Como sabemos y se ha estudiado hasta el cansancio, el catálogo de timbres expresivos, de temperaturas de prosa en la novela, es inabarcable. Las danzas métricas y las sonoridades elocuentes del cello del Quijote a veces agitato, adagio en otras se contrapuntean con los raspones, cacofonías y dislates del bellaco saxofón de Sancho. Atrás de ellos, resuena, delicada o estridente, la orquesta con los pucheros y suspiros de las niñas en desgracia, las quejas de los álgidos amantes, los alborotos de los venteros, los latinajos de licenciados sabihondos o psiquiatras avant-la-lettre, la tarabilla de Teresa Cascajo y demás canalla, y hasta los relinchos de Rocinante y los “sospiros” del rucio… ¿Qué agregar a la acumulada sabiduría que ya ha ordenado y celebrado la paleta de registros sonoros de esa “polifonía verbal” de la que habló Bajtin?
O ¿qué agregar sobre los variados discursos especializados, es decir, los que se hallan estrictamente vigilados por las retóricas y normas del buen decir en los discursos de los nobles enamorados, las jerarquías eclesiásticas, las autoridades nobiliarias o, desde luego, el más singular de todos, el estricto lenguaje del Quijote, sabio, dulce, disparatado?
El asunto adquiere rango de genialidad en tanto que el lenguaje “especializado” del señor Quijote es, sin él estar consciente de ello inmune detrás de su locura una parodia. Su modelo expresivo supone una retórica, una gramática, un vocabulario fijado por el lenguaje de las novelas de caballería y, en menor grado, de la novela pastoril. Así, el lenguaje del Quijote es una emulación, y, muy a pesar suyo, una pantomima, una impostación de esos modelos que, a su vez, vulgarizaban a los clásicos grecorromanos o a los códigos del amor cortés medieval. El severo código social, cuyo signo dominante es la cortesía (pues era en las cortes que se implementaba su rigor) es un código esencialmente verbal; un código que también se ejerce, ya como arte de amor, en el coloquio seductor y en la poesía amatoria.
Pero en el caso del caballero andante no basta la retórica. Un caballero andante ha elegido hablar también, y sobre todo, con hechos, como lo ordena el participio de su oficio. Esto lo explica el mismo Quijote al diferenciar entre el caballero andante y el caballero de corte. Tales hechos se hallan también subordinados a una retórica de los actos, al catálogo esencial de la cortesía militar que el Quijote repite una y otra vez a lo largo de la novela: deshacer entuertos, proteger viudas, serle leal a la dama, preservar la castidad, etcétera. Todos estos son los actos que definen al caballero como benefactor, como alguien que hace el bien. Se trata de hechos heroicos cuya sustancia es similar, en los actos, a la retórica cortés en los dichos: dos gramáticas complementarias que redactan una sola frase, la que concentra aquello que don Quijote llama “la fama”.
La cultura de la cortesía se estratificó y sistematizó en un “buen decir” y un “bien hacer” al que pertenece el caballero, ya de corte, ya andante, tal como lo estipulaban sus libros clásicos. Y don Quijote se atarea en cumplir con esos códigos rigurosamente. Pero si su “buen decir” es impecable, su “bien hacer” es un desastre, pues, siendo esencialmente ficticio, sus consecuencias afectan un mundo regido por otras leyes y desfasado del suyo. Entre su buen decir inofensivo y su destartalado bien hacer es que vibra esa locura suya que consiste, básicamente, en subordinar su decir y su hacer a una ficción. El buen decir del Quijote es prudente y cuerdo; convertirlo en un bien hacer es lo que lo gradúa al rango de la locura.
Lo interesante es que todo lo que Quijote hace como benefactor cortés es la traducción de un buen decir previo, es decir, del código cortés que rige la buena fama. Esta “traducción” del buen decir (que supone, claro, un buen sentir y un buen pensar) al bien hacer es fuente de irrisión, dislate y desastre, porque la realidad tolera el bien hacer de acuerdo a sus propias reglas, no a las de las novelas de caballería. Pero nuestro don Quijote acata rigurosamente los códigos expresivos del buen decir, tan importantes para él como sus actos, pues evidentemente su decir y su obrar son las dos caras de una locura que no podría darse fuera de esa simultaneidad. A diferencia de las inocuas “locuras silentes”, la de don Quijote supone la concordancia de hacer locuras y su loco buen decir. Se trata de una locura en continuo estado de verbalización.
