El estudiante que empieza a leer a Leibniz tropieza de inmediato con algunos atascaderos. Una de esas dificultades es esta: el mundo está constituido de mónadas, entes metafísicos cuya adición compone todo lo que existe. Ahora, la mónada tiene que ser simple, es decir no compuesta de partes (porque si no, no serían las mónadas sino las partes de la mónada, los constituyentes del mundo). Dado que son simples, las mónadas tienen que ser inmateriales, puesto que, según Leibniz, la materia es infinitamente divisible. Por esta concepción, Leibniz niega la teoría atómica: el átomo sustantivo y constituyente de la realidad es imposible porque por pequeño que sea puede dividirse y volver a dividirse ad infinitum. Entonces todo, aun la materia, está compuesto de mónadas simples, que, puesto que son simples, no son ni pueden ser materiales. Las mónadas, por ser simples, son, pues, inextensas.
Y entonces le aparece al estudiante el siguiente problema: ¿cómo el agregado o suma de lo inextenso forma la materia, que es extensa? Miles de millones de mónadas inmateriales no pueden constituir ni siquiera la cabeza de un alfiler, no hay manera de que sumando lo inextenso se dé lo extenso. Y entonces el estudiante empieza a sufrir intentando imaginar una situación en la que la aglomeración de lo inmaterial pueda formar algo tan rotundamente material y extenso como el hueso de la pata de un pingüino.
En ese momento el estudiante está en el doliente y sagrado no entiendo que es el padre de todas las maravillas intelectuales y que prepara el goce del insight o comprensión más o menos brusca, goce intenso que paga con creces todo el desvelo y dolor del periodo anterior. Porque, todo investigador lo sabe, para subir al cielo de la comprensión hay que bajar primero al infierno del no entiendo. Pero el placer de la insight (literalmente ver por dentro) es incomparable y causa adicción.
El estudiante no tiene más remedio que seguir leyendo y avanzar en Leibniz con la espina del no entiendo clavada, si no en el corazón, sí en el cerebro. Y la cuestión vuelve y vuelve: ¿Cómo la suma de lo inextenso constituye lo extenso? Pero puesto así el problema no tiene solución. Hay que meter la mano en el pastel y buscar por otro lado, a grandes males, grandes remedios. Necesitamos, como en los problemas de geometría, trazar una línea imaginaria que nos saque del embotellamiento mental. ¿Cómo? Así: aceptemos que no es posible crear lo extenso sumando lo inextenso. Muy bien, ¿qué perdemos? La extensión.
Y ya estamos, Leibniz está negando la extensión, es decir, la realidad del espacio. En su pensamiento el espacio no existe objetivamente, es solo condición de mi percepción e imaginación del mundo, nada más.
Descartes había declarado que el atributo principal del mundo material es la extensión, cuando dividió lo existente en cosa pensante y cosa extensa. Pero Leibniz tiene un argumento contra esa caracterización: el vacío también tiene extensión, por lo tanto no puedo usar ese atributo para distinguir o caracterizar los cuerpos. Con él no puedo usar este atributo para distinguir un cuerpo del mero vacío, dado que el concepto es aplicable a las dos cosas que quiero distinguir.
El espacio es ilusorio: no es que esté ahí afuera de nosotros y nosotros situemos en él las cosas, como comúnmente se cree, sino es nada más operativo, relacional, distancia entre A y B. Podemos situar cosas, A debajo de B, por ejemplo, pero eso no pasa de nuestra manera de situar. Hay la situación, no el lugar donde se sitúa. Es decir, si no situamos nada, no hay espacio. Para intuir esto, imagina un espacio enteramente vacío, ¿qué podría ser eso si no hay ahí ninguna referencia, sin nada que esté lejos o cerca, ni arriba o abajo? Ese extraño e inconsistente vacío, dice Leibniz, no existe. El espacio aparece solo por nuestra necesidad de situar. Lo que caracteriza las cosas materiales no es la extensión, sino la impenetrabilidad. Si tú piensas que la impenetrabilidad presupone la extensión, es decir, el espacio, es porque tú al imaginar tienes que situar en términos espaciales, pero esas son limitaciones de tu imaginación, no de la realidad.
Con lo que resulta la aparición de un universo claustrofóbico que entero cabe en un punto. Y ese universo es real, pero tú no puedes imaginarlo, solo concebirlo y aceptarlo con la razón que Dios te ha dado. ¿No te parece fascinante un punto elemental y sin dimensión donde pulula como si nada todo lo que existe?
Bertrand Russell escribió: “El objeto de la filosofía es comenzar con algo tan simple que parezca que no vale la pena enunciarlo y finalizar con algo tan paradójico que nadie lo crea.”
¿Verdad que sí?
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.