Pequeño manual de mitología española

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Imaginemos un país, hermano de una de aquellas lejanas islas visitadas por el pastor Swift, señalado por el singular comportamiento de muchos de sus habitantes, que viven presa de una curiosa compulsión: parecen incapaces de parar de hablar (o de escribir) sobre sí mismos. A todas horas se programan allí tertulias radiofónicas y televisivas y se organizan foros de debate en los que se ventila una infinidad de matices, reflejo de las más diversas posturas, invariablemente en torno al asunto de la propia identidad. La prensa de este país, floreciente y pletórica, dedica ingentes espacios a la publicación del monotema, expuesto y analizado con ardor y detallismo por representantes de las más diversas sensibilidades. Declinado a la moda de cada pueblo, región, ciudad, dicho asunto se carga de acentos peculiares que añaden telurismo y autoctonía a los debates, manifestaciones primitivas de color local que sus poseedores, sin embargo, tienen en alta estima. No cabe duda de que para estos opinadores de sí mismos posee un valor intrínseco el poder decir “yo” con el inconfundible acento de su terruño.
     Pero hay más, ya que los habitantes de este singular paraje, no contentos con exhibir la idea que tienen de sí mismos ante sus vecinos y contertulios, hacen gala de evitar escrupulosamente en sus discursos la realidad que los rodea. ¿Cómo puede ser? Hay aquí una contradicción: ¿cómo es posible a la vez referirse a algo, así sea exclusivamente a sí mismos, y no anclar el discurso en alguna realidad? Ojo: no se ha dicho que los opinadores de sí mismos eviten hacer referencia a una realidad cualquiera (imposibilidad lógica que al menos el uso del lenguaje proscribe), sino que lo evitado por ellos es la realidad. Huelga decir que esta última afirmación y lo que conlleva —que la realidad existe, y no sólo una diversidad de realidades concurrentes o enfrentadas, según el relativo y cambiante parecer de los opinadores— carece de sentido para los opinadores de sí mismos.
     Tenemos así, pues, un rincón del universo donde un grupo humano se dedica exclusivamente al cultivo del tema de sí mismo, con la singularidad de que el referente puede (y aun debe) consistir en un mundo no congruente con la realidad.
     En otras palabras, nuestro swiftiano rincón está poblado por elaboradores y consumidores de mitos. Poco importa que sus habitantes no sean conscientes de ello; lo propio de quien vive instalado en la caverna, leemos en una conocida alegoría, es confundir su propia sombra con la realidad. El problema lo tendrá quien visite este crepuscular universo, el que pretenda razonar con sus moradores o bien comunicar al mundo exterior lo que allí se debate. Lograr lo primero es tarea casi imposible, ya que cualquier discurso que remita a la realidad, ámbito exterior a la caverna, será inmediatamente confundido con alguna de las elaboraciones míticas propias del lugar. Por ejemplo, si se media en uno de los innúmeros debates sobre nacionalismo, que es uno de los mitos estrella de la caverna, limitándose a señalar que concebir la vida pública bajo esta especie no tiene por qué ser una fatalidad, las respuestas suscitadas no estarán dirigidas a refutar esta observación sino que darán por sentado que la misma es fruto de otra forma de nacionalismo, concurrente y competidora de la sometida a crítica. Como con sentido del humor señala un oriundo de la caverna que se ha dedicado con ejemplar empeño a vivir fuera de ella, razonar de tal suerte, deduciendo del hecho de que todo quisque pertenece a una nación la inevitable condición de cultor de sentimientos nacionalistas de uno u otro cuño, equivale a postular que por tener apéndice forzosamente se ha de padecer apendicitis. O en otro orden de cosas, a asumir que para desenmascarar las trampas conceptuales del cientificismo es preciso cargarse la ciencia.
     En cuanto a la otra tarea que se nos antoja imposible, ¿qué retrato fidedigno hacer, en efecto, del incesante rumiar de estos seres ensimismados en la contemplación de las sombras que a su alrededor proyectan los mitos que ellos mismos han forjado? Haría falta la destreza alegórica y la intención paródica de las cartas que el persa Rica le escribe a su compatriota Usbek, en la célebre fábula de Montesquieu, para hacer justicia a tan sorprendente espectáculo. Pero, ¿qué necesidad hay de contrarrestar el mito con otra fábula? Es cierto que el país en cuestión tiene una larga tradición de represión de la expresión libre del pensamiento, pero aunque los opinadores de sí mismos siguen actuando como sus antepasados directos, atenazados por la censura, lo cierto es que allí hoy se puede opinar libremente sobre una diversidad de asuntos —incluida la realidad tenida por inexistente— sin temer la cárcel o el garrote vil. España, puesto que de este país se trata, se ha dotado, en efecto, de una Constitución que garantiza precisamente el ejercicio de las libertades individuales, en el marco de un Estado de derecho, que conculcaba el anterior marco legal. Puesto que ya no hay factores externos que justifiquen el camuflaje de las opiniones políticas o el repliegue a las brumosas regiones de la fábula, no puede evitarse sacar la conclusión de que el tenaz cultivo del mito entre los españoles responde a una auténtica tradición de pensamiento, mantenida intacta con independencia de otros avatares históricos.