Esta doble articulación (decir y hacer como caballero andante) se manifiesta de manera progresiva en la novela. Al principio, sólo hay un decir, un hecho de la imaginación juguetona, en nada diferente a nuestras propias fantasías deseantes, que no sólo son lícitas, sino esenciales para el actuar individual y social. Del mismo modo, Alonso Quijano dice “seré un caballero andante”. O bien, “¡quién fuera caballero andante!”. Pero los problemas comienzan cuando se dice: “¿Y si yo fuese un caballero andante?”. Y así hasta la locura confirmada: “soy un caballero andante y ya no me llamo Quijano, sino Quijote”.
Pero ahí en medio, justo antes del triunfo de la locura, hay otro modo verbal: “Que yo era un caballero andante”. Este modo verbal, tan raro, se llama en psicolingüística el copretérito lúdico, y consiste en el código por el cual los niños instauran, mientras juegan, una temporalidad hipotética, imaginativa, a la que subordinan por común acuerdo el tiempo real y sus identidades reales. Este código perdura durante el tiempo del juego, que consiste en crear una fantasía colectiva y pactada entre los jugadores. La instauración de esta temporalidad mágica se pacta con el acuerdo común de una narrativa cualquiera (el viejo oeste, o las batallas espaciales, o los bomberos heroicos) de la que deriva un ámbito narrativo del que derivan lenguajes y escenarios consensuados. Una vez pactado eso, se distribuyen los roles y se profiere la fórmula mágico-lúdica: “que yo era…” (el bombero, o el astronauta, o el caballero andante). En ese ámbito verbal fantástico es donde se ubica Quijano/Quijote, y su buen decir, y su bien hacer, son prolongación de ese juego que, lamentablemente para él, al exteriorzarse deriva en locura, pues carece de consenso con los demás jugadores (éste es el empeño del Quijote en “jugar como un niño” que Vladimir Nabokov encontró tan cruel1). Podemos decir así que Quijote quizás cae en la infancia, antes de caer en la caballería andante.
Quijano se imagina caballero del mismo modo en que, en el reino del copretérito lúdico, los niños dicen el relato a la vez que lo ejecutan y son, simultáneamente, los narradores y los actores de la narración. Don Quijote hace lo mismo al trasladar a un narrador la responsabilidad de narrar sus hechos. Poco importa que al principio ese narrador sea él mismo (cuando aún es Quijano). Lo hace porque verbalizar lo que hace le agrega verosimilitud a su fantasía. Pero en la medida en que lleva el copretérito lúdico (“que yo era un caballero andante”) al presente (“soy un caballero andante”), se instaura la locura, y esta locura ya exige otro narrador que fortalezca la verosimilitud del juego. Como ya no puede hacerlo él mismo, y como no hay (por lo pronto) nadie que le siga el juego, Quijote concibe al narrador futuro de sus hechos: alguien que será un “sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser coronista desta peregrina historia” (1, 2).
Se trata de un narrador que Quijote se promete merecer; que él sabe que va a tener en el futuro, dadas las dimensiones de lo que será la fama de sus hazañas. A partir de ese momento, cada acto que Quijote acomete, por insignificante que sea, es en su cabeza, al mismo tiempo, un párrafo actual mientras realiza el acto, y un párrafo futuro en una escritura que vendrá; y cada “aventura” un capítulo; y cada “salida” un libro, etcétera. Esta deliciosa confusión, substancia de su locura, se sostiene sobre la tensión que genera la equivalencia entre vivir y ser redactado, que para él es una cosa y la misma. En tanto que su mundo existe bajo la especie del libro de caballería, su obrar y su vivir tienen como objeto culminar en uno de esos libros para, sólo de ese modo, apropiarse de un sentido final, lograr su cabal realización y certificar la autenticidad de su fama.
En este sentido, Quijano es el primer narrador del libro, el que hace la redacción de una narración íntima en su mente. Este ángulo de la mente de Quijano, ya en el umbral del desquiciamiento, es crucial: antes de fingir ser un caballero andante, el niño que está realizando el juego finge que es su cronista. Quijano es el autor de sí mismo y el primer narrador de sus aventuras cuando sólo son imaginarias, cuando son sólo una inocua fantasía lúdica. Una vez que se convierte en Quijote, opta por vivir su imaginación y por dejar la tarea de narrar al “sabio” que aparecerá en el futuro, ya no, como Quijano en su mente, ni como don Quijote en el papel polvoriento de los campos de La Mancha, sino en un verdadero libro con papel, tapas y costuras.
Así pues, es ésta una historia que simultáneamente Quijano redacta en su mente, que Quijote redacta por los caminos y que un futuro narrador redactará en un libro. Lo que es genial en Cervantes, es haber logrado que esta única trenza narrativa, formada por tres crenchas de cabello, coexista durante todo el volumen hasta que Quijote vuelva a ser Quijano.
