Poetas en el dédalo de la muerte

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Una ligera llovizna cae sobre Medellín una noche de finales de junio. Por diversos rumbos de la ciudad, como mineros que dejan el subsuelo, poetas de unos sesenta países abordan carros amarillos para ir a leer sus poemas a tabernas, auditorios o estaciones de metro, o para regresar al hotel donde tiene su sede el XII Festival de Poesía.
     Esa medianoche volvíamos de la Taberna Bachué, en Bello, sobre la avenida Jorge Eliecer Gaitán. El cielo estaba limpio. Rumbo al centro, se escuchó el inconfundible grito de una bomba. Y luego otro, más lejos. Nada grave para un hombre curtido en San Salvador. En esa ciudad dominada por la brutalidad de la política y las tensiones sociales, se dejó sentir el perfume de lo real; en los campos de amapolas alzaban sus narices las avionetas de los narcos; en la selva, acaso, algún emboscado daba los últimos toques a su próxima proclama, con una fruición similar a la de los charlatanes de la jungla urbana. En las montañas, entre tanto, las secuelas del glifosato asperjado sobre los cananguchales sacrificaban a animales y pájaros.
     La poesía —nervio del habla y el espíritu— corría en el almenado espinazo de la violencia. Colombia dormía con la compañía apasionada de los poetas, dispuestos a empeñar su palabra en el gran relato de ese país que, como ninguno en América, vive en los dédalos de la muerte.
     Aquel encuentro de los magos de la palabra, hablando en más de una docena de idiomas, se condimentaba con la escalofriante cifra de cincuenta mil asesinados, sólo en Medellín, en la última década. He aquí aquel "tiempo de los asesinos", que ni el mismo Rimbaud pudo imaginarse.
     El renombrado Festival de Medellín, tras doce años en la brega, encara uno de sus momentos más críticos a causa de la drástica reducción del apoyo oficial. Además, la edición de este año fue sistemáticamente ignorada por los grandes medios de difusión. "Ello parece indicar que, de las noticias emanadas de Colombia, importa más resaltar […] su cruento presente de masacres y explosiones que la creciente movilización de las fuerzas espirituales que demandan la reconciliación de los colombianos", dijeron los organizadores.
     El reto tiene al menos otra arista: el equipo de la revista Prometeo también enfrenta el desafío de sostener, a pesar de los magros recursos con los que cuenta, la calidad de las participaciones para no defraudar a ese público espléndido —especialmente las hispanoamericanas, la representación más nutrida de todas.