     Mito y dogma
     Dejo de lado las definiciones antropológicas del mito, aunque no esté de más recordar la sucinta y muy justa definición de Malinowski: “The myth is in a way a mere unfolding of dogma“. Tomo aquí mito en un sentido lógico, como lo puede entender un filósofo del lenguaje: “Hay producción de mito todas las veces que en lugar de sencillamente observar la manera en que de hecho se presentan las cosas en cada caso, somos llevados a postular la presencia de un determinado elemento que debe forzosamente rendir cuenta de la manera como se presentan en todos los casos” (Jacques Bouveresse, Wittgenstein: la rime et la raison). Así, por ejemplo, los problemas de la sanidad pública en una determinada comunidad no serán descritos y abordados per se (déficit de equipamientos o de personal; ineficiente implantación y distribución territorial; falta de racionalidad en la organización de los servicios) sino como una manifestación de la carencia de otra cosa: autogobierno, independencia, reconocimiento de los “derechos históricos” de la comunidad en cuestión.
     Para hacerse una idea de lo que supone para la vida política de un país elevar los mitos a la categoría de argumentos racionales, imaginemos por un instante que en el debate de un proyecto de ley en la Cámara de los Comunes un miembro del parlamento inglés razonara su postura invocando el sacrificio de Boadicea, a lo que un MP de la bancada contraria replicase exaltando la gesta de Guillermo el Conquistador. O a un diputado por Nantes reprochándole a un ministro su falta de sensibilidad por haber rechazado una petición de créditos para explorar la bahía de Douarnenez en busca de la ciudad de Ys, la Atlántida de los bretones. ¿Que son ejemplos extremos y caricaturales? Sin duda. Pero, ¿cómo si no calificar el preámbulo al proyecto de nuevo Estatuto de autonomía catalán, donde se afirma, entre otras cosas, que hasta el siglo XVIII Cataluña manifestó su “afirmación nacional”? ¿Qué sentido racional y no mítico puede tener invocar la existencia de una “nación” en unos siglos y tiempos en los que “nación” significaba otra cosa que lo que significa desde el siglo XVIII? Sin embargo, el nuevo Estatuto, precedido por esta afirmación de corte mítico, ha sido admitido a trámite parlamentario en las Cortes españolas, después de haber sido refrendado nada menos que por 90 % de los diputados del parlamento regional de la comunidad autónoma de Cataluña. El parlamento regional de la comunidad autónoma vasca ha hecho otro tanto, remitiendo a las Cortes un proyecto de Estatuto en el que la pretensión de constituirse en Estado libre asociado está basada en una lectura de la historia igual de mítica y fantasiosa. Y en la otra comunidad llamada “histórica”, Galicia, los nacionalistas locales acarician la idea de hacer remontar sus aspiraciones a mayores cuotas de autogobierno nada menos que al “Reino de Galicia” constituido… ¡a mediados del siglo VI por los suevos! A propósito de la división entre naciones “históricas” y otras entidades, conviene recordar que Marx fue uno de los primeros en teorizar este tipo de constructos, lo que permitía, entre otras minucias, consignar a los pueblos eslavos, indignos del epíteto, al olvido histórico.
     Cabe preguntarse el por qué de la prevalencia de estos y otros mitos entre los españoles y su utilización en el debate político a fuer de argumentos racionales.