La conciencia que don Quijote tiene de su futura fama bajo la especie del libro lo llena de alegría la primera vez que habla en la novela (i, 1). Es la primera vez que Cervantes lo deja hablar físicamente (pues con anterioridad, mientras Quijano confecciona su delirio, Cervantes refiere que sólo “se decía a él mesmo”). Esta primera vez, como sabemos, dice:
Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular combate el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante”. (Libro 1, cap. i, p. 442).
Hasta ahí, Quijano aún es sólo un escritor potencial que redacta en su mente una ficción; ha creado tres personajes (Quijote, Caraculiambro y una señora), ha diseñado una acción (la singular batalla), le ha dado un parlamento a un personaje (el gigante que dice su monólogo al saberse vencido), y ha eligido una retórica adecuada (que “la vuestra grandeza disponga de mí a su talante”). Lo relevante es que Quijano acomete primero la ocurrencia de ser un escritor nada raro, a fin de cuentas y sólo después la de crear un caballero andante que se llamará don Quijote. Será cuando al escritor Quijano se le ocurra que él mismo hará el papel de ese caballero, que él mismo será Quijote, que se le “remata el juicio”.
Esta “ocurrencia” que tiene Quijano no sólo de ser caballero andante, sino de anexarle un futuro cronista es crucial. Toda puesta en imaginación de un posible acontecer es, en el fondo, una escritura en agraz. Si cualquiera de nosotros se redacta una aspiración de cualquier tipo lo hace primero como una fantasía sujeta a las reglas de una narrativa íntima y privada, si se quiere, pero en esencia similar a un hecho de escritura narrativa (tendrá personajes, acción, desenlace, etc.). Lo que hace Quijano, luego de redactar su fantasía caballeresca en copretérito lúdico (“que yo era un caballero que deshacía entuertos”), es cambiarse el nombre (“Que yo me llamaba don Quijote”) otorgarse el papel principal (“que yo era el más famoso de los caballeros andantes”) y todo lo que sigue: el escenario, otros personajes (“que había un gigante”, “una señora”) y, desde luego, la acción del juego (“que yo vencía al gigante y lo enviaba a presentarse a la dama”). Todo sucede dentro del pacto del copretérito lúdico, si actúa como niño, o en una narrativa fantasiosa, si actúa como escritor. Pero si las hace las dos al mismo tiempo, lo hace como un trastornado. Pues el problema es que Quijano no es un niño, sino un adulto que decide imponer sus “ocurrencias” lúdicas sobre la realidad, no en un pacto convenido con otros jugadores (que no existen por lo pronto, pero existirán después en quienes le “siguen el juego” por diferentes razones: Sancho, el Caballero de los Espejos, los duques, etc.), ni dentro de una temporalidad limitada por el juego. Lo hace en soledad y en un tiempo imaginario que suplanta al tiempo real. Es decir, lo hace desde una avería que supone no distinguir entre ficción y realidad, entre copretérito lúdico y tiempo presente.
Visto así, la redacción de sus aventuras sucede tres veces: la primera en la redacción fantástica de su novela íntima, en su traslado a la realidad la segunda, y en el futuro libro del “sabio coronista” la tercera. Este juego causal de relevos, este comercio que se traba entre la imaginación y la realidad, es cifrado por Cervantes de manera tan soberbia como breve. Sucede en su comentario al segundo discurso que hace don Quijote. El “flamante aventurero” escribe Cervantes hace su primera salida, “hablando consego mesmo y diciendo”. La simultaneidad entre hablar con uno mismo y enunciar en voz alta ya es de suyo sutil: confirma que el juicio se ha rematado, por un lado, pero por el otro, más importante aún, que Quijano y Quijote y el “futuro sabio” que narrará la historia se han sincronizado, y son ya las tres personas distintas de una delirante trinidad. Quijano/Quijote/futuro sabio dice en voz alta y se dice a sí mismo:
Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos (…) cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel…
Cuando por fin se calla el caballero, Cervantes anota genialmente: “Y era la verdad que por él caminaba”. Esta sola frase, momento que concentra la magia esencial del pacto entre narrador y lector, es cifra del conflicto de Quijote y de la novela misma. Porque la frase completa se revela entonces así: el Quijote hace su primera salida “hablando consego mesmo y diciendo (y haciendo)”. Cervantes cifra en esa frase la simultaneidad en que ocurren la realidad real, la ficción lúdica de Quijano, la locura de Quijote y la crónica del futuro narrador, y hasta sus posibles lectores. En esa frase portentosa Quijote ha sumado a su naturaleza de persona, su naturaleza de personaje. Quijano juega a que iba por el campo de Montiel y a la vez, como Quijote, va por el campo de Montiel y, a la vez como narrador futuro, dice “comenzó a caminar”, y Cervantes previo paso por el narrador sin nombre, y por Cide Hamete Benengeli dice “y era la verdad que por él caminaba”. El campo de Montiel, a la vez real e imaginario, es la casa de la locura y el emblema de todo hecho novelístico.
