¿Han afectado las tecnologías de la información la forma en la que se estructura la esfera pública, y por tanto la política? No existe duda de ello: Libia, Egipto, Brasil, Turquía, Estados Unidos, España o Israel pueden servir de ejemplos. Ahora bien, ¿son las tecnologías de la información un elixir democrático que se mueve en una misma dirección y que por sí mismo cambia y democratiza las estructuras políticas y económicas de un país? Tampoco hay duda a ese respecto: desde luego que no. Y no solo no lo hacen, sino que los efectos de adoptar estas herramientas pueden fluir en el sentido contrario al de los ideales democráticos: más opacidad, control estatal más férreo y centralizado, más restricciones a la oposición, menos libertad de opinión e, incluso, menos libertades individuales. Ambos extremos son perfectamente factibles y a cuál nos acerquemos depende mucho más de los valores políticos de un determinado país o contexto social que de las herramientas tecnológicas en sí. Es decir, el uso de las tecnologías de la información en última instancia es un reflejo de los valores y aspiraciones políticas y morales –y no a la inversa, como con frecuencia se piensa y tiende a confundir; sobre todo desde que hace unos años se comenzara a recetar tecnología como cura para prácticamente cualquier mal democrático.
El problema con el debate actual sobre el impacto de las tecnologías de la información en la política –reducido, en esencia, a los llamados tecnoutopistas versus los tecnofatalistas– es la falta de imaginación al pretender explicar las posibilidades y meandros que surgen de poner la tecnología en el centro de la esfera pública. En partir de la premisa de que solo es válida una u otra posibilidad y de que en el fondo se trata de opciones mutuamente excluyentes. De que o vemos el resurgimiento de una forma de democracia pura, directa, diáfana, participativa o, por el contrario, nos hundimos en una distopía salida de las elucubraciones más siniestras de 1984. Pero se trata de una perspectiva equivocada. Las posibilidades no solo son bastante más amplias, sino más complejas y dependen de innumerables sutilezas sociológicas, económicas y políticas que serán las que al final determinen el cauce que siga el uso de las tecnologías de la información en la esfera política. Y de si terminan fortaleciendo o debilitando la causa democrática.
I. Tres lecturas: Obama candidato, la primavera árabe y el perfeccionamiento democrático
Así como la campaña presidencial de Obama en 2008 fue uno de los ejemplos más exitosos del uso nuevo, intensivo e imaginativo de las tecnologías de la información como herramienta de organización política, también ha sido una de las fábricas más potentes de mitos sobre el tema. No por culpa de la propia campaña, sino más bien por toda clase de imitadores y vendedores de humo que han intentado montarse al carro del “método Obama” sin comprender absolutamente nada, ni del sistema político estadounidense ni de la naturaleza y limitaciones de estas herramientas. Gracias a la victoria de Obama se han multiplicado desde asesores de comunicación hasta políticos carentes de imaginación, pasando por una nueva estirpe de supuestos expertos en temas digitales que no son otra cosa que vendedores de las viejas y trilladas fórmulas de marketing recicladas para el mundo online.
Tres lecciones del uso de estas herramientas en 2008 –que agruparé bajo la etiqueta de la “influencia electoral” de las tecnologías de la información– son las que merecen ser tomadas en cuenta. Primera: su impacto fue mucho mayor durante las primarias del Partido Demócrata que durante la elección general (cuando Obama ya tenía el apoyo y estructura del partido detrás de él). Lo que demostraron principalmente las tecnologías de la información fue la posibilidad de montar estructuras paralelas a las de un gran partido político nacional echando mano de algunas de las nuevas posibilidades que hacían viables las herramientas digitales. Así, por ejemplo, en pocos meses Obama montó una red de financiación paralela a la del partido (dependiente de grandes donantes, de gremios específicos, de las alianzas tradicionales del aparato) que le permitió seguir con vida en un proceso de selección en el que no se llega a ningún sitio sin vastos recursos económicos (una particularidad del sistema electoral estadounidense que no es aplicable en prácticamente ningún otro país). A las pocas semanas de haber comenzado las primarias, la plataforma digital de Obama estaba recaudando a un ritmo de casi el doble que la plataforma de donantes tradicionales de su rival, la entonces senadora y favorita de las bases del partido, Hillary Clinton.
Segunda: la campaña también fue capaz de montar con rapidez una infraestructura de comunicación certera y ágil que pudo circunvalar a los medios de comunicación tradicionales. Además de evitar el coste y esfuerzo que representaba establecer una red de conexiones con los mass media, el equipo de Obama descubrió que los nuevos canales permitían formas de comunicación más eficaces que pasar por los filtros y spin cycles que caracterizan a los medios políticos tradicionales (sobre todo la televisión). Así, la campaña comenzó a ensayar con fórmulas que le permitían controlar mejor la información al tiempo que la distribuía con mucha mayor eficacia y en los tiempos y formatos que le convenían a la propia campaña (y eso, cualquiera que conoce algo sobre establecer agendas y dinámicas en los medios lo sabe, representa un enorme avance).
