado niveles que ni Orwell pudo imaginar en las peores fiebres de la tuberculosis. Por otra parte, el culto a la personalidad ¿es patrimonio comunista? En la vecina Tailandia el culto es quizá mayor hacia el rey Bhumibol Adulyadej, cuyas imágenes tamaño top model ocupando grandes espacios en Bangkok parecen hacer las veces de un moderno Gulliver vigilando a los pobladores enanitos que se agitan contra la contaminación y los rascacielos en una de las varias ciudades que en el mundo superan los veinte millones de personas.

En Hanói y sobre todo en Ciudad Ho Chi Minh (Saigón) se pueden apreciar ya los signos inequívocos de la nueva Asia: rascacielos para impresionar, afición al lujo que se concreta en tiendas con precios de escándalo destinados a los nuevos millonarios locales pues para los visitantes no son competitivos, y modos inequívocamente capitalistas en el comercio. Todo ello acompañado siempre por la suave amabilidad que preside el trato en todo el continente… y que no son buenos modales sino viejísimas tradiciones y creencias: El asiático cree a menudo que el occidental tiene modales de patán.

Hasta que se llega al dinero. La sorpresa, ahí, es encontrarse no solo con una dureza en la posición comercial por completo inhabitual en los países vecinos… sino también una voluntad de engaño que sobrepasa lo habitual en el trato de los nativos con los forasteros. El viajero cree haberlo visto todo, o al menos mucho, pero en Vietnam ha de reconocer que apenas ha visto nada. Cuando levanta la mano para detener un taxi y exige con veteranía que el coste sea por taxímetro, debiera desconfiar de la presteza con la que accede el conductor: pues el taxímetro está trucado de manera que una carrera puede salir más cara que en París. Entonces detiene un tuc tuc (pintorescos taxis-moto), y si el conductor accede a un precio razonable es porque va a detenerse en una o varias tiendas donde le pagarán comisión… siempre que el turista compre algo. Se sube entonces a un tuc tuc de bicicleta y disfruta la belleza de las viejas casas de Hanói, que ahora se puede apostar a que son casi siempre dependencias del Estado. Y cuando, con complejo de occidental neocolonialista, acepta que el conductor le deposite “a la vuelta de la esquina” de su destino… descubre que su destino está a dos kilómetros. Y así no una ni dos veces: el agradable chico de la franquicia que vende yogures helados afirma impávido y en correcto inglés (muchos vietnamitas y casi todos los jóvenes hablan inglés, ya casi nunca francés) que los precios escritos en la pared “se han quedado viejos”, y en un restaurante de exquisiteces, con buen cuarteto de jazz, uno se encuentra con que a alguien se le ha caído, en la cuenta, el plato más caro de la carta. (Una carta ya no regalada, como hasta hace poco: los precios se han hasta duplicado en un año.) Hay muchos más ejemplos, casi que uno por transacción.

¿Y por qué esa falta de reglas habría de ser un rastro de la guerra? Bueno, en las crónicas de aquella es fácil encontrar quejas de los corresponsales por lo peligroso que resultaba andar… ¡por las calles de Saigón! A causa de los ladrones. Pero sobre todo porque esa dureza lo que refleja es una ausencia de código detrás, o si se prefiere, la presencia de un código, todavía, de dureza: ¿un código de guerra? Sobre todo con el antiguo colonizador, o que se le parece. Si un hombre aparcado decide apretar el acelerador de su camioneta y vaciar una densa nube de porquería negra sobre una pareja de occidentales que justo en ese momento pasan por detrás, ¿es casualidad? Cuanto más lo recuerdo, menos me lo parece. No parecía muy sorprendido el impávido conductor cuando le llamé la atención. Era la hora de la salida de los colegios y no creo que lo hubiese hecho sobre dos de los muchos escolares que andaban por ahí.

Y no se diría que a ninguna autoridad le importe. Algo que se corrobora en varias de las muy pocas librerías existentes, donde lo que preside, lo mismo que en los muchos museos históricos o de construcción de la patria, es la figura de Ho Chi Minh y, además de traducciones inocentes de clásicos juveniles o libros de cocina, manuales de adoctrinamiento de un comunismo ya de otra época incluso en China. Hace seis meses en China se podían ver no pocos libros, y no forzosamente descalificatorios, sobre Chiang Kai-shek, el adversario de Mao que tras perder la guerra civil se hizo fuerte en Taiwán. Algo equivalente sería de momento inimaginable en Vietnam (enemigo histórico de China, que ocupó el país durante siglos). Una rigidez que convive por lo demás con la presencia de una notable cantidad de magníficas pagodas vivas, esencialmente budistas, sobre todo en Saigón, mucho más difíciles de encontrar en China.

Pero sería un error considerar que son abundantes o evidentes los rastros de la guerra en el moderno Vietnam, un país, está claro, hacia adelante. Y sobre todo por las dulzuras de su cocina que –además de la inolvidable bahía de Ha Long, un sueño surrealista en invierno, con el mar en calma, y en general ese país verde y alargado que apenas ha cambiado desde la guerra– posiblemente constituya en el futuro su industria de exportación. ¿Por qué no? Lo sorprendente es que restaurantes vietnamitas no estén colonizando ya el mundo entero, cuánto más que su gastronomía es a base de elementos muy sencillos. El secreto está quizá en la originalidad y sabiduría de su cocción, y en las salsas. Basta visitar los abarrotados restaurantes de todo el país para intuir ese futuro… aunque los restaurantes llenos, o en la calle, atraviesan el continente. Más allá de la inacabable variedad china, o de las delicadezas japonesas, la cocina vietnamita es otra cosa. Y qué cosa. Necesitaría otra crónica solo para la introducción.

Decía que el país apenas ha cambiado desde la guerra pero era un recurso retórico, y poco aplicable a las ciudades. La tarde del último 31 de diciembre nos estuvimos preguntando a qué fiesta gigantesca se dirigirían las columnas de motos a las que parecían haberse subido todos los habitantes de Saigón, y a menudo toda una familia de cuatro miembros por moto. Compadecíamos a los empleados de los aparcamientos, y a los porteros que se encontraran en el macro recinto de aquella celebración. Hasta que a medianoche, asomados a la terraza de nuestro hotel, a cien pasos de distancia del Hotel Continental donde se desarrolla El americano impasible, de Graham Greene (hoy convertido en un hotel casi temático para turistas ricos, lo mismo que toda la memorable rue Catinat, hoy Dong Khoi), comprendimos que esa era la macro discoteca: la calle. Y que la celebración era con la moto. Estar subido a ella, dándole a la muñeca para producir ruido y contaminación, era la forma de celebrar. Un gigantesco atasco deliberado y feliz, que parecía la plasmación del peor caso en un congreso de jefes de tráfico de todo el mundo. Los saigoneses se habían arrojado al centro para celebrar en la calle, mientras en las terrazas de los hoteles los turistas saludaban la llegada del nuevo año con la habitual y exasperada falta de imaginación de todo el mundo, en todas partes.

Y sin embargo, a las dos de la mañana del nuevo año el atasco se había deshecho como con disolvente y el ruido de la noche en Saigón era tan aceptable como cualquier otra madrugada. A fin de cuentas, a las nueve de la mañana muchísimos saigoneses estarían en sus trabajos, en un primero de año apenas distinto de cualquier día laboral.

Lo que no deja de intrigar es: si esa era la celebración para recibir el año 2011 en un país con ochenta millones de personas, ¿cómo será el atasco en el año 2050, cuando está previsto que lo habiten 150 millones? ~

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Pedro Sorela es periodista.


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