Nuevos vislumbres de la India

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Introducción

Hoy la India parece un gigante que despierta, un gigante cuya fuerza, largo tiempo adormecida, se ha desencadenado gracias a una economía liberalizada. Resulta extraño recordar que tan sólo unos años atrás la India aparecía a los ojos de la imaginación occidental como una nación pobre, atrasada y a menudo violenta, que arrastraba una economía socialista ineficaz y una dinastía política que socavaba las pretensiones democráticas. Incluso a finales de la década de 1980, muchos europeos y estadounidenses inconformes con sus sociedades materialistas viajaban a la India en busca de satisfacción personal a través de las tradiciones espirituales del país. De pronto, empero, la clase media india, con sus doscientos millones de posibles integrantes, parece despiadadamente materialista; sus ejércitos de ingenieros y científicos bien preparados podrían estar listos para generar una crisis de empleo en toda Europa occidental y Estados Unidos. Lejos del exotismo inherente al viejo discurso del orientalismo, India se caracteriza hoy por una occidentalización cada vez mayor. La velocidad con que ha surgido esta nueva visión de la India es apabullante; y es fácil desatender los supuestos ideológicos que la sustentan: esas ideas que Occidente atesoró para sí mismo durante los dos siglos anteriores, cuando dominó el mundo, y que ahora conforman el discurso del nuevo orientalismo.

La antigua visión europea de la India

El historiador griego Herodoto menciona a la India en su gran Historia. Esta primera referencia conocida a la India en la literatura occidental es breve y sumamente inexacta. Herodoto no podía concebir que Asia fuera más grande que Europa. Además, creía que en la India unas hormigas extraían oro y producían así el tributo que, según su imaginación, los indios pagaban a Persia. Mas no se equivocaba en todo. “Las tribus de India son numerosas”, escribía, “y no hablan en absoluto el mismo idioma”.

Alrededor del 400 a.C., un crítico griego de Herodoto, Ctesias de Cnido, pensaba que los indios eran sátiros y que el sol de la India era más caliente y diez veces más grande que el sol de otros lugares. Jenofonte hablaba de la fabulosa riqueza de India en Ciropedia, su novela histórica. Platón y Aristóteles aventuraron información a medias sobre esa tierra al este de Persia. India era, atendiendo a las menciones en la literatura occidental, una fusión de hechos y fantasías en el imaginario europeo.

El contorno preciso de la India permaneció borroso incluso para el conquistador macedonio Alejandro, quien llegó hasta el Punjab, en el norte, en el 326 a.C., antes de volver atrás exhausto y regresar a una muerte prematura en Babilonia. Sin embargo, Alejandro se las arregló para acercar Oriente a Occidente más que nadie en tiempos pasados. Megástenes, el enviado griego en la corte del gran emperador indio Chandragupta Maurya (320-297 a.C.), no tardó en proporcionar el primer testimonio directo sobre la India. En él, Megástenes describía una sociedad donde el honor, la virtud y la sabiduría eran premiados por encima de todo; daba cuenta de los brahamanes y los ascetas, y pintaba un retrato idílico sobre la vida campesina. Sus recuentos alimentaron la fantasía del geógrafo Estrabo (64 a.C.-24 d.C.) y de Plinio, el escritor romano (24-79), quien pensaba que la India cubría la tercera parte de la superficie terrestre. Estas ideas generales sobre la India –su enorme población y riqueza, el sistema de castas– también aparecen en la importante obra del historiador griego Arriano.

Durante los primeros siglos del Imperio romano, cuando floreció el comercio entre Asia y el Mediterráneo, llegaron a la India más viajeros. Los historiadores romanos, sin embargo, muestran pocos avances respecto de sus predecesores griegos en cuanto a su conocimiento de la región. A lo largo de la Edad Media, la India se volvió incluso más remota, y fueron los viajeros árabes –Al-Beruni, en el siglo X e Ibn-Batutah en el siglo XIV– quienes escribieron los relatos más grandiosos sobre ella.

