Es una historia que no me canso de contar, quizá porque, a diferencia de otras, nunca se volverá a repetir, al menos no para mí. Acababa de llegar a Chicago con la idea inicial de pasar dos años en la ciudad, los cuales se volvieron cuatro y más tarde esos mismos cuatro estuvieron a punto de desbordarse en algo que en cierto momento me pareció una vida entera. Llevaba, pues, unos cuantos días en Chicago, el invierno azotando a tope, cuando estalló la segunda guerra del Golfo Pérsico. Todo sucedió rápido: en cuestión de horas, el tirano fue derrocado por un ejército invasor, las razones aducidas para llevar a cabo una acción militar —los hipotéticos arsenales de armas de destrucción masiva— nunca se materializaron y un aterrador clima de indiferencia se instaló a la par del cinismo declarado de los dueños de las armas y las almas en América, la vasta, desmesurada, acogedora y obscena América.
Eran días en los que la nación me parecía íntima y vacía.
Eran días en que el cielo, del mismo pardo y sucio color que las banquetas, amenazaba con desfondarse sobre tu cabeza. Quizá por ello encontrar The Weather of Words, de Mark Strand, en una librería de viejo en la calle Broadway, me pareció un augurio a la medida de las circunstancias. De esa brillante y compacta colección de ensayos ya conocía, por ejemplo, “A Poet´s Alphabet” y “Fantasia on the Relations Between Poetry and Photography”; otros textos, como “Notes on the Craft of Poetry” y “Translation”, justificaban la compra del libro. Sin conocerlo en absoluto, sin haber escuchado antes hablar de él, me hice también con un volumen descontinuado de los cuentos completos de Richard Yates. Más que buen olfato, estoy seguro que debo esa adquisición a la buena fortuna, o a lo que entonces me quedaba de ella.
Me fui a mi casa en el callejón de Deming Place —o Desolation Row, como en la canción de Dylan— y comencé la lectura de Yates. Con la imagen de John Cheever en la mente, sentí que penetraba en los territorios inéditos de un escritor estúpidamente olvidado, antes que desconocido. No por nada una gloria salida de estas calles oscuras, el gran Saul Bellow, lo reconoció como un improbable joven maestro, al igual que William Styron y otros pesos completos de la literatura estadounidense. Con ellos, o quizá contra de ellos, en su introducción a los cuentos completos el novelista Richard Russo reconoce el magisterio de Yeats: “Ha sido descrito como un escritor para escritores por quienes consideran esto un halago; pero sospecho que, al sugerir que sólo otros escritores serían lo suficientemente sofisticados para apreciar sus cualidades, el propio Yates habría encontrado ahí el indicio de un insulto involuntario. La verdad es que Richard Yates no es un escritor sofisticado. No necesita serlo; posee tal talento que no requiere hacer uso de humo ni espejos.”
Y sí, así se leen los cuentos de Yates: sus historias de hombres y mujeres comunes precipitándose lentamente hacia un abismo absurdo y cotidiano, sus logradísimas puestas en escena de bares y otros garitos que ya hubiera querido Bukowski, esos tipos que aparecen ahí con los puños en alto defendiendo los sueños y la idea de una vida que los abandonó demasiado pronto, sus relatos teñidos de una luz desconsolada que recuerda lo mismo a Edward Hopper que a las estampas neoyorkinas de Abel Quezada, esas mentes lúcidas y desesperadas, los born-to-run que no quieren quedarse pero tampoco tienen adónde ir; así, decía, se lee a Richard Yates: sin tregua ni pirotecnia, sin humo ni espejos, solamente bourbon, straight-up.
Una mala broma del destino ha querido que después de conocer múltiples y rotundos fracasos en Hollywood (ninguno de sus guiones logró ser producido, incluida su adaptación a una novela de Styron cuya dirección había sido encargada a John Frankenheimer), Yates conozca el éxito a escala planetaria en la pantalla grande con Revolutionary Road, quizá la novela más importante y aclamada en Estados Unidos durante la primera mitad de los años sesenta. No digo más acerca de la película de Sam Mendes porque mi vecino en esta página digital ya se ha encargado de ella con un apto cuanto hondo comentario.
Me resta, si acaso, desearle secretamente toda la suerte a Richard Yates, al menos más de la que él conoció en vida. A raíz de la película en cuestión, sus novelas han vuelto a repuntar e incluso están siendo traducidas al español, y lo mismo debiera ocurrir con sus relatos y cuentos. Ahora que sus libros se reimprimen al minuto y que esa polvorienta librería de la calle Broadway ha dejado de existir, le deseo algo todavía mejor: que no sea más un escritor para escritores, y que sus historias se repitan sin cesar en todos los trenes y en todos los suburbios, en cada rostro anónimo y en cada sueño roto de cada historia irrepetible.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.