"Intenta mirar un relámpago en el instante mismo en que irrumpe como un torrente de resplandor por entre las nubes negras como el carbón. Así son los ojos de Annunziata de Albano". Y así es como empieza Roma, la novela inconclusa de Nikolái Gógol, con una maravillosa descripción de un par de páginas de la idealizada belleza de la joven. Gógol apenas osaba hablar a las mujeres, y desde luego, cuando se las ve como él a Annunziata, ¿quién se atreve a dirigirles la palabra? Lleno de miedos, sarcástico, con complejo de inferioridad y a la vez terriblemente orgulloso, el ruso tuvo en 1835 su año más fecundo: publicó, entre otros libros, Arabescos y Mirgorod (que contiene "Taras Bulba") y empezó Las almas muertas, terminado durante su estancia en Roma. En la ciudad eterna escribió, además, Roma y El abrigo.
"En este mundo nos aburrimos mortalmente, señores", afirmaba Gógol. Tengo que reconocer que en Roma no me aburro nada, en parte gracias a él. Es mejor leer Roma después de haber caminado largamente por sus calles; así, no se nos adelanta nada (con la inevitable sensación posterior de que se nos ha birlado la sorpresa de lo nuevo), y se tiene el placer de ver refrendadas nuestras sensaciones. En ese descubrirla poco a poco, en ese pasar de su aparente decadencia a su tremenda fuerza, dada por siglos y siglos de arte e historia, el paseante comparte las impresiones de Gógol. La diferencia está en que él sabe expresarlas con un verbo poético y fulgurante. Se dice que sus descripciones debían su verismo más a su imaginación que a una auténtica observación. Quizá por ello en Roma es difícil identificar lugares concretos, y sin embargo, leyéndola, uno siente que el ruso llega al fondo de la ciudad.
El aire nublado se llena de chillidos de gaviotas y de sirenas ululantes, y cuando a las siete se une el tañido de las campanas de San Pietro in Montorio, vuelvo a pensar en Annunziata: "Su voz tiene la resonancia del bronce". El príncipe romano que se enamora de la bella al verla en el Carnaval vive en un palacio con frescos de Guercino y los Carracci. Mis modestas e inseguras investigaciones me indican que no existe tal palacio. En Roma hay frescos de Guercino en el palacio Costagnati, en el Lancelloti, donde en 1803 las pulgas asaltaron a Chateaubriand, y, los más famosos de los suyos, en el casino de la Villa Ludovisi, con la representación de la Aurora. De los hermanos Annibale y Agostino Carraci, en el palacio Zampieri, y, su obra maestra, en el Farnesio. El Farnesio es la actual embajada de Francia, y los frescos, inspirados en Las Metamorfosis de Ovidio, no son accesibles al público: hay que conformarse con verlos malamente desde la calle a través de los ventanales, por la noche, iluminados. Los de Guercino en Villa Ludovisi pueden verse, aunque hay que pedir cita. Envidiemos pues al príncipe de Roma, que los tenía juntos y sin moverse de su palacio.
El pesimista ruso nació en Ucrania en 1809 y murió en Moscú en 1852. En "La nariz" anunció a Kafka, y en "El diario de un loco" (ambos incluidos en Arabescos) inauguró el monólogo interior. "Es el fin, no tengo ya más fuerzas para seguir sufriendo; ved lo que me hacen padecer: me tiran agua helada sobre la cabeza… ¿Por qué me atormentan así? ¡Salvadme, sacadme de aquí! ¡Dadme un trineo con caballos rápidos como la borrasca! ¡Rápido, cochero!" En los viajes encontraba la manera de huir: Alemania, París… Pero huir de uno mismo es imposible. Entre 1838 y 1842 vivió en Roma, en la Via Sistina. Al fondo, el obelisco en lo alto de la escalinata de la Piazza di Spagna: paseo por Via Sistina rodeado por escoceses que han venido a ver un partido del Seis Naciones, y a los que reconozco, hábil observador, por sus discretas faldas. En esa calle vivieron además Hans Christian Andersen, el también danés Thorwaldsen, muertos ambos poco
antes de que llegara Gógol, y Piranesi. En el 125, una placa en ruso e italiano, donada en 1901 por sus compatriotas, recuerda la estancia de Gógol: una casa sin adornos, pobre y austera, ocre y desconchada, en una zona de lujosas villas, algunas hoy desaparecidas.