La Europa medieval fincó sus propios miedos y fantasías en ese remoto territorio; el mito y la leyenda florecieron en ausencia de información. El culto a Alejandro Magno se fortaleció con relatos imaginarios sobre las riquezas que el conquistador extrajo de la India. Se decía que fue ahí donde Santo Tomás predicó y encontró conversos poco tiempo después de la muerte de Cristo. En esa época, la India era también la casa del Preste Juan, el rey cristiano increíblemente rico que ayudaría a Europa a vencer de una vez por todas a los musulmanes.

Este abigarrado velo de ignorancia se levantó en el siglo XVI, cuando los misioneros jesuitas entraron en territorios indios que ningún occidental había pisado y enviaron desde ahí reportes detallados a Europa. La apertura de la ruta marina hacia la India a finales del siglo XV atrajo a los comerciantes europeos; fueron ellos quienes estudiaron detalladamente las culturas locales con las que se encontraron. El nuevo impulso de curiosidad y aprendizaje que inspiró el Renacimiento y que condujo a la Ilustración llevó ahí a muchos más europeos. Entre los más famosos se cuentan los viajeros franceses François Bernier y Jean-Baptiste Tavernier, cuyo retrato de la India en el siglo XVII fue cuidadosamente analizado por Voltaire y otros filósofos ilustrados, y que ayudó a configurar una visión europea de la India como un despotismo oriental, una visión que se mantendría vigente por mucho tiempo.

Los juicios sobre la India fueron mucho menos burdos antes de la época de los imperios europeos, cuando la inferioridad de los nativos se convirtió en un artículo de fe. Antes, los viajeros de Europa no negaban que en la India habían hallado una cultura mucho más antigua y, en muchos sentidos, mucho más sofisticada, que la suya. Voltaire, por ejemplo, a menudo invocaba las virtudes de India y China con el fin de recalcar las deficiencias de la Francia del siglo XVIII.

El siglo XIX, empero, trajo consigo actitudes radicalmente nuevas. El Imperio británico culminó su conquista de la India y se convirtió en la mayor potencia del mundo, azuzando la envidia de sus rivales europeos que se lanzaron a la creación de sus propios imperios en Asia y África. También fue en el siglo XIX cuando una serie de revoluciones científicas, económicas y políticas dieron a Europa occidental una nueva idea de sí misma. La India y, en términos más generales, Asia, se convirtió en un lugar con el que el viajero occidental medía su propia sociedad, para encontrarla casi siempre superior; India se convirtió en un telón de fondo gigantesco para la comprensión que el viajero occidental tenía de su propio estado emocional, del refinamiento de su moral y de su visión filosófica.

Hegel y Marx: la India en la historia universal

Conforme una dinámica Europa expandió su poder y su influencia alrededor del mundo a finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, se estableció una visión de las culturas asiáticas en la que éstas eran inherentemente estáticas y conservadoras. Aunque hubo una excepción importante: los románticos alemanes. Las religiones de la India con su cualidad panteísta llevaron a los alemanes a postular la unidad espiritual del mundo y a criticar la cultura francesa dominante de la Ilustración. En su reacción contra el clasicismo francés, el padre de los estudios sobre la India, Friedrich Schlegel, llegó a afirmaciones tan evidentemente exageradas como ésta: “Todo, sí todo”, decía, “tiene su origen en la India”. (Citado en Raymond Schwab, The Oriental Renaissance, Columbia, 1984, p. 71).

La religión y la sociedad indias interesaron tanto a Schopenhauer como a Nietzsche; y, por supuesto, Max Mueller se convirtió en el indoísta más prominente del siglo XIX en Europa. Pero la visión más influyente y duradera sobre India provino de Hegel, quien, como los románticos y aun siendo crítico de ellos, desarrolló una concepción global del espíritu humano, aunque sin compartir su visión idealizada de la India.