     Una de las claves de este comportamiento anómalo sin duda reside en la carencia de tradición ilustrada en España. Atrincherada en la fortaleza dogmática de la Contrarreforma, España no se dejó “contaminar” por la racionalidad ilustrada, salvo en el caso puntual y aislado de algún pensador, como José María Blanco White, que además tuvo que exiliarse para salvar el pellejo. Al contrario, la prueba de la indigencia de los escasísimos frutos del pensamiento ilustrado en este país es la obra del padre Feijoo, contemporánea nada menos que de la de Voltaire. Sería bueno releer los ensayos que Octavio Paz dedicó a esclarecer las profundas diferencias entre la modernidad ilustrada del XVIII, encarnada en las revoluciones americana y francesa, y el atraso de México, encerrado, como la Madre Patria, en la bastilla contrarreformista. Paz denunciaba en la actitud tradicional de las elites intelectuales de su país el empeño típicamente contrarreformista de oponerse a cualquier proyecto de futuro invocando la pervivencia del origen y el comienzo. Y recordaba el verso de Ramón López Velarde, que bien podría servir de lema a cualquiera de los nacionalismos regionales en la España de hoy: “Patria, sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”.
     Causa sorpresa, cuando no estupor, el caso de España. En los 30 años transcurridos desde la muerte del dictador —en realidad, desde un poco antes, desde la década de 1960—, este país ha dado pasos de gigante para alejarse de su plurisecular condición de atraso en todos los órdenes: en su vida económica, en sus instituciones políticas, en el nivel de formación de sus habitantes. Hay zonas de sombra en todos estos terrenos, pero los claros eran simplemente impensables hace apenas medio siglo. Y sin embargo, sus clases dirigentes, sus elites intelectuales siguen aferradas al viejo hábito contrarreformista de mirar hacia atrás y hacia adentro; más de un siglo ha pasado desde la crisis de Cuba y los debates sobre la identidad de España que esa crisis provocó, pero la vida política e institucional de este país gravita enteramente, una vez más, alrededor del agujero negro de la condición de España. ¿Estado-nación? ¿Estado plurinacional? ¿Federal, confederal, simétrico o asimétrico? En el siglo XXI, este país está sufriendo a marchas aceleradas, y por sólo mencionar un fenómeno reciente, una de sus más portentosas transformaciones sociológicas, pasando de país de emigración a país de acogida de inmigrantes; y sin embargo, su clase política y sus intelectuales viven ensimismados en un debate identitario comprensible únicamente en el marco y en los términos del siglo XIX.
     “A mere unfolding of dogma“: este sigue siendo el mal español. Antes que enfrentarse a la realidad, antes que “sencillamente observar la manera en que de hecho se presentan las cosas en cada caso”, volver la vista atrás, hurgar entre las raíces esenciales y arrancar del fértil suelo del pasado el hierbajo alucinógeno del mito. Hay para todos los gustos en las pócimas elaboradas con este ingrediente: en nombre de la recuperación de la memoria histórica, esa hipérbole políticamente correcta que esconde (mal) la tentación totalitaria de dirigir la lectura de la historia en un sentido favorable al partido en el poder, la apoteca de los mitos españoles brinda un casi inextinguible surtido de “paraísos artificiales”. No hay espacio aquí para repasar más que un par de estas sustancias, de probada toxicidad para la inteligencia. Baste con señalar que hay de todo en esta farmacia: desde el mito de la diversidad, que permite, por ejemplo, que los gobiernos nacionalistas regionales exijan el reconocimiento de la pluralidad cultural y lingüística de España mientras en casa imponen un régimen férreamente monolingüe y excluyen del juego político a los partidos que no comulguen con el mito nacionalista, hasta el mito de la democracia, en virtud del cual se puede, desde las más altas instancias de gobierno, incumplir o animar a incumplir leyes aprobadas y vigentes en función del interés táctico del momento y en nombre de la defensa… de valores democráticos. Sin excluir precisamente el metamito de la memoria histórica, que en 2006 quedará entronizado por el gobierno catalán en un proyectado “Memorial”. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión para instruir a los catalanes, por ejemplo, en el origen de Els segadors? Muchos de ellos sin duda ignoran que la letra del himno oficial de esta comunidad autónoma, que por un decreto de 2001 todos los alumnos tienen el deber de aprender en la escuela, fue creada por concurso a fines del siglo XIX, que Jacint Verdaguer la consideraba con horror, y que la canción original que entonaban los segadors en su revuelta contra los abusos de la política fiscal del conde-duque de Olivares incluía frases como “Visca la fe de Christ!” y “Visca lo rei d’Espanya, nostre senyor!“.

El mito del antifranquismo
     Hay que empezar por él, ya que puede ser considerado el mito fundacional de un buen número de dogmas desarrollados y nutridos en el solar español desde la muerte de Franco. Muy especialmente, no hay que perder de vista que de él derivan muchos de los actualmente vigentes para la izquierda española.