Roma es un libro precioso, aunque entendido como novela resulta fallido, no sólo por inconcluso, sino por los defectos en su construcción; pero al adentrarse en sus páginas, el lector comparte la experiencia del príncipe al adentrarse en los palacios y sumergirse más y más en la contemplación de sus pinturas: "Sentía que
el gusto, cuyas semillas siempre habían estado en su alma, se le iba refinando." Paseo por Roma, pues, con la agradable sensación de que mi última lectura ha depurado mi gusto. Piso un escudo de la Roma rojo y naranja la ciudad se llenó de ellos el año pasado, como celebración del tercer título liguero de su historia y me pregunto: ¿qué permanece de la Roma de Gógol y qué ha cambiado? El carnaval, desde luego, hace tiempo que dejó de ser ese jolgorio que describe, y ya no frecuentan sus calles los carruajes cardenalicios de ornamentos dorados (en todo caso, sus coches negros y blindados), ni hay cabras mordisqueando la hierba que crece entre los adoquines; pero aún hoy se puede ver un estrecho café "de donde se ve salir incesantemente al camarero que lleva el café a los signori", y si se abandona una de sus arterias, se puede entrar en un mundo pequeño, recoleto, en el que quizá las amas de casa hablen a voces de una ventana a otra… Y, sobre todo, aunque ya no apeste a pescado, se sigue viendo surgir a cada paso "un arco ennegrecido, una cornisa de mármol incrustada en un muro, una columna de pórfido oscurecida, un frontón en medio de un apestoso mercado de pescado o todo un pórtico frente a una iglesia nueva".
El príncipe quiere valerse de un romano que conoce a todo el mundo para saber de Annunziata. Con el fin de que nadie les escuche, suben hacia el Gianicolo, y tras pasar ante San Pietro in Montorio todos los caminos me siguen llevando a la Academia de España, donde resido, llegan a la cima. Desde allí, donde todavía no se había erigido el monumento a Garibaldi, el luminoso cúmulo de casas, iglesias y cúpulas, de fachadas, techos, estatuas, terrazas y galerías, le sobrecoge: "¡Dios, qué vista! El príncipe, rodeado de ese paisaje, se olvidó de sí mismo, de la belleza de Annunziata, del misterioso destino de su pueblo y de todo lo que hay en el mundo." Y así acaba Roma.
Flaco, nervioso, nariz en pico y flequillo rubio y lanceolado: ahí tenemos a Gógol. Tras publicar en 1842 Las almas muertas, recibida hostilmente, se entregó al misticismo y al ayuno. El autor de El diario de un loco enloqueció. En una noche de 1852 quemó la segunda parte, inédita, de Las almas muertas. Inmediatamente se arrepintió: "¡Cuán poderoso es el Diablo! Ved lo que me ha obligado a hacer…" Días después, extenuado por años de mortificaciones, expiraba.
He subido a disfrutar de las vistas con las que acaba Roma. El cañonazo del mediodía en honor del héroe de la Reunificación me saca de mis abstracciones. Asustadas como cada día a esa hora, unas palomas sin memoria emprenden el vuelo y se posan unos metros más allá, en los árboles del parque. Finalizado el rutinario espectáculo, los turistas y las familias con niños se retiran, y los vendedores ambulantes con sus puestos de chucherías vuelven a quedarse solos. Sin desanimarse por ello, un paquistaní pone en marcha el mecanismo de un perrito de felpa. El muñeco da unos pasos, se detiene, alza la cabeza, mueve la colita, y lanza unos tristes gemidos. Después, vuelta a empezar.
Y, no sé por qué, en ese perrito veo el espíritu enfermo de Gógol. ~