El sistema dialéctico hegeliano fue el primer intento ambicioso por describir la historia humana en su totalidad, y en él se subsumía Asia sin demora. Según Hegel, la historia universal es “esencialmente, el desarrollo de la conciencia de la libertad por parte del espíritu, y de la consecuente realización de dicha libertad” (Hegel, The Philosophy of History, Dover, 1956, p. 63). “Las naciones orientales sabían libre a uno; los griegos y los romanos a algunos; mientras que nosotros sabemos a todos los hombres (al hombre en tanto Hombre) absolutamente libres” (Ibid. p. 19).

La teología de Hegel sentó un tono. Asia pasó a formar parte de un período incipiente del desarrollo de la libertad. El desdén por su religión y su cultura se volvió un lugar común entre la elite británica, reemplazando el viejo interés orientalista. Ahí está, por ejemplo, James Mill en su notoria History of India. “Hay un acuerdo universal sobre la maldad, el absurdo, el desvarío de las ceremonias sin fin en que consiste la práctica de la religión hindú” (Ed. Madden, 1858, pp. 274-275). Incluso para John Stuart Mill, bien conocido por su liberalismo, la India era una sociedad atrasada que carecía del dinamismo de Europa y requería de un período de tutelaje europeo.

Marx, el heredero e intérprete creativo del sistema dialéctico de Hegel, llevó su visión de la India más allá. Para Marx, la India era parte de lo que él llamaba el modo asiático de producción, definido por la ausencia de lucha de clases y por una forma de gobierno altamente centralizada que impedía el cambio y la modernización.

Marx condenaba la opresión y la violencia del colonialismo británico en la India. Pero otorgaba gran importancia al papel histórico de la burguesía europea en la región. Aunque consideraba temporal la presencia de esta burguesía, que estaría a punto de ser derrocada por las clases trabajadoras, no podía resistirse a celebrar sus logros en una prosa casi lírica:

 

La burguesía, en su reino de apenas cien años, ha creado más fuerza productiva masiva y colosal que todas las generaciones anteriores juntas. La dominación de las fuerzas de la naturaleza por parte del hombre, la maquinaria, la aplicación de la química a la agricultura y a la industria, la navegación a vapor, los tendidos ferroviarios, los telégrafos eléctricos, la limpieza de continentes enteros para el cultivo, la canalización de ríos, poblaciones enteras surgidas de la tierra –¿qué siglo anterior tuvo siquiera una intuición sobre esta fuerza productiva que yacía en el seno de la labor social? (Marx, The Communist Manifesto, Selected Works, vol. 1, Progress, 1969, pp. 98-137).

 

Según lo veía Marx, en el curso de sus conquistas, los europeos habían impulsado a continentes enteros de lo que se denominaba el mundo subdesarrollado, continentes aislados durante siglos que no tenían noticia de Occidente ni de sus semejantes, hacia la historia, o hacia lo que Marx llamaba “historia universal”:

 

Cuanto más se acaba con el aislamiento de las diversas naciones por el perfeccionamiento progresivo de los modos de producción, del comercio y de la división del trabajo que surge espontáneamente entre las naciones, la historia se vuelve más universal. Así, por ejemplo, si un inglés inventa una máquina que deja a innumerables trabajadores sin pan en India y China, que rompe formas enteras de vida en esos países, esa invención se convierte en parte de la historia universal (Marx, The German Ideology, Collected Works, Progress, vol. 5, p. 27).

De esta manera, Marx podía ajustar a la India en su esquema dialéctico como una etapa necesaria en el proceso de ascensión de la conciencia y de entrada de la región a la historia universal. Marx pensaba que los burgueses europeos habían “logrado maravillas que sobrepasaban por mucho las pirámides egipcias, los acueductos romanos, las catedrales góticas”; ellos habían “conducido expediciones que ensombrecen todas las migraciones previas y todas las cruzadas”. Tal vez incluso Marx ignoraba que este esfuerzo burgués por modernizar el mundo produciría la gran ideología de los dos siglos siguientes, la ideología de la modernidad, de la que abrevarían lo mismo socialistas que capitalistas del libre mercado.