Es una frase perfecta, además, porque Cervantes ha conducido magistralmente al lector hacia ese nudo y ha hecho evidentes ante él todas sus implicaciones. “Y era la verdad que por él caminaba” es la nuez de la narración y la frase barroca por excelencia, sede del espejeo, de la esencial inasibilidad de la realidad y de la polivalencia escritural que rige a la lectura (pues cuando leemos, sentimos que “es verdad” lo que estamos leyendo y nos abandonamos a ese pacto lúdico). “Y era la verdad que por él caminaba“ es también la frase en que se anuda la trenza con todas las potencias narrativas que han entrado simultáneamente en juego:
1. la narrativa de la fantasía de Quijano,
2. la narrativa que se redacta al caminar el Quijote ,
3. la narrativa que delata el desequilibrio de Quijote (en tanto que enuncia un juego que él vive como realidad),
4. la narrativa de los hechos reales, en tanto que lo que se dice (en la locura del hablante) de hecho está sucediendo aquí y ahora (el decurso por el campo de Montiel),
5. la narrativa que hace Cervantes como autor omnisciente de lo que sucede tanto en la mente de Quijano, como en la del personaje inventado por él y ya confundido con él,
6. la narrativa que hace Cervantes de lo que verdaderamente sucede en el campo de Montiel.
Desde luego, a todo ello hay que sumar el propio proceder de Cervantes, que imagina, como Quijano, un autor que redactará un texto que, a su vez, será traducido por Cide Hamete Benengeli que, a su vez, será glosado por otro escritor, el que dice “yo” en la primera oración del relato (“de cuyo nombre no quiero acordarme”). A ello puede sumarse la narrativa que realizamos mentalmente los lectores, tanto del texto de Cervantes como del discurso de Quijote, y que conjuga a todas las anteriores (pues mientras lee, el lector ha entrado al juego y también camina, y también supone que es verdad).
El tránsito del juego imaginativo de Quijano a su puesta en escena en el campo de Montiel ya como Quijote, ha supuesto también la elaboración de un lenguaje apropiado. El nuevo lenguaje que habla Quijote se llama castellano en su variante cortés. Es una parte tan relevante para su traje de caballero andante como la adarga o la bacía o Rocinante. Este lenguaje no es un mero accesorio de la metamorfosis de Quijano, sino la demostración factual de que esa metamorfosis ha ocurrido en la realidad. Su nueva manera de hablar es a su estilo expresivo lo que el campo de Montiel es a su metamorfosis en caballero andante: es la verdad. En tanto que el conflicto inicial se ha desatado por culpa del lenguaje (el de las novelas de caballería que le han quemado el seso), es natural que lo primero que hagan Quijano y Quijote sea apropiarse de ese nuevo lenguaje. Otra forma de locura, más común: para Quijano y para Quijote los libros son la realidad. Son los libros de donde se derrama lo que entendemos por realidad. Y todas las aventuras que va a acometer tienen como objeto alimentar esa realidad convirtiéndose en libro (como en la célebre frase de Stéphane Mallarmé, Quijote existe “pour aboutir en livre“: para lograr ser libro).
Esa convicción convierte al lenguaje en un hecho mágico: cualquier cosa, por ser dicha, acontece en realidad. Es decir, en la mente del loco (y en esto se parece al poeta o al demiurgo: Dios dice hágase la luz, y la luz se hace), el lenguaje, instrumento del habla o la escritura, es su propio objeto, un objeto misteriosamente incantatorio. Se trata de vivir y actuar para que el lenguaje culmine en fama y la fama en libro. Desde la primera vez que, ya convertido en Quijote, nuestro personaje no sólo se habla, sino que habla en voz alta para otros (los que sabrán de sus hechos y su fama), se manifiesta ese acatamiento a una convicción de larga estirpe filosófica: el lenguaje sirve para entender el lenguaje (y por tanto la experiencia, el intelecto, la realidad misma).
