Hace más de un siglo, Mark Twain ya sabía que si después de tus chistes agregas varios "jajajaja" y muchos más signos de exclamación, eso significa que lo que has escrito no es suficientemente gracioso. En 1897, Twain publicó el libro How to tell a story and other essays. El ensayo que la da nombre al volumen se ha convertido en un clásico para hablar de su concepción del humor y para entender cómo ha evolucionado esa tradición norteamericana del stand-up comedy, práctica de la que Twain era seguidor y que hasta hoy mantiene su fama gracias a gente como Dave Chapelle, Louis C.K., Jerry Seinfeld o Daniel Tosh, entre muchos otros. La traducción es mía y se presenta en dos partes.
No pretendo afirmar que yo puedo contar una historia como debe ser contada. Lo que sí aseguro es que conozco la manera en que se debe contar una historia porque, desde hace muchos, frecuento casi diariamente la compañía de los más expertos narradores.
Hay muchas clases de historias, pero sólo una que impone dificultad: la humorística. Hablaré sobre todo de ésta. La historia humorística es americana, la historia cómica es inglesa y la historia ingeniosa es francesa. Para lograr su efecto, la historia humorística depende de la manera en que se cuenta; la historia cómica y la ingeniosa, en cambio, dependen de los hechos narrados.
La historia humorística, por su capacidad de extenderse, permite la divagación y no llega a ningún lugar en particular; la historia cómica y la ingeniosa deben ser breves y tener un final claro. La historia humorística se va inflando; las otras explotan.
La historia humorística es una obra de arte y sólo un artista puede contarla, pero no hay necesidad de recurrir al arte para contar una historia cómica o ingeniosa: cualquiera puede hacerlo. El arte de contar una historia humorística –y por contar me refiero a narrarla en voz alta, no a escribirla– fue creado en los Estados Unidos y aquí se ha mantenido y desarrollado.
La historia humorística se cuenta en tono grave: el narrador hace un gran esfuerzo por ocultar que piensa que hay algo gracioso en lo que dice; por el contrario, antes de comenzar, el narrador de una historia cómica te asegura que la que viene es la historia más graciosa que él ha escuchado, luego la cuenta con placer y entusiasmo y es la primera persona en reírse cuando ha terminado. A veces, si la historia tiene éxito, su felicidad lo lleva a repetir el chiste de la historia y a mirar cara a cara a la audiencia, recogiendo los aplausos que le brindan antes de repetir la historia completa de nuevo. Es algo bastante patético de presenciar.
Con frecuencia, las historias humorísticas, dispersas y errabundas como son, también tienen un chiste, o un centro o golpe final, o como sea que lo llamen. Pero el escucha debe estar alerta, pues en muchos casos el narrador procurará desviar la atención de ese centro al mencionarlo de manera indiferente y cautelosa, como si él mismo no supiera que lo que está diciendo es la esencia de la historia.
Artemus Ward usaba este recurso de manera magistral: en el momento en que la audiencia entendía el chiste, él miraba hacia arriba con fingida sorpresa, como preguntándose de qué se reía la gente. Dan Setchell usó este recurso antes que él; Nye, Riley y otros lo usan ahora.
Pero el narrador de la historia cómica no sugiere el chiste: lo grita. Y cuando lo escribe y lo publica en Inglaterra, Francia, Alemania o en Italia lo resalta en itálicas, le agrega signos de exclamación y con frecuencia lo explica entre paréntesis. Esto es deprimente y hace que uno considere renunciar a las bromas y buscarse una vida mejor.
Daré un ejemplo del método cómico, para lo cual usaré una anécdota popular alrededor del mundo desde hace mil doscientos o mil quinientos años. El narrador la cuenta de esta manera:
El soldado herido
En medio de una batalla, un soldado que había perdido una pierna le pidió a otro que pasaba por allí que lo llevara a retaguardia, pues no podía caminar debido a la herida que había sufrido. El generoso hijo de Marte cargó en hombros al infortunado y procedió a llevar a cabo su deseo. Los disparos volaban en todas direcciones, y una bala de cañón le voló la cabeza la soldado herido sin que su salvador se diera cuenta.
Poco tiempo después un oficial lo llamó y le dijo:
“¿Qué está haciendo con ese cadáver, soldado?”
“Lo llevo a retaguardia, señor. Este hombre ha perdido una pierna”
“¿Una pierna?”, respondió el oficial asombrado, “usted querrá decir que ha perdido la cabeza, tontito”
El soldado se deshizo de su carga y, perplejo, se quedó mirando el cuerpo. Después dijo:
“Es verdad lo que usted dice, señor”, y luego de una pausa, añadió: “¡¡¡¡Pero él me DIJO que HABÍA PERDIDO SU PIERNA!!!!”
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Aquí, el narrador estalla en carcajadas estruendosas y asfixiantes, repitiendo la última frase de vez en cuando entre jadeos y aullidos.
Toma apenas un minuto y medio contar esta anécdota en su forma cómica, y en realidad ni siquiera vale ese pequeño esfuerzo. En su forma humorística, como la cuenta James Whitcomb Riley, la anécdota demora diez minutos y es lo más gracioso que yo he escuchado.
Riley la cuenta personificando a un granjero viejo y estúpido que acaba de escuchar la historia por primera vez, que piensa que es increíblemente graciosa y que está tratando de contársela a un vecino. Pero como él no la recuerda, se confunde y divaga desamparadamente, agregando detalles tediosos que no pertenecen a la historia y que sólo la dilatan. Omite detalles y agrega otros que no tienen sentido; comete pequeños errores de vez en cuando y se detiene para corregirlos y para explicar qué lo llevó a comerterlos; recuerda cosas que había olvidado y vuelve atrás para ponerlas en su lugar correcto; detiene la narración un buen tiempo e intenta recordar el nombre del soldado herido, para finalmente reconocer que el nombre no estaba mencionado en la historia y que, de hecho, no tenía ninguna importancia –sería mucho mejor saberlo, claro, pero después de todo no es nada importante– y así sucesivamene.
El inocente narrador está feliz y satisfecho consigo mismo y debe detenerse alguna vez para aguantarse la risa; de hecho lo hace, pero su cuerpo tiembla como gelatina debido a las risas que sofoca. Al final de los diez minutos el público está agotado de reírse y lágrimas comienzan a correr por el rostro de la gente.
La simpleza, la inocencia y la sinceridad y del viejo granjero están perfectamente simuladas, y el resultado es una representación encantadora. Esto es arte, y sólo un maestro puede llevar a cabo esta bella representación. Una máquina, en cambio, podría perfectamente contar la otra historia.
(continuará)
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.