La historia: la ideología de la modernidad

Durante los siglos XIX y XX, los británicos afirmaron que habían traído a India lo mejor de la modernidad –tecnología, laicismo, el gobierno de la ley, la sociedad civil– y que India había sido un lugar bárbaro gobernado por musulmanes tiránicos hasta la llegada de los europeos. Lo notable de esta afirmación es que tuvo eco entre muchos indios que luchaban por la libertad y contra el régimen colonial. Estos indios denunciaban la explotación británica de la India. Sin embargo, concedían que pese a la opresión y la violencia los británicos habían puesto, sin darse cuenta, los beneficios del mundo moderno al alcance de los indios, y que así el estado-nación independiente de la India entraría mucho más rápido a dicho mundo.

Para estos indios anticolonialistas, la historia de Europa ya había proporcionado las pautas para entrar al mundo moderno. Las revoluciones políticas, económicas y científicas del continente en los siglos XVIII y XIX habían demostrado que un país dependiente de la agricultura era atrasado y feudal; que debía industrializar su economía, entregarse a la ciencia y la tecnología, organizarse con directrices racionales y reducir el poder de la religión y las supersticiones.

Pero como parecían haber demostrado los ingleses y luego los estadounidenses y los franceses, un país no podría hacer nada de esto si no se reconstituía como un Estado-nación con una clara identidad nacional. De su ejemplo resultaba claro que sólo un Estado-nación relativamente homogéneo sería capaz de defenderse y convertir a seres humanos dispares en ciudadanos de una sociedad productiva y eficiente.

Durante el siglo XIX y a principios del siglo XX, gran parte de Europa intentó adoptar lo que se convirtió en un medio de supervivencia: un Estado-nación independiente y poderoso; fue un deseo que llevó a la reconstrucción de Europa bajo líneas nacionalistas, y que implicó nuevos trazos para las fronteras y una limpieza étnica brutal.

Al ver a sus maestros europeos, a muchos nativos instruidos de Asia y África les pareció claro que la organización más elevada del Estado-nación había permitido a las naciones occidentales amasar sus recursos superiores, sus inventos y su poder militar. Obligados a considerar que su herencia de una tradición antigua no había sido capaz de salvarlos de la dominación de Occidente, concluyeron que ahora era tiempo de que Asia y África trabajaran duro y esperaran emular el éxito de Occidente.

Alcanzar a Occidente: tal era la obsesión de muchos, inclusive en Rusia, un Imperio y no una colonia europea, donde casi no había un escritor o intelectual en el siglo XIX que no marcara su postura radical ya fuera a favor o en contra de la occidentalización. Si Alexander Herzen e Ivan Turgenev hablaron de los beneficios de la democracia liberal y de la necesidad del raciocinio en los asuntos humanos, los eslavófilos –Fiodor Dostoievski y, más tarde, León Tolstoi, entre otros– declararon la superioridad moral y la sabiduría instintiva de la devota alma rusa. En 1868, los nuevos gobernantes Meiji de Japón emprendieron su propio programa
de modernización diseñado para colocar al país lado a lado con Europa occidental –un programa que más tarde llevaría a Japón, a principios del siglo XX, a la guerra contra Rusia
y a las conquistas coloniales en Asia.

Estos esfuerzos tendientes a la modernidad occidental tuvieron un aspecto religioso, esto es, fueron impulsados por una creencia religiosa en la historia –la historia no como algo que sucedió en el pasado y que vale la pena recordar y conmemorar, como lo consideraban Tucídides y Herodoto, los primeros grandes historiadores; la historia no como una serie de acontecimientos sin relación, sino como un proceso racional, que atravesaba etapas definidas con claridad, hacia un estado más elevado de progreso y desarrollo, un proceso que se mostraba en el paso occidental de la Edad Media a la Reforma y el Renacimiento y en las numerosas revoluciones, el proceso que mucha gente en el resto del mundo podría duplicar si tenía la perspectiva y los medios adecuados.

La garantía contra el fracaso pa-recía ser el gran éxito de Occidente desde el siglo XIX –la época en que la historia adquirió prestigio como guía para comprender ese confuso nudo de motivaciones y acciones humanas que el pasado presentaba ante los ojos inexpertos; la época en que, popularizada por intelectuales como Hegel y Marx, esta nueva interpretación teleológica de la vida humana comenzó a predecir, incluso a planear un futuro por lo demás desconocido, en el que las cosas serían mejores de lo que eran en ese momento.