El lenguaje que Quijano elige para certificar su ingreso al reino del lenguaje es el más artificioso posible: la expresión cortés de las novelas de caballería. Es un estilo expresivo, pero también una retórica hecha de sonoridades, elocuencias hiperbólicas, alusiones clasicistas, arcaísmos, sintaxis. Como toda retórica, no deja de reflejar convicciones ideológicas, hábitos filosóficos ni, desde luego, modales corteses, buenas maneras verbales, códigos amatorios, conductas sociales que, a su vez, denotan jerarquías de clase o formación. Esta especie de pedigrí verbal cumple durante toda la novela muchas y variadas funciones (los regaños constantes de Quijote a Sancho por sus derrapes y la consecuente incomodidad del escudero, por ejemplo). La expresión cortés supone un código de fórmulas aplicables a cada situación emblemática: desde asuntos de fe o rituales para entrar en combate hasta procederes para consagrar el heroísmo a los rigores del amor cortés, así como el uso abundante de fórmulas de cortesía amorosa, sumamente idealizadas y románticas, que a su vez podrían dividirse en fórmulas de ventura y desventura, amor aciago o feliz o recuperado, amor sufriente por lejanía y ardiente por compañía, etcétera.
Esa apropiación delata que la metamorfosis (o la pérdida de la razón) de Quijano es simultánea a la apropiación de un lenguaje específico, la apropiación de una nueva identidad expresiva que corresponde a la nueva mentalidad (o desmentalidad) del Quijote. En este sentido, el lenguaje cortés y caballeresco es el sostén no sólo de la congruencia del personaje, y por tanto de la narración, sino la gesticulación verbal de la locura.
La suplantación de la propia expresión por la expresión cortés, prestigiada, de la expresión caballeresca, es equivalente a la suplantación del falso título (“don”), y del falso nombre Quijote de la Mancha, de la falsa vestimenta, etcétera. Es un ropaje verbal, una utilería sonora. Y es interesante que el lenguaje sea la única zona eficaz, cabal, autónoma y funcional de la usurpación que acomete Quijano. Su redacción es impecable, sus alusiones al mundo clásico puntuales, sus adjetivos acertados, y su discurso perfecto y elegante. En este sentido, el habla “caballeresca” del Quijote es tan exacta como ridícula es su apariencia física: el bacín del barbero o los huesos de Rocinante. Pero su habla no deja de ser otro disfraz, un disfraz verbal parejo al disfraz visual de este actor de sus propias fantasías, tan gran actor que ignora serlo o que ya es incapaz de asumir su falsificación.
Pero cuando un golpe de realidad lo abruma y duda su usurpación, o trastabillea su certidumbre, ese lenguaje inmaculado y elegante se quiebra en pedazos de la mano de su compostura y autocontrol. La duda está en la mente del Quijote y por tanto en su habla y en su gesticulación. Cuando esta ruptura sucede, se expresa como violencia invectiva y estalla en insultos. En varias ocasiones, el pragmatismo, o el sentido común, o el sentido de la realidad que mueve a Sancho lo lleva a tambalear la fantasía de Quijote, a despostillar la meticulosa fabricación de su delirio. Estas impertinencias provocan la furia de Quijote, pues aniquilan el pacto lúdico que rige la naturaleza de su juego. Cuando Quijote es sacado de la retórica caballeresca, cae en la picaresca y enfurece. Sufre lo que Séneca llamaba iracundia, disposición del ánimo que consiste en “la aptitud de reaccionar a la ofensa intolerable y que amerita castigo”3. La impertinencia de Sancho ingresa una fisura suficientemente amplia como para que a Quijote se le escabulla su fantasía, arraigue brevemente en la realidad, en una verdad que atenta contra el discurso de su delirio y, por ello, amerita castigo.
En este sentido, también es interesante advertir que el lenguaje caballeresco del Quijote, cuando se colapsa, se convierte en castellano. Es decir, que cuando habla como caballero está hablando en una retórica común a todos los idiomas de Europa: “Apenas había el rubicundo Apolo” es castellano, claro, pero el sentido de la frase es común a toda Europa. Sólo cuando el juego se rompe Quijote pasa al castellano vulgar y adopta los giros y las palabras (y las palabrotas) de Castilla.
Los sonoros insultos que el Quijote dirige a Sancho en innumerables escenas, casi siempre deriva de la puesta en tela de juicio que hace el escudero del buen juicio de su señor. Se trata de insultos simples, analógicos, metafóricos y alegóricos que merecerían todo un tratado (y un laborioso ejercicio filológico). En diversos momentos de la novela, Quijote le dice a Sancho traidor, bergante, descompuesto, villano, infacundo, deslenguado, atrevido, desdichado, murmurador, maldiciente, canalla, rústico, patán, malmirado, bellaco, tonto, socarrón, mentecato y hediondo. Son insultos que operan, como es obvio, sobre consideraciones de clase y, en menor escala, de la capacidad mental que se supone trae aparejada la baja ralea.