Finalmente, la tercera gran lección de Obama en 2008 fue la posibilidad de comenzar a reestructurar el modelo de toma de decisiones (altamente jerarquizado, centralizado, basado, muchas veces, en mala información) a fin de obtener un proceso mucho mejor organizado y más eficaz. Desde cómo y con qué información se tomaban decisiones dentro de la campaña hasta la forma en que las instrucciones eran transmitidas de la sede nacional en Chicago a las oficinas regionales. Las tecnologías de la información hicieron posible la aparentemente contradictoria doble función de centralizar mejor ciertas decisiones al tiempo que se distribuían y delegaban otras a distintas regiones del país y cargos de menor rango. Sobre todo, esta posibilidad le dio a la campaña un dinamismo y flexibilidad que no habían tenido otras organizaciones electorales.
En conclusión, Obama consiguió apuntalar una candidatura independiente dentro del Partido Demócrata y después alcanzar la nominación, en parte, gracias a dos elementos novedosos: primero, las tecnologías de la información se habían masificado y alcanzado suficiente masa crítica como para circunvalar los canales de comunicación tradicionales; y, segundo, la campaña logró implementar nuevas tecnologías por primera vez como verdaderas herramientas de estructuración y organización política (y no como fetiches tecnológicos, como sucede en la mayoría de las campañas electorales, dentro y fuera de Estados Unidos). Por qué el equipo de Obama ha sido menos capaz de utilizar esa estructura y modelo de funcionamiento en su gobierno es un tema largo y complejo que escapa al tema de este análisis (aunque más adelante hablaré del significado de Snowden y la respuesta de la administración de Obama a ese escándalo).
El uso de estas herramientas en la campaña de 2008 sería solo el comienzo de su adopción más amplia en muchos otros ámbitos de la política más allá de la arena electoral. Podríamos discutir y matizar hasta la saciedad cada uno de los siguientes casos, pero de lo que no cabe duda es de que en Libia, Egipto, Turquía, Brasil, España, Israel y Estados Unidos las tecnologías de la información modificaron súbitamente la forma en que se estructuró la conversación pública e hicieron posibles escenarios en cada uno de estos países que unos meses atrás habrían sido impensables. ¿Fueron todos avances que dieron pie a más apertura, transparencia, democratización y respeto de los derechos individuales? Claramente, no, pero en definitiva alteraron los flujos de información habituales y abrieron de súbito escenarios que sencillamente no habrían sido posibles si las nuevas herramientas no hubieran existido (Tahrir, Taksim Gezi, Puerta del Sol, Zuccotti, etc.). No se trata ni de homologar a todos los movimientos ni de hacer aquí una valoración definitiva de sus resultados; he querido en cambio constatar la existencia de nuevos canales de relación –con implicaciones muy distintas a las de los canales anteriores– entre gobernantes y gobernados. No fue una coincidencia que, en junio de 2013, Recep Tayyip Erdoğan, primer ministro turco, dijera que Twitter era “la peor amenaza para la sociedad” y que consideraría una “intervención no democrática” cualquier intento de influir en las decisiones del gobierno ajeno a los procesos electorales.
Iría incluso más lejos y diría que en algunos casos ese impulso inicial provocado por el uso de las tecnologías de la información fue justamente lo que terminó debilitando a los movimientos. La socióloga de Princeton Zeynep Tufekci lo observó con claridad en un artículo para el New York Times: “El efecto limitado de las redes sociales no se debe a que no sean buenas para lo que son; de alguna manera se debe a que son muy buenas. Las herramientas digitales hacen muy fácil construir movimientos con rapidez, y bajan enormemente los costes de coordinación. En primera instancia parece algo positivo, pero tiene un efecto secundario no intencionado: antes de internet la tediosa labor que requería organizar y sortear la censura u organizar una protesta también ayudaba a construir la infraestructura para tomar decisiones y formular estrategias, y así mantener el impulso inicial. Ahora los movimientos pueden saltarse este paso, muchas veces en su propio detrimento.” Lo que en primera instancia posibilita un movimiento en una segunda lo hace más débil e impide su estructuración.