     El mito del antifranquismo dice que hubo en España una decidida resistencia contra el régimen dictatorial impuesto por el general Franco durante los 36 años que duró su gobierno. No hace falta ser un politólogo avezado para comprender la función que inicialmente pudo desempeñar este mito en el período de la transición. Así como los franceses, tras la liberación de su país por las fuerzas aliadas, para afianzar la unidad de su maltrecha nación forjaron la mitología de la resistencia y prefirieron no eternizarse en la depuración judicial de los colaboracionistas —salvo en el caso de los más conspicuos cómplices de los nazis—, los españoles se han inventado un amplio movimiento de repulsa al régimen de Franco para efectuar pacíficamente un cambio de régimen sin reabrir la heridas de la guerra civil. Curiosamente, nadie parece reparar en la contradicción flagrante entre un amplio y manifiesto rechazo del régimen y el hecho de que éste perviviera hasta el final, o sea, para decirlo vulgarmente, hasta que el dictador murió en su cama. Se trata, sin lugar a dudas, del movimiento de resistencia menos exitoso, por no decir más ridículo, de toda la historia.
     Pero como suele suceder con los mitos en España —constructos ideológicos propios de una mentalidad contrarreformista que sustituyen argumentos racionales en las luchas tácticas por el poder—, éste se declina en submitos, atendiendo a los cuales puede verse la utilidad real de la patraña. Así, tómese el submito de la resistencia al franquismo encarnada en los nacionalismos locales de España. Un submito compuesto, a su vez, de dos elaboraciones ideológicas y militantes de la historia. La primera, de ámbito local, reza que la guerra civil española no enfrentó a dos bandos políticamente enmarcados, el uno en la legalidad republicana, el otro en una sublevación militar, sino a “España” contra “Cataluña” y “Euskadi”. Elaboración que posee la utilidad añadida de servir de nutriente al gran mito del antifranquismo declinado, esta vez, regionalmente, y en virtud de la cual se exime de análisis y juicio el comportamiento real de amplios sectores de las sociedades catalana y vasca durante la contienda civil y en la larga dictadura. La función de esta muñequita de la matriochka mítica del antifranquismo es doble: por un lado, las elites catalanas y vascas que desde la década de 1980 gobiernan a punta de mitología nacionalista en sus respectivos solares, arropadas en el manto del victimismo, fundan su legitimidad en una fabricada continuidad con las míticas “luchas” del antifranquismo, cuando en realidad son las herederas y continuadoras del muy real, y no mítico, “franquismo sociológico” que sirvió de apoyo material al régimen de Franco. En otro artículo publicado hace unos años en esta revista ya señalé que una de las carencias historiográficas más sangrantes de este país es precisamente la falta de estudios documentados y no partidistas sobre la “colaboración” con el régimen. Por otro lado, la izquierda española prefiere dar por buena la perversión de la verdad histórica que transforma a los Ibarretxe en descendientes de gudaris y a los Pujol en trasuntos de maquis porque ello le permite justificar “históricamente” cualquier alianza política sellada con unos partidos cuyo ideario es perfectamente incongruente con el de cualquier partido de izquierdas, incluidos los socialdemócratas. Aunque, a la vista de las actuales alianzas del PSOE con partidos nominalmente de izquierdas y auténticamente nacionalistas, como Esquerra Republicana de Catalunya e Iniciativa per Catalunya-Els Verds, está claro que la “izquierda” española (¿quién no es de izquierdas hoy en este país?, ¿quién se atreve a declarar que no lo es? ¿acaso el actual presidente del gobierno español no se declara “rojo”, dando así, de paso, otra acepción a lo políticamente correcto: ausencia radical de sentido del ridículo?) siente más apego por las formas que por la realidad que encubren.
     La otra elaboración en el vientre de esta matriochka está basada en la observación de fenómenos históricos que rebasan el marco local. En el siglo XX, todos los movimientos de liberación de izquierdas exitosos, en Egipto, Argelia, Irak, Siria o Indochina, se han apoyado en la explotación de sentimientos nacionalistas. Las revoluciones cubana y sandinista no son una excepción: una vez alcanzado el poder, los guerrilleros, por más internacionalista que fuera su credo en la fase de asalto al poder, inmediatamente descubrieron las virtudes del nacionalismo en el adoctrinamiento de las masas “liberadas” del yugo del imperialismo. De ahí el prestigio que para muchos políticos de izquierda e intelectuales españoles sigue teniendo el mito del nacionalismo de los pueblos oprimidos, que tan a menudo no pasa de mera excusa para seguir cultivando las viejas pulsiones antidemocráticas de siempre, tan certeramente resumidas por Jacques Julliard: “Lo que ayer fascinaba a los intelectuales en el socialismo autoritario no era, desgraciadamente, el socialismo, sino la autoridad. Mañana, lo que les fascinará del terrorismo anticapitalista no será el anticapitalismo, sino el terror. Una vez más”.