La India no era considerada parte de este movimiento de avance de la razón y la humanidad que había alcanzado su apoteosis en la Europa del siglo XIX.

Para Hegel, los indios habían permanecido hundidos en un “sueño mágico y sonámbulo”. Para Marx, la India era “una sociedad sin resistencia y sin cambio”, marcada por una “vida indigna, estancada y vegetativa”. Él creía que los europeos encauzarían a lugares como la India en el arroyo del progreso humano. Esta tarea de modernización, que los colonialistas británicos habían comenzado, no era considerada menos esencial por los gobernantes de la India postcolonial. Éstos buscaban legitimidad afirmando que estaban ahí para completar esa tarea, para establecer, como dijo Nehru en su discurso del Día de la Independencia, la “cita de la India con su destino”.

Sin duda, en un principio la élite gobernante de la India buscó el camino nacionalista de la modernización. Hace poco se le criticó por establecer una economía socialista y proteccionista, por estar más cerca de la Unión Soviética que de Occidente y por no tener una mayor apertura a la inversión y el comercio exteriores. Pero su decisión ha de ser considerada en el contexto de un país que recién salía del colonialismo. India apenas emergía de más de dos siglos de explotación sistemática durante los cuales fue efectivamente des-industrializada. Hubiera sido políticamente suicida y económicamente catastrófico para sus gobernantes dar continuidad a políticas de mercado libre que de hecho habían caracterizado al gobierno colonial y que habían llevado a un crecimiento promedio del 1%. Y, si uno veía el mundo desde Nueva Delhi durante la Guerra Fría, la Unión Soviética parecía un socio menos egoísta y exigente que Estados Unidos.

Visiones de la India tras la Guerra Fría

Durante la Guerra Fría, cuando la así llamada amenaza comunista representada por la Unión Soviética y China preocupaba a las elites occidentales, la consideración de la India como un lugar pobre y atrasado que sin embargo era muy espiritual y producía grandes hombres como Gandhi y Nehru no cambió mucho. Los jóvenes viajeros occidentales que vagaban por la India con cabellos largos y copias del Bhagavad Gita sólo reforzaban los viejos clichés sobre la espiritualidad india. Es ahora, y durante los últimos quince años, tras la caída del muro de Berlín, que ha surgido una nueva idea sobre la India: más que ser la tierra de los hombres santos, es el país de una clase media consumidora en ascenso.

Los filósofos occidentales contemporáneos han mostrado poco interés o conocimiento sobre la India. Son los periodistas occidentales que escriben para los grandes diarios y los asesores expertos quienes han proporcionado las imágenes más influyentes de la India en Occidente. Muchos de ellos han crecido en la Europa y en los Estados Unidos de posguerra; tras vivir durante la Guerra Fría, han visto la caída de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y Europa oriental como una vindicación de los valores occidentales del capitalismo y la democracia liberal.

Este triunfalismo occidental posterior a la Guerra Fría fue expresado con destreza por el pensador estadounidense Francis Fukuyama en El fin de la historia. Como lo describió el crítico marxista Perry Anderson recientemente, la idea esencial de Fukuyama es que, si bien puede no haber “garantía de un viaje rápido de la humanidad desde todos los rincones del planeta hacia una democracia próspera y pacífica basada en la propiedad privada, el libre mercado y las elecciones periódicas”, “estas instituciones son el término del desarrollo histórico”.

Desde el colapso de los regímenes comunistas en Europa del Este en 1989, esta visión casi teleológica del mundo parece haber predominado entre los medios de comunicación y las elites políticas occidentales, tal como lo reflejan no sólo aquellos diarios relevantes como The Economist, The New York Times, The Wall Street Journal y The Financial Times, sino también los discursos de los dirigentes occidentales.