Los insultos compuestos son excelentes: monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, publicador de sandeces, enemigo del decoro, ladrón hereje, desalmada y cobarde criatura, animal descorazonado, maldito de Dios y de todos los santos, don villano, harto de ajos, truhán moderno y majadero antiguo, de villana y grosera tela tejido, pecador, grosero villano, mentecato gracioso, echacuervos, caballero de mohatra (¿?), corazón de mantequillas, ánimo de ratón casero, alma endurecida, pan mal empleado y, por si fuera poco, “prevaricador del buen lenguaje”. Y no sólo Quijote: hasta la ninfa velada de la burla de los duques le dice: “malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas guijeñas y apedernaladas, desuellacaras, machuelo espantadizo, socarrón, malintencionado monstro, y bestión indómito (2a parte, XXXV.) ¡Pobre Sancho, tan insultado! Llega hasta a insultarse a sí mismo: “¡Oxte, puto!”, que según Francisco Rico significa “vete, demonio”. Sólo en una ocasión Sancho le replica a su señor con un calificativo, “menguado”, que bien mirado es más un diagnóstico que un insulto.
Sin embargo, el bajo nacimiento de Sancho lo ha curtido de insultos y golpes hacia los que ha desarrollado una laudable indiferencia, pues además de ser “hombre pacífico, manso y sosegado”, sabe (I, XV)
…disimilar cualquiera injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así que, séale a vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero; y que, desde aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho, y han de hacer: ora me los haya hecho, o haga o haya de hacer, persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condición, alguna.
Y más aún, su laudable indiferencia se habrá de reforzar con el episodio en que el Caballero del Bosque (2a, XIII) propina a Sancho una formidable lección de lingüística. El caballero, al alabar la belleza de una señorita, suelta una interjección sonora: “¡Oh hideputa, puta, y qué rejo [vigor] debe de tener la bellaca!” Sancho se llama a escándalo de inmediato:
Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios queriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que para haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
A Sancho se le ha escapado el timbre interjectivo de la frase del caballero pues, como se encuentra en proceso de ser educado por su amo en el lenguaje cortés, su oído y su moral están muy alertas. El Caballero del Bosque le reclama entonces:
¿Cómo y no sabe que […] cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: “¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho”, y aquello que parece vituperio, en aquel término, es alabanza notable?
La discusión continúa sobre otras cuestiones un buen rato, pero cuando Sancho empina una bota para aclarar la garganta el vino le parece tan sabroso que lo alaba diciendo: “¡Oh, hideputa, bellaco, y cómo es católico!”, a lo que el del Bosque contesta: “¿Veis ahí cómo habéis alabado este vino llamándole ‘hideputa’?” Y Sancho reconoce entonces que “… no es deshonra llamar “hijo de puta” a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle”.
La manera en que el contexto relativiza el vigor del insulto, y la forma en que el sentido se modifica y hasta se contradice con su significante, puede ser un ingrediente, pues, de la paciente tolerancia con que Sancho se deja insultar por todo mundo.
Volvamos al desfase entre el juego caballeresco de don Quijote y el realismo de Sancho que se resuelve en la cólera del manchego. Una escena que resume a la perfección este problema se ubica en el capítulo LVIII de la segunda parte, “Los toros bravos”, cuando Quijote y Sancho platican con los falsos pastores de la falsa Arcadia. Quijote dice muy elegantemente su precioso discurso contra la soberbia y, al terminar, Sancho, alelado de amor y admiración por su amo, con ánimo de alabarle, pregunta: “¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco?” Sancho dice, sin mala intención, la palabra prohibida. Quijote enfurece y sin transición, ni intervención del narrador siquiera, “encendido el rostro y colérico”, revira con la misma estructura gramatical, eco de la de Sancho:
“¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso y de bellaco?”
Esta intrusión de la conjetura sobre si su señor es loco o cuerdo rompe el contrato lúdico justo en el peor momento, cuando su señor acaba de dar muestras de gran cordura. En un giro astuto, Cervantes delata la fabricación imaginaria del juego, y convierte la denostación teórica de la soberbia de don Quijote en un arrebato de soberbia práctica. Don Quijote se levanta de la mesa “con gran furia y muestras de enojo” y la consecuencia, claro, es la de mostrar la pertinencia de lo que dijo Sancho, pues, ahora sí todos dudan de si es loco o cuerdo. Acto seguido, como para reforzar su convicción lúdica, don Quijote se monta en Rocinante y procede a retar a todo mundo a aclamar la belleza de Dulcinea o a sufrir las consecuencias.
