Hace pocas semanas se aprobó en el Congreso español la llamada Ley de la Memoria Histórica: con ella se adoptaban algunas medidas del todo razonables (como la apertura de las fosas comunes de la Guerra Civil que quedan en España) y otras discutibles, si el verdadero fin es perpetuar la memoria (como la eliminación de carteles y estatuas franquistas). En cualquier caso, y más allá de las disposiciones, la Ley certifica algo que, poco más o menos, comparten todos los países del mundo: los gobiernos y los parlamentos creen tener el derecho a fijar el pasado, a contarles a los ciudadanos el relato verdadero de la historia de su país, a convertirse en historiadores y policías al mismo tiempo.
Esto lo pensaba mientras leía el relato de dos casos más extremos que el español en The Wages of Guilt, de Ian Buruma, un extraordinario libro en el que Buruma compara cómo se recuerda y cuenta la Segunda Guerra Mundial en Alemania –donde el sentimiento predominante es la vergüenza y la pena, y así lo promueve el Estado– y en Japón –donde casi todo el mundo ha olvidado que alguna vez los japoneses fueron agresores, empezando por los políticos–. Si las películas, las novelas y los ensayos históricos contribuyen a la configuración de la idea que nos hacemos de la historia, Buruma explica cómo los gobiernos utilizan sobre todo dos elementos, los libros de texto escolares y los monumentos, para tratar de fijar su visión del pasado, que casualmente es la que más legitima a su partido o ideología. Buruma cuenta un caso escalofriante: siguiendo las directrices oficiales, un maestro japonés de historia contó en su clase, hasta el año 1945, lo siguiente: “Los hombres blancos son altos, pero débiles. Están reblandecidos de tanto sentarse en mullidos sillones, mientras que nosotros somos duros porque nos sentamos en el suelo, de modo que siempre les ganamos en la batalla.” Sin embargo, cuando terminó la guerra y los americanos ocuparon Japón y dirigieron las políticas del gobierno japonés, el maestro se vio obligado a decir ante su clase: “Los americanos son más altos, y de eso debemos aprender una lección. Su estatura media es de un metro setenta y cinco, y las nuestra de un metro cincuenta y siete. Esa diferencia de dieciocho centímetros lo dice todo, y es la razón por la que perdimos la guerra. La fortaleza física se manifiesta invariablemente en la fuerza nacional”.
Buruma, sensatamente, se pregunta: ¿cómo podía algún niño creer al maestro? ¿Qué le decían los estudiantes? Los estudiantes, responde un antiguo alumno, simplemente dejamos de escucharle, al pobre le habíamos perdido el respeto. Más o menos lo que hacemos la mayoría de los ciudadanos cada vez que llega un nuevo gobierno –ese gran maestro que repite su lección con un denuedo tan patético como el del japonés– y establece por decreto cómo fue el pasado. Ya no escuchamos. Les hemos perdido el respeto.
– Ramón González Férriz
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.