Esta ideología de la globalización, o nuevo orientalismo, cobró fuerza a lo largo de los noventa y es ahora un artículo de fe. Dicha ideología coloca la teoría de Marx sobre el atraso asiático a la cabeza y proclama que la India y China han despertado al fin de su letargo asiático con ayuda del capitalismo de libre mercado, y que ambas son gigantes económicos que conducen el crecimiento mundial al convergir con el modelo europeo de la modernidad.

Como ha dicho Thomas Friedman, el renombrado periodista estadounidense, el mundo es aparentemente plano, o por lo menos está dejando de ser redondo. El fracaso de China para prosperar en una democracia liberal al tiempo que toma para sí el capitalismo de libre mercado puede causar en algún momento cierta exasperación. Sin embargo, China ofrece a las corporaciones de todo el mundo el tentador mercado de un billón de clientes, y una fuente igualmente infinita de mano de obra barata. También India aparece de nuevo como una nación de hormigas que extraen oro –las hormigas, en este caso, son los trabajadores con bajos salarios, sin protección sindical, que producen las doradas ganancias de las multinacionales occidentales. Lo que ayuda a la India es su democracia formal; su proximidad con los valores occidentales aparentemente más pronunciada.

 

La India y la modernidad

China, por supuesto, es muy distinta de la India. En el transcurso de su reciente y traumática historia –la guerra civil, la revolución comunista, el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural– su cultura tradicional ha sido atacada de forma continua y hasta cierto punto ha desaparecido. Este no es el caso de la India, donde el movimiento anticolonialista echó mano de las tradiciones indias como un recurso. Cabe decir que las elites religiosas de la India nunca fueron tan coherentes y poderosas como sus contrapartes en Europa, así que nunca hubo de pasar por la secularización al estilo europeo.

Por ello, los indios viven simultáneamente en muchos mundos distintos, tanto viejos como nuevos, y tienen muchas identidades sobrepuestas. Lo que en Europa se ve como un signo de superstición y atraso en la India es sencillamente un esfuerzo por ajustarse a una multiplicidad de roles. Un ejemplo: hace unas semanas, un oficial veterano de la policía apareció en un juicio con babuchas, anillo nasal y dupatta, declarándose a sí mismo un Radha, es decir, un consorte romántico del dios hindú Krishna. Acusado de “incumplir el código de vestimenta de la policía y las normas de servicio” fue obligado a presentar su renuncia voluntaria. En otro incidente, la seguridad aeroportuaria impidió a un gurú abordar un vuelo con su báculo recubierto de plata. Sus seguidores, enfurecidos, montaron una violenta protesta que provocó una reacción policíaca brutal.

Ambos acontecimientos generaron desdén y golpes de pecho en los medios indios de habla inglesa. “¿Qué hacemos con estos tontos irresponsables?”, se preguntaban muchos. La queja más grande parecía ser: ¿por qué seguimos siendo atrasados? ¿Por qué no podemos comportarnos como un país moderno y racional?

Esta reacción era predecible. Gran parte de los medios indios de habla inglesa expresan los sueños de opulencia y fortaleza nacional que alberga la clase media. Estos medios defienden el capitalismo de libre mercado, el estado laico y un ejército con armamento nuclear. Ellos ven a la India como la máxima potencia del siglo XXI y tienden a avergonzarse por cualquier cosa que haga ver a los indios como una muchedumbre caótica y supersticiosa.

Muchos indios de clase media están cautivados por estados autoritarios como Singapur, Malasia y China, que, según ellos, han logrado un alto grado de disciplina y eficacia. Estos indios, que tienden a votar por el nacionalista pbj (Partido Bharatiya Janata), creen que la democracia ocasiona caos, desunión y desperdicio en la India, y que impide al país asumir su lugar adecuado entre la elite de naciones modernas desarrolladas.