Tufekci señala otro elemento clave para entender la dinámica de esta nueva y confusa esfera pública (los costes de participación han bajado; los de una organización efectiva, robusta, estable, irónicamente, han aumentado). Lo llama context collapse y sucede un paso antes de que los movimientos tomen impulso. Se refiere, sobre todo, al colapso de la distinción entre los “escenarios delantero y trasero del Estado”. Es decir, las tecnologías de la información han contribuido a derribar la distinción entre la actuación pública y privada del Estado, y a correr el velo –en algunos casos con gran y explosiva rapidez– de actividades que tradicionalmente habían estado alejadas del escrutinio público y que ahora son mucho más visibles (no todas, pero sí algunas fundamentales). Este afloramiento, en sí mismo –y posibilitado por las nuevas tecnologías–, tiene un impacto innegable para conformar y estructurar la conversación y actuación públicas –tanto de la sociedad civil como de quien está en el poder–. En la mayoría de los casos, este “colapso” de la distinción ha servido para acelerar y provocar un cortocircuito en los países con instituciones menos desarrolladas; y en los que la política no necesariamente se puede manifestar a través de canales eficaces.
El último elemento, al que llamo “de perfeccionamiento democrático”, es quizá la parte más interesante y prometedora de las tecnologías de la información en el largo plazo, aunque también es, por ahora, la más esquiva y complicada. Lo que en un primer momento intentaron conseguir movimientos como el de los Indignados en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos y otros similares en Israel, fue utilizar los nuevos canales para ejercer presión sobre puntos específicos de sistemas democráticos establecidos (cuestionar la lógica de Erdoğan y reivindicar la participación política más allá de las urnas). Se trataba –insisto: en un principio– de utilizar las tecnologías de la información para forzar el cambio institucional desde dentro. Nunca hubo intenciones de volar en pedazos el orden establecido o desconocer las estructuras existentes; más bien, se buscó atacar selectivamente temas concretos que por diversos motivos estaban blindados a la participación más directa de la ciudadanía. Por razones que son bastante obvias a estas alturas, estos movimientos no lograron transformar el estallido inicial y el apoyo de la opinión pública en un discurso y agenda programática que permitiera romper el cerco institucional y alterar trayectorias legislativas.
Para explicar mejor a qué me refiero viene a cuento recordar la dinámica del impacto tecnológico en el tejido económico. Los grandes cambios nunca se han producido en el momento mismo en que aparece una nueva tecnología. Pensemos en todo tipo de avances, del wc a la penicilina, pero también en algunos otros, como las infraestructuras de transporte o, más recientemente, la informática y las tecnologías digitales. La consolidación de estos adelantos tarda años o incluso décadas, en lo que las tecnologías se estandarizan, se adoptan de manera masiva y se reorganizan los procesos productivos para hacer pleno uso de ellas (la creación de los sistemas municipales de saneamiento, las redes eléctricas nacionales, puertos y aeropuertos, etc.). Es lo que los economistas suelen llamar network effect. La tecnología y sus réditos se potencian cuando la estandarización fuerza la creación de redes de usuarios (lo que obliga al resto a adoptar ese mismo estándar). La pregunta, en el caso del impacto de las tecnologías de la información en los procesos políticos en democracias avanzadas, es hasta qué punto tendrán la habilidad de adaptarse y transformarse con la rapidez necesaria. Por el momento, las evidencias no auguran un cambio rápido y libre de conflictos. La famosa frase del economista Robert Solow sobre la presencia de la informática en todas partes excepto en las estadísticas de productividad viene a cuento porque refleja, más que cualquier otra cosa, la falta de baremos para medir el impacto del nuevo mundo digital. Claramente las tecnologías de la información han tenido un impacto en el tejido económico de los países; el problema, en realidad, es que todavía no sabemos cómo medirlo. Es decir, ¿cómo se mide la productividad y el incremento de la riqueza nacional en un momento en que las formas y métodos de producción están cambiando de manera radical? (Al respecto véase The Second Machine Age, de los economistas Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee.) Algo similar sucede en política: ¿cómo adaptar las estructuras democráticas, las escalas de medición y enfrentar las nuevas amenazas de una esfera pública líquida, porosa y con jerarquías de poder que se desvanecen? (Véase El fin del poder, de Moisés Naím.)
II. Post Snowden: de la tecnología “neutral” a la politización de la tecnología
El debate sobre el impacto de las tecnologías de la información en la esfera pública tuvo un punto de inflexión muy claro: el caso Edward Snowden, con el cual descubrimos que no solo la administración Obama había mantenido algunos de los programas de espionaje más controvertidos del gobierno de George W. Bush después del 11-s, sino que los había ampliado y adaptado a la era digital. A partir de ese escándalo, el debate nunca volvería a ser el mismo. Pasamos de discutir cómo dictadores y regímenes autoritarios utilizaban herramientas tecnológicas para cercar a la oposición y perseguir disidentes a advertir cómo el gobierno de Estados Unidos espiaba a sus ciudadanos, a gobiernos opositores y, también, a gobiernos aliados –incluyendo jefes de Estado–. Así, de la mano del gobierno que había prometido usar la tecnología para transparentar como nunca antes su funcionamiento, descubrimos el doble filo de esas herramientas.
