Estos días, los españoles conmemoramos el 80 aniversario de la mayor tragedia de nuestra historia contemporánea: el golpe de Estado de Franco y la guerra civil en que derivó, para dar paso a una larga dictadura. Es un buen ejercicio el de rememorar las funestas jornadas de julio de 1936, porque cada día 18 podemos decir que hemos puesto un año más de distancia con el horror. Pero la distancia entraña también el peligro del olvido y la tentación de edulcorar un pasado que no debería caber en ningún anhelo.
Íñigo Errejón recordaba con más épica que dramatismo la sublevación franquista: “Esta noche hace 80 años, las mejores de nuestras abuelas y abuelos [sic] comenzaban a salir en alpargatas a luchar por los humildes y la libertad”. La historia de la Guerra Civil encaja muy bien en el relato populista porque, como él, se construye sobre sujetos políticos antagónicos. Un conflicto fratricida necesita, como el populismo, dos bandos irreconciliables, a los que uno y otro atribuyen unas características morales. Así, los mejores de nuestros abuelos lucharon por el bando republicano, mientras que los peores, se deduce, lo harían por los sublevados.
El populismo desdeña la complejidad de lo factual y proporciona un relato simple y acrítico, desprovisto de aristas y matices, que es, claro, incompatible con la verdad. Como lo era también la narrativa oficial del franquismo, que dividió el país en una España digna, católica y trabajadora, y una anti-España judeomasónica, comunista y maleante. Es un ejemplo más de la estrecha relación entre nacionalismo y populismo.
Frente a la política de bloques, sin embargo, cabe rememorar la terrible fecha del 18 de julio celebrando la historiografía. Se dice que la Guerra Civil española es el segundo conflicto histórico que más literatura ha inspirado, solo por detrás de la Segunda Guerra Mundial. Gracias a los historiadores podemos seguir recordando aquello que no hemos vivido y evitar, de este modo, la sacralización de una facción y el maniqueísmo que conducen a la comisión de errores pasados.
De todas las guerras, las peores siempre son las que se hacen entre compatriotas. La guerra es consustancial al ser humano y sus consecuencias siempre se cuentan como pérdidas. No obstante, el devenir político ha estado marcado por el conflicto bélico. En la modernidad, las naciones se forjaron, sobrevivieron y se expandieron por medio de la guerra. Como ha explicado Álvarez Junco, para hacer la guerra, el Estado debe acumular recursos económicos y coercitivos. Tener un ejército y una flota permanentes implica que la población ha de sostener el esfuerzo bélico con sus manos, en el frente, y también con sus impuestos.
Gestionar las milicias y la recaudación impositiva requiere una burocracia centralizada. Además, la exigencia de estos deberes a la población solo se justifica con una contrapartida: los derechos de ciudadanía. De este modo, históricamente, la guerra contra un enemigo exterior ha contribuido a forjar el Estado-nación moderno, socialmente cohesionado y vertebrado por una administración burocrática.
Cuando hablamos de guerras civiles, en cambio, los resultados son siempre devastadores. No solamente dejan un rastro de sangre y pobreza, ni se limitan a la destrucción de infraestructuras y comunicaciones, sino que dejan una fractura social abierta que puede llevar muchas décadas cicatrizar.
En los años 30, los españoles no supimos ver la gravedad que entrañaba hacer de la política un arma de exclusión. La mayor parte de la derecha nunca observó la democracia republicana como legítima, y la izquierda quiso hacer de ella un régimen de parte para apropiársela. Ni unos ni otros alcanzaron a ver el alcance del conflicto que estaban forjando, y quienes lo vieron lo saludaron con entusiasmo. Poco antes de la guerra, Luis Araquistáin -el feroz director de la revista Leviatán y uno de los artífices de la bolchevización del PSOE- reclamaba “una radical cirugía ética” y se lamentaba de que en España había habido “muy poca guerra civil”.
En los años 40, escarmentado por la culminación de sus deseos, se transformó, como ha señalado Juan Francisco Fuentes, en un “ferviente partidario de la reconciliación nacional y del pacto con los monárquicos”. Hablaba de “inventariar los errores de la República”, el principal de los cuales, según aducía, habría sido la incapacidad de realizar “una política prudente” que hubiera evitado “enfrentamientos con la Iglesia y el Ejército”. Hizo falta una cruenta guerra para que, como Araquistáin, muchos comprendieran que de lo que se trataba era de crear “un marco de convivencia basado en la reconciliación y el consenso”.
Con esa enseñanza llegamos a la transición democrática, que sellamos en la Constitución de 1978. Desde entonces han transcurrido casi cuatro décadas. Ya son muy pocos los que recuerdan el horror de la guerra, pero son muchos los que creen poder resumir su complejidad en 140 caracteres. Por eso, en el 80 aniversario del golpe de Estado franquista, es más importante que nunca celebrar la historiografía, que quita el foco de la épica para ponerlo sobre la vida. Es el momento de recordar que la Guerra Civil española no fue una cruzada heroica de buenos contra malos ni una lucha titánica, en alpargatas, por la conquista de valores sagrados. Fue un capítulo negro, una historia de miseria y muerte. Hoy es el día para recordar que nuestros abuelos no querían ser héroes, solo querían una vida normal.
[Imagen: Robert Capa]
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.