Las lecciones históricas que estos indios extraen de Europa y del Lejano Oriente están basadas al menos en parte en hechos. La mayoría de estos países se han convertido en Estados-nación modernos rompiendo los vínculos con su pasado étnico y cultural e imponiendo a sus ciudadanos, por lo general de manera antidemocrática, un comportamiento uniforme. La idea fundamental que define a las sociedades burguesas en la modernidad es que los seres humanos son individuos racionales en pos del sueño de una vida próspera que se hace posible a través de numerosas posesiones y tiempo de ocio: una ambición que el gobierno y las empresas deben ayudar a cumplir.

Esta visión tan exclusivamente materialista del mundo es la ideología implícita de la clase media en la mayoría de los países occidentales; es esta ideología la que respalda los acuerdos políticos, económicos y legales de las sociedades modernas en general. Sustentada por el capitalismo corporativo, también proporciona a la sociedades occidentales su carácter relativamente uniforme: una variedad limitada de roles públicos, modos de vestir, comida y entretenimiento.

Dicha ideología materialista se extiende de manera notoria conforme las sociedades se vuelven opulentas y más personas disfrutan de los servicios al alcance de la clase media. Asimismo, ayuda a crear consenso político en torno a temas importantes, en especial durante épocas de guerra, cuando los enemigos, reales o imaginarios, ponen en jaque la prosperidad. Esto explica en parte por qué los partidos políticos que alguna vez estuvieron profunda y ferozmente divididos tienden a sonar cada vez más parecidos, o por qué David Cameron se parece a Tony Blair, y los demócratas de Estados Unidos son incapaces una y otra vez de distinguirse de los republicanos.

Pero la clase media en la India sigue siendo pequeña, y son muchos más los campesinos, los obreros y los desposeídos. Su ideología autolegitimadora de la modernización y la secularización, aunque institucionalizada por el Estado y sostenida por la mayoría de los partidos políticos, debe competir con tradiciones más viejas, aparentemente irracionales de ascetismo, hedonismo y devoción religiosa.

Como he dicho, India es radicalmente diferente en este respecto de China, donde los poderosos modernizadores, tanto comunistas como no comunistas, destruyeron sistemáticamente las antiguas tradiciones durante los últimos cien años, y ayudaron al país a convertirse en un imitador de patrones occidentales de trabajo y consumo más empedernido que India.

Muchos mundos distintos coexisten en India, y juntos mantienen las fuerzas centralizadoras y homogeneizadoras de la modernidad bajo control. Nada demuestra esto más claramente que la política india, un reino cambiante y extremadamente saturado de partidos, grupos y filiaciones. En años recientes, poderosos partidos regionales basados en castas se las arreglaron para restringir las ambiciones más salvajes de los nacionalistas hindúes. Los partidos comunistas, irrelevantes en otras partes del mundo, tienen una presencia notable hoy día en India. Estos partidos trabajan como importantes grupos de presión dentro del parlamento indio, desafiando y a menudo diluyendo las políticas del gobierno que favorecen a los más acaudalados.

Esta diversidad se extiende al reino económico. Recientemente se ha dado gran publicidad a la tecnología de la información y los call centres de la India, tanto en la prensa doméstica como en la internacional, haciéndolos parecer el motor de la nueva economía india. Pero estas empresas occidentalizadas comprenden tan sólo una muy pequeña fracción del pib del país, producido en gran parte por la gente que se ocupa de satisfacer las demandas de cientos de millones
de consumidores indios. Una vez más, la India es diferente de China, donde dos tercios de la economía están relacionados con la exportación.

Los nombres comerciales extranjeros no tienen un gran lugar en la India. Las películas de Hollywood nunca han representado más del cinco por ciento de la industria cinematográfica india; los panatalones de mezclilla y las blusas están más lejos que nunca de sustituir al sari o al salwar kameez como la indumentaria favorita de las mujeres indias. McDonald’s y Pizza Hut pueden resaltar el glamour de la elite india, pero han sido incapaces de suplantar la comida rápida disponible en el país desde hace siglos –la samosa o, al sur, el idli; y los indios prefieren el paneer sobre el mozzarella en su pizza. Cualquiera que intente encabezar un negocio exitoso en la India, sea nativo o extranjero, debe reconocer la gran diversidad de gusto gastronómico, de indumentaria y entretenimiento, antes de intentar imponer una versión estandarizada e internacional.

