Sigmund Freud de 1856 a 2006

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En su monumental El descubrimiento del inconsciente. Historia y evolución de la psiquiatría dinámica, Henri Ellenberger escribió, refiriéndose a Pierre Janet, que éste “es un ejemplo notable de la inadecuación que existe frecuentemente entre la importancia real de la obra de un sabio y la importancia que le asignan el éxito y la fama”. Tres décadas después la frase puede aplicarse, especularmente, a su coetáneo y frère ennemi, Sigmund Freud, cuando el sesquicentenario de su nacimiento coincide con la crisis de la institución psicoanalítica y con un proceso de desmitificación de una de las figuras tutelares de la cultura occidental del siglo XX, que la había colocado junto a Copérnico y Darwin.

Al ir más allá de la biografía canónica escrita por Jones, el historiador canadiense adoptó en su erudita investigación una visión muy crítica sobre las fuentes de Freud y sobre la influencia que tuvo sobre su doctrina la obra de algunos de sus predecesores y contemporáneos, a los que no siempre citó. Uno de los descubrimientos más perturbadores de Ellenberger fue que la introducción del “método catártico”, que la versión oficial situaba en la raíz misma de la técnica analítica, no había sido sino una actitud adoptada voluntariamente por Anna O., sin utilidad terapéutica alguna. Para este autor, lo más novedoso de la acción del padre del psicoanálisis fue probablemente la fundación de una “escuela”, de un movimiento con su propia organización y casa editorial, sus reglas estrictas y su doctrina oficial.

La creación de una rígida burocracia institucional que promovía y supervisaba la hagiografía de sus fundadores, velaba por la conservación y la pureza del dogma y vigilaba cuidadosamente que los catecúmenos no se desviaran en sus escritos de la doctrina recta, llevó a Henri Baruk, director de la célebre Maison de Charenton, a expresar, por los años sesenta, la boutade de que el psicoanálisis se había convertido, al igual que el comunismo, en una religión del siglo XX. La empresa del joven neurólogo vienés, convencido en un principio de las bondades terapéuticas de la cocaína (certeza que nunca abandonó del todo y que justificó su consumo crónico) –y quien tuvo durante su breve paso por la Salpêtrière la revelación de un inconsciente del que la opinión pública le endosaría el descubrimiento–, sobrepasó muy pronto los límites de una teoría o una praxis médicas para convertirse, como es bien sabido, en una teoría de la cultura. Por eso el éxito del freudismo fue mayor en el ámbito de las ciencias humanas que en el de las biológicas, en las que su influencia ha ido decayendo lentamente en el transcurso de los últimos cuatro decenios. No es de extrañar que el aniversario de su nacimiento haya sido más celebrado por las facultades de Filosofía y Letras y por los especialistas de la literatura y la filosofía alemanas que por las facultades de Medicina y las sociedades psiquiátricas, ahora bajo la fascinación de las neurociencias y las llamadas ciencias cognitivas. Las primeras han demostrado la obsolescencia de las teorías freudianas sobre el mecanismo y función del sueño y los sueños, y a fortiori sobre su interpretación (Michel Jouvet pudo escribir en los años setenta que la moderna neurofisiología del dormir y del soñar era a la teoría psicoanalítica de los sueños lo que la astronomía era a la astrología), en tanto que las segundas han favorecido un retorno del interés en la conciencia, tema central de la neurofilosofía, lo que ha conducido a que disminuya la importancia que las disciplinas “psi” otorgaban al papel del inconsciente en la génesis de muchos trastornos ahora explicados en términos de genética y de neurotransmisores cerebrales.

A la obra desmitificadora de Ellenberger se sumaron muchas otras, con el entusiasmo que genera contribuir a la chute des idoles: Freud et le monothéisme hébreu y La psychanalyse devant la médecine et l’idolatrie, ambas de Henri Baruk; Sigmund the unserene. A tragedy in three acts, de Percival Bailey; L’homme aux statues. Freud et la faute cache du père, de Marie Balmary; La scolastique freudienne, de Pierre Debray-Ritzen; Freudian fraud. The malignant effect of Freud’s theory on American thought and culture, de E. Fuller Torrey; Killing Freud. Twentieth-Century culture and the death of psychoanalysis, de Todd Dufresne; El caso Freud. Histeria y cocaína, de Han Israëls, entre otras.

¿Que repercusión tendrá este tipo de obras en la consideración que tendrá el personaje en este siglo que se inicia? ¿Cómo influirá el triunfo de la psicobiología en el futuro del psicoanálisis (técnica de autoconocimiento, reflexión sobre el hombre y la cultura, sistema de creencias o instrumento filosófico)? ¿Se levantará Freud un día (como Marx de entre las ruinas del muro de Berlín) para exclamar ante los orgullosos neurocientíficos, demasiado seguros de sí mismos, que nunca habrá una antropología basada en los neurotransmisores? (El desesperado intento del psicoanálisis por reciclarse del que es ejemplo el Journal of Neuropsychoanalysis –entelequia semejante a los centauros– lleva en sí el germen de su aniquilamiento). A pesar del desengaño de una promesa fallida y la revelación de sus errores y mistificaciones, el descubrimiento del fenómeno de la transferencia y la enseñanza de que tras el “caso” habla siempre un hombre, evitarán seguramente que en el futuro un autor considere a Freud, como Borges al Aquinate, “un autor de literatura fantástica”. ~

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