En esa misma tesitura ocurren otras dos escenas conmovedoras de iracundia. Como ante las impertinencias de Sancho, estas escenas brotan del encontronazo con esa verdad oculta en la conciencia del Quijote sobre la naturaleza, o quizás la conciencia, de su juego. Son dos escenas que también convierten el súbito choque de la conciencia con su realidad en una vigorosa conducta invectiva. Pero la fractura, el desmantelamiento brutal de la arquitectura lúdica, en estas dos escenas, no proviene de Sancho (que a fin de cuentas juega el juego del Quijote, aunque dude de sus reglas), sino de testigos externos al juego y, por lo mismo, carentes de la consideración y el afecto palpables en los insultos a Sancho.
Las dos se hallan en la primera parte, en los capítulos XXII y en el LII. En el primero, el adversario es el galeote Ginés de Pasamonte que, una vez liberado por el Quijote, rechaza ir a rendirse ante Dulcinea, consciente de que la Santa Hermandad no tardará en buscarle. Ante su negativa responde don Quijote “ya puesto en cólera”,
Pues ¡voto a tal! Don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
La reacción de Ginés y los demás galeotes es, claro, dejar caer una lluvia de piedras sobre su benefactor.
La segunda escena ocurre cuando el cabrero se burla de la locura de Quijote y lo acusa de tener “vacíos los aposentos de la cabeza”. A lo que Quijote responde: “Sois un grandísimo bellaco, y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa que os parió”.
Son las dos únicas ocasiones en que don Quijote pierde los estribos y larga el insulto definitivo. Pues llamar a alguien “hijo de puta” es insulto de varias bandas: se insulta al adversario por ser hijo de puta, pero, por metonimia, se insulta a la madre (por puta) y al padre (que dejó ser puta a la madre). Además es un insulto no sólo retroactivo al pedigrí del adversario, sino un insulto gerundial, pues el hijo de puta está siendo hijo de puta desde el momento de su concepción hasta el presente, cuando recibe el insulto, hacia el futuro que le espera y aún a su posteridad (siempre fue un hijo de puta). Como en un entierro de rico, un hijo de puta lo es a perpetuidad.
En el primer caso, es curiosa la forma del insulto: “don hijo de la puta”. ¿Por qué “la” puta? ¿Por burlarse de las partículas aristocratizantes de Ginés de Paropillo? ¿O acaso la puta es una entidad, una antidiosa abstracta y maligna? Y luego, “don hijo de la puta”, insulto enfatizado por un “don” irónico que se le revierte al mismo Quijote, que se halla tan descalificado socialmente para anteponerle “don” a su nombre, como Ginés al suyo.
En el segundo caso hay un giro notable: se trata de un insulto a la doble potencia, pues el insulto a la madre incluye otro a la de la madre insultada, una suerte de hideputez genealógica que contagia, por metonimia, al sujeto que recibe el insulto. Y agrega también una complicada metáfora: tan llenos los cuartos de mi sesera, diría el Quijote, como vacío el vientre de tu madre (la hideputa) durante su preñez.
No deja de ser elocuente que Quijote haya sido capaz de lanzar insultos de esa dimensión brutal, la más canalla y callejera, la más opuesta al buen decir que ha elegido como disfraz. Pero ¿es Quijote quien los lanza? Los insultos a Sancho son en realidad regaños contra las reticencias del escudero a ingresar radicalmente en el copretérito lúdico; los insultos “hideputa” son insultos a la realidad, al sedimento de una conciencia que tiene Quijote de que por no estar siendo jugado por todos, su propio juego queda en entredicho y carece de cordura. A la rabieta del manchego ante la negativa de Ginés a “jugar” a los caballeros, a subordinarse al libreto lúdico que él redacta en su mente, se agrega su conciencia de que él mismo está jugando y de que, en esta ocasión, le tocó perder. La reacción (a fin de cuentas prudente) de Ginés parece recordarle al Quijote su propia impostura, y de ahí la vehemencia de su ira. Lo interesante es que en esos dos casos, Quijote quiebra de un solo golpe su “buen decir” y su “bien hacer”. Quebrada esa ilusión lúdica, quien lanza esos insultos es, en realidad, el Quijano anterior a la locura.