La poesía como una muñeca inflable
Después de peregrinar por diversos auditorios escuchando a la mayoría de los poetas participantes, me asaltó una conclusión: la poesía en idioma español no goza de buena salud.
     ¿A quién le importa la salud de la poesía en un continente donde el desempleo, el sida, los desastres y la amnesia, con el fondo musical minimalista de la modernidad, dejan cada vez menos espacio para la esperanza? La poesía ha sido barrida, como la flora y la fauna, de grandes regiones del alma contemporánea. ¿Qué singulares revelaciones se han perdido por la ausencia de la poesía? Nunca lo sabremos. Quizás no se han perdido. La cifra de humanidad no es mensurable… todavía.
     Aquella conclusión apresurada y discutible obedece más al oído que a la lectura. En los teatros al aire libre, en las estaciones, tabernas y parques, el poeta no puede sino comunicar deficientemente el celoso fruto de una búsqueda profunda puesta en palabras. Sería necesario que en todo poeta se escondiera un actor y un carismático locutor. Pero el monstruo del público tiene sus tiranías, y para complacerlo se llega. En el pugilato contra las limitaciones y las rencillas, y ante la justa necesidad de echar luz sobre las conquistas, la calidad de las participaciones no suele ser evaluada. Como el Festival no tiene como misión suplir la recíproca y generalizada ignorancia de la obra poética de nuestros contemporáneos, y como tampoco dudo de la existencia en nuestra lengua de grandes poetas, diré, más bien, que la poesía en español que se leyó en Medellín quizás dejó por fuera a la mejor.
     Los poemas provenientes de Argentina, Venezuela y el Caribe, España y Colombia, México y Centroamérica, se parecían demasiado entre sí. La poesía en español exhibió, en general, un lenguaje indoloro. Y aunque algunos se atreven a repetir en público el lugar común de que la poesía es hija de los dioses, algunas veces tuve la sensación de estar más bien frente a una muñeca inflable.
     En nombre de la poesía hasta algunos buenos poetas hicieron cosas tan fuertes, yo no sé. Hablo del aplaudido performance de un poeta serruchando un leño, y de una poeta que arrancó exclamaciones entusiastas cuando habló en nombre de su raza indígena, y de los nadaístas colombianos cuyos desplantes de rocanroleros alentaron la euforia del respetable.
     Si la poesía ha conseguido escapar de las falsificaciones que el "demonio-mercado" y los mecanismos de selección natural que los consorcios editoriales y los circuitos de galerías y museos sí les han impuesto a la narrativa y a las artes plásticas, ¿a quién debemos atribuirle las responsabilidades?
     En el mar de la poesía mundial, que tiene en el cerro Nutibara una de sus magníficas playas, tampoco se vislumbran corrientes. Octavio Paz lo había señalado el siglo pasado: "Por primera vez, desde la época romántica, no ha aparecido en los últimos treinta años ningún movimiento poético de envergadura." La sentencia parece seguir vigente. Y aunque Paz también advirtió: "No me inquieta la salud de la poesía sino su situación en la sociedad en que vivimos", es inevitable sentir pena por el vecino de cuarto que tose, o cuando tu mujer te dice que por las noches deliras…
     Si Hispanoamérica, aguijoneada por la lluvia pertinaz de la cultura pop norteamericana, vive el gran ennui del fracaso revolucionario y una modernidad cada vez más remota, la lección quizás sea que ha llegado el tiempo de dejar de pensar en el poeta sólo como un vidente, y de asociar su trabajo a una diversidad de subgéneros: cómicos, de la representación escénica y del libelo, entre otros. ¿Cómo separar, entonces, el grano de la paja?
     Esta pregunta que me papaloteaba en la habitación, el bar y el restaurante del hotel, se volvió ociosa cada vez que escuché a poetas como Koziol, Zajc, Afifi, y a los africanos, en especial a Anyidoho. Anyidoho y Afifi, por ejemplo, saltaron del entertainment al relato de sus raíces en movimiento. En ellos, la rebelión turbulenta de las distintas nacionalidades y lenguas, forjadas en las brasas de los experimentos expoliadores, parecen resistirse a la disolución y a la desesperación de una historia envenenada. Afifi, objetor de conciencia de la Guerra del Golfo (por lo que fue a la cárcel), con una obra enraizada en la herencia cultural egipcia, leyó en inglés algunos de sus conmovedores mawwal. Y cada vez que Anyidoho, de pie, con voz potente, entonó su enérgica salmodia, la poesía recobraba sus dramáticas raíces orales.
     Aunque para los apocalípticos la lógica de la historia conduce a una inevitable homogeneización cultural, estos poetas me confirmaron que las identidades acumulan riqueza en las fusiones, en el cruce fértil, pero también en el desdibujamiento de las identidades originales. Singular destino el de esta poesía. Su esencia parece estar en su evaporación: en el hálito de los campos donde arden la sangre y las fogatas, y en los vapores del asfalto y el hormigón. Ellos, y otros más, le dieron combustión a esa lámpara maravillosa que, año con año, arde en Medellín. Ellos probaron también la necesidad de un ejercicio reflexivo, desde el lenguaje, sobre la propia tradición. Habrá poetas que revientan en estornudos, pero la poesía tiene llenos sus cofres.
     Aunque su existencia a futuro parece estar cada vez más comprometida, el Festival es como el extraño hijo de las crisis de Colombia, y quizás por eso logrará sortear sus nuevos obstáculos. Nació cuando el país se hundía en el vórtice de su momento histórico más sombrío. Al menos así parecía. En ese entonces, la situación de hoy era inimaginable. Los males que barrieron a Macondo ya parecen poca cosa frente a las demasiadas guerras que están matando a Colombia. Pero el tiempo de los asesinos no debe imponerse en esta historia. El Festival debe seguir. Colombia y la poesía son suficientes razones. ~

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