     Antifranquistas de hoy, franquistas de ayer, uníos: el asalto al poder bien vale el olvido de la historia en aras de la construcción de la memoria histórica y sus mitos.

El mito del nacionalismo
     Conviene ser breve en este apartado, aunque sólo sea porque es un mito estrella de la caverna. Sólo dos observaciones. Cuando los nacionalistas regionales (bello oxímoron local) hablan de nación, se refieren a una entidad prepolítica, en el sentido de preexistente a cualquier pacto político plasmado en un ordenamiento legislativo. La “nación” catalana o vasca o gallega (o española, en el discurso nacionalcatólico del franquismo, hoy extinguido del todo en la caverna, por más que les pese a los detractores de una derecha española que hoy es menos prepolítica de lo que a algunos les tranquilizaría pensar que sigue siendo) remite a la tradición herderiana del Volksgeist, a una concepción esencialista de la comunidad. En cambio, la actual “nación” española existe en virtud de un pacto constitucional, suscrito mediante referéndum por una mayoría de ciudadanos españoles. No pocos malentendidos de la actual vida política española se derivan de esta discrepancia, que no es sólo conceptual: las tradiciones a las que respectivamente pertenecen estas dos concepciones de la “nación” son inconmensurables e incongruentes. Mientras la tradición humanista y liberal, derivada de la Ilustración y las revoluciones americana y francesa, pone en el centro de su dispositivo al ciudadano y los derechos y deberes que éste contrae mediante un contrato explícito que admite ser revisado y adaptado a la cambiante realidad, la tradición romántica alemana toma como sujeto no al individuo sino a una colectividad cuyos valores intemporales (lengua, costumbres, Weltanschaaung e incluso, como para los vascos seguidores de Sabino Arana, elementos raciales) el individuo tiene el deber de mantener y defender, por más que la realidad cambie. La aspiración de la “nación” así entendida no consiste en garantizar las libertades, el bienestar y la prosperidad de los ciudadanos, sino en manifestar dramáticamente su identidad colectiva, empeño descrito con toda claridad en el siguiente párrafo del preámbulo a la proposición de ley orgánica del nuevo Estatuto de Cataluña: “Avui Catalunya, en el seu procés de construcció nacional, expressa la seva voluntat d’ésser i de continuar avançant en el reconeixement de la seva identitat col·lectiva“.
     La segunda observación se refiere al argumento esgrimido por los nacionalistas regionales españoles para exigir mayores cuotas de autogobierno, argumento que resume la frase a menudo pronunciada por Pasqual Maragall de que lo único que se busca con ello es “sentirse cómodos”. Los nacionalistas de la Liga Norte en Italia y los del Quebec libre recurren a parecidas manifestaciones de “incomodidad”. Habida cuenta del hecho de que estas tres regiones se caracterizan por su elevado nivel de renta y un entorno pacífico, libre de conflictos armados o coacciones políticas, ha de suponerse que la referida “incomodidad” tiene su fuente en alguna intangible metafísica. La pregunta no es tanto qué hará falta para que los nacionalistas “a la Maragall” se sientan “cómodos”, cuanto por qué dicen que se sienten incómodos. Pero tengo para mí que las sensaciones de incomodidad esencialistas son tan inabordables como aquel cuchillo del que hablaba Lichtenberg, que carecía de hoja y también de mango; una manifestación más del escamoteo de la realidad mediante trucos de brujería verbal.

Coda
     Con todo, hay que rendirse a la evidencia: por más que éstos y otros mitos que adornan la caverna española admitan ser analizados racionalmente, y aunque sea relativamente fácil demostrar su condición de constructos ideológicos escamoteadores y adulteradores de la realidad, el hecho es que ninguna refutación de sus contenidos o denuncia de su perversa función hace mella en el ardor de sus cultores. Se ha apuntado a la ausencia de tradición ilustrada y la pervivencia de hábitos mentales contrarreformistas como posible explicación de tan sorprendente persistencia en el error. Pero también cabría ahorrarse el trabajo de conferir algún atisbo de racionalidad a este comportamiento recordando aquella vieja y sabia observación que reza, en una reciente formulación de Claude Chabrol: “La tontería es mucho más fascinante que la inteligencia. La inteligencia tiene límites, la tontería no”. –

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(Caracas, 1957) es escritora y editora. En 2002 publicó el libro de poemas Sextinario (Plaza & Janés).


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