Cuando el que insulta es Quijote, los insultos son parte de la retórica caballeresca: insultos rituales para entrar en combate, o para humillar al vencido. El gesto verbal que complementa el inicio ritual de la acción bélica. Quijote, que ha aprendido esa retórica de sus novelas, lo sabe a la perfección. Luego de las ofensas del eclesiástico (“alma de cántaro”, le dice) en el palacio de los duques (2, XXXII), Quijote, “temblando de pies a cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua”, dice que como “saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa merced.”
Esa retórica del insulto llega a las novelas de caballería en la herencia de la arcaica cultura militar. Homero narra que, fuera de sí, el iracundo Aquiles lanza insultos aprobados por la convención y proporcionales a su cólera (por ejemplo cuando le grita a Agamenón: “¡Odre de mal vino, ojo de perro y corazón de venada!” I, 255). Insultos que le causan al insultador un placer mágico ver a su adversario sufrir la herida de insultos que no puede privarse de escuchar. Por otro lado, al suscitar la cólera del adversario, explica Pierre Pachet, “lo pone en el mismo nivel psicológico.”4 El insulto crea así un espacio compartido, un ritual previo a la sangre.
Insultar antes de la batalla o el singular combate es una inversión de la cortesía, una militarización y una masculinización de la cortesía amatoria. La misma tenacidad creativa para seducir a la dama se trueca en violencia creativa para ofender al adversario. En la imaginación de quien insulta, el insulto define la realidad del adversario, o su inminencia, que se cumplirá si el insultante triunfa en el combate. En el centro del insulto hay una fantasía emparentada con el acto de narrar: por el mero hecho de ser pronunciadas, adquieren realidad en los hechos, y más aún desde la perspectiva de quien, como el Quijote, no entiende de realidades que no estén escritas y registradas en una narrativa. Imprecar, en tanto que verbalización de un deseo, emparienta con la magia y la poesía, y por tanto con la narrativa lúdica del Quijote. Esta clase de insultos existe en la retórica del Quijote y se ajusta estrictamente a las reglas de caballería.
Insultar gente de baja alcurnia es otro asunto. En la venta, al principio, Quijote desdeña los insultos de los arrieros, pues no vienen de un par, de un caballero:
Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. (I, III).
Pero el ventero (que para Quijote es un castellano) en cambio, por tolerar que se ofenda así a un caballero, resulta “un follón y mal nacido”. Cuando el labrador golpea a su criado, Quijote, creyéndole de alcurnia, sólo lo ofende llamándole “descortés caballero”, mas cuando éste lo acusa de mentir, ya sube a otro registro y le llama “ruin villano” (I, IV). Ruin villano es también frecuente caracterización de Sancho y recordatorio de su calidad de criado. En el episodio de los martillos de batán, Quijote justifica su error para reconocer ese aparato señalando que él no tenía por qué conocerlo, por ser de alcurnia y por tanto alejado de esas manualidades obreras: “… como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos” (I, XX).
A los mercaderes toledanos que se resisten a declarar la más hermosa a Dulcinea, Quijote los tacha de “gente descomunal y soberbia” y de “canalla infame” y, cuando Rocinante lo derrumba (I, IV), agrega: “-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended! que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido” (I, IV), insulto similar al que dedica a los molinos: “-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete” (I, VIII). A los frailes de San Benito los conmina a entrar en batalla diciéndoles: “-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas” (I, VIII); los yangüeses “no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea” (I, XV); en otra venta, el hostelero es “un sandio” (XVII).
Un último insulto, curiosísimo, es el que dedica al prudente comisario que le aconseja a Quijote no andarle buscando tres pies al gato. Es fascinante que la reacción del Quijote ante esa irreverencia sea tan fuerte como para regresarle a la etapa pueril: “¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco!” (XXII). La redacción de la respuesta tiene las rimas y ritmos de una fúrica ronda infantil, como si la regresión del Quijote hacia el espacio lúdico de su juego confirmase que, antes que desear ser un caballero andante, Quijano es un niño.
La cuerda en do del cello del Quijote se revienta a veces. Un látigo cacofónico, furioso, entre el discurso armónico. Los insultos marciales del guerrero; los agravios altivos que espeta a Sancho; las altisonantes majaderías a sus censores… La iracundia del Quijote genera un formidable contrapunto al discurso elaboradísimo de su cortesía.
Lo formidable de don Quijote es que sea, a la vez, el caballero de la triste figura y el lépero enfurecido; el amigo impecable y el amo tiránico; el ángel de la sabiduría y el demonio de la iracundia. En eso, en su ser tan completo, radica lo que lo hace extraordinario. Tan extraordinario como cualquiera de nosotros. –
Es un escritor, editorialista y acadรฉmico, especialista en poesรญa mexicana moderna.