El poder del capitalismo corporativo y de la publicidad de marca, tan tangible en cualquier ciudad europea, está muy restringido a las cinco metrópolis más grandes. El pequeño empresario, el producto sensato, local y ecológico, así como la artesanía, todavía florecen en un grado notable.

Casi todos los días los periódicos publican signos de resistencia individual a una modernidad homogeneizadora. El oficial de policía que portaba la indumentaria de Radha no sólo se remontaba a Wajid Ali Shah, el último gran gobernante de Awadh, quien también se vestía como Radha y a quien los británicos acusaron de afeminado antes de derrocarlo. Con su vestido andrógino, él también rechazaba la función que le exige un mundo despiadado e hiperracionalizado, y afirmaba su derecho a regresar a lo que el mundo ve como un comportamiento infantil e improductivo.

El gurú que se rehusaba a partir sin su báculo sagrado estaba reclamando su derecho a la dignidad individual de un orden más alto que el provisto por la seguridad nacional de un estado que pregona sin parar una retórica del “terrorismo” y que exige a sus ciudadanos vivir en constante miedo y paranoia. Hoy, la India está llena de esos “tontos irresponsables”. Ellos insinúan que el país no será totalmente “moderno” por mucho tiempo más, y que esto puede ser algo muy bueno.

 

El nuevo orientalismo

No obstante, el impresionante crecimiento económico de India en los últimos tiempos sin duda forma parte ahora de la mitología de la globalización en Occidente. La India pasó de una sociedad atrasada y estática, según Marx, a uno de los motores de la historia universal impulsado por la burguesía europea en el siglo XIX. La modernización de
la India se ha convertido en una fuente no sólo de ganancias corporativas, sino de reafirmación existencial e ideológica para grandes sectores de los medios de comunicación y la intelligentsia occidentales.

Esta ambiciosa reconceptualización de la India no sólo ignora o suprime grandes aspectos de la historia, también es incapaz de lidiar con la experiencia tortuosa y a menudo trágica de su desarrollo moderno de. La violencia étnica en Cachemira que se ha cobrado más de ochenta mil vidas en los últimos quince años; la violencia más oscura, pero no menor, en los estados del noreste; los suicidios de millones de granjeros en los últimos cinco años; el desplazamiento de millones de personas debido a gigantescos proyectos de ingeniería hidráulica –todos estos desastres y problemas, que rara vez reportan con amplitud los medios de comunicación indios, pueden explicarse por referencia a la lógica del desarrollo según se manifestó en la historia europea. La India está en camino, se dice, hacia un modo de trabajo y consumo moderno, europeo y estadounidense; y la transición probablemente será, como lo fue en Europa, dolorosa.

Pero la propia transición de Europa a su estado presente de estabilidad y opulencia fue más que sólo dolorosa. Implicó conquistas imperiales, limpiezas étnicas y muchas guerras menores, así como dos grandes guerras. Al tiempo que la India y China, con sus hambrientas clases medias, se alzan sobre un mundo de recursos energéticos limitados, no es difícil imaginar que este siglo estará igualmente marcado por la tragedia, por la rivalidad y por guerras destructivas como las que hicieron del siglo pasado uno especialmente violento. Es por todo ello que resulta necesario examinar la ideología aparentemente benigna de la modernidad europea, que constituye el núcleo argumentativo del nuevo orientalismo.

Durante mucho tiempo la India ha sido privada de su complejidad interna y subsumida en una narrativa histórica creada en gran medida por los occidentales poderosos. Escritores e intelectuales se enfrentan con el desafío de desarrollar un nuevo entendimiento: uno que no esté basado en modelos supuestamente universales de economía y política, provenientes de Occidente, sino en historias y tradiciones específicas. No será fácil despojarse de reflejos intelectuales condicionados por dos siglos de dominación occidental en el mundo. Pero en realidad no hay tarea intelectual más urgente y gratificante en la era de la globalización que la provincialización de Occidente. ~

Traducción de Marianela Santoveña

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