Pasamos entonces de las virtudes “neutrales” de la tecnología –claro que nunca fueron neutrales, pero en el mito positivista de Silicon Valley solo podían ser una fuerza de cambio democrático; siempre, bajo cualquier concepto, en cualquier contexto– a la evidencia irrefutable de que muchas de las compañías que guardaban los datos personales de millones de ciudadanos, en el mejor de los casos, no tenían suficiente cuidado con la información almacenada en sus servidores; en el peor, habían colaborado directamente con agencias de inteligencia estadounidenses y británicas para vigilar a la ciudadanía. Un claro conflicto que puso en entredicho no solo temas de privacidad y seguridad en la red, sino la idea misma de ciudadanía en una época en la que una parte importante de la vida privada y pública de las personas pasa por las redes.
III. La tecnología como motor de (creciente) desigualdad
Un titular reciente del New York Times resume el tercer y último tema para entender el impacto de las tecnologías de la información en la política: “La recesión y recuperación han reemplazado trabajos mejor pagados con otros peor pagados”. La tesis es sencilla pero contundente: la recuperación de la Gran Recesión está consolidando el poder económico en aún menos manos. Y lo hace siguiendo un patrón perfectamente reconocible: la recuperación se concentra en los percentiles de ingreso más altos. Otra manera de decir que la tecnología, así como no siempre es una fuerza democratizadora, tampoco es una fuerza redistributiva (más bien, estamos descubriendo, que lo es en muy pocos casos; ¿alguien recuerda hoy a Nicholas Negroponte y su fallido proyecto en África como modelo o visión de algo?). El argumento que en este sentido despolitizaba a la tecnología es ya insostenible. Si, como todos los datos apuntan, la informática será cada vez más ubicua y las desigualdades aumentarán –al menos en una primera etapa–, la politización del tema necesariamente irá también en aumento.
Esta nueva divergencia y la creciente desigualdad que provoca pueden ser entendidas a través del concepto cognitive elite. Según el economista Tyler Cowen, creador del término, está surgiendo un nuevo tipo de élite en las sociedades altamente informatizadas (en particular, Europa, Estados Unidos y partes de Asia). No se trata solo de quiénes tienen recursos económicos y acceso a la mejor educación; en el futuro, la riqueza se concentrará en aquellos que sepan trabajar en procesos paralelos y complementarios a los de las máquinas. Es decir, aquellos que hayan aprendido a vincular el conocimiento a tareas productivas que parcialmente sean ejecutadas por algún tipo de proceso informático (un ejemplo es lo que se conoce como freestyle chess, una combinación de humano y máquina jugando ajedrez y capaz de derrotar tanto a los mejores jugadores como a las máquinas más potentes). Una hibridación entre máquina y humano que será el verdadero protagonista del crecimiento económico y el valor añadido en la economía del siglo XXI. La lucha para determinar cómo se asigna valor y se distribuye la riqueza en este nuevo modelo será una de las batallas políticas predominantes de la primera mitad del siglo.
Entender el impacto –y posibilidades– de las tecnologías de la información en política, al final de cuentas, pasa por entender los contextos sociales y saber diagnosticar el acoplamiento que pueden tener ciertas herramientas a un determinado ámbito político. Han sido precisamente esta confianza ciega en la tecnología y la falta de conocimiento de lo político (en su doble acepción: de la política y del diseño de buenas políticas públicas) las que han convertido diversos intentos de modificar el proceso político mediante tecnologías de la información en ensayos pírricos. Se confunden medios, fines y la importancia de los procesos. Así, hemos visto surgir en años recientes movimientos en países sin cultura de participación política que de súbito pretenden organizar el sistema político por medio de las nuevas tecnologías; iniciativas de apertura de datos y transparencia administrativa en sitios en los que no se recogen estadísticas de manera confiable ni sistemática; intentos de reformar temas legislativos complejos a través de consultas electrónicas o procesos asamblearios altamente ineficaces; plataformas de activismo digital que pretenden sustituir el compromiso cívico y los procesos institucionales con un buffet de temas para votar y “participar” online; entre muchos casos más. Es decir, recetas tecnológicas simplistas para corregir complejos problemas sociales y de diseño institucional.
El tema fundamental –y obviado en la mayoría de los casos– pasa por lo que el biólogo Stuart Kauffman define como adjacent possible. Son las posibilidades “adyacentes” las que en última instancia determinan la evolución de los procesos orgánicos, sean biológicos o sociales. Así, los países subdesarrollados en materia política que intentan implementar sofisticadas tecnologías de participación, cuando nunca ha existido una cultura política arraigada, están destinados al fracaso. Incluso peor: la “distracción” que representan estas nuevas tecnologías pueden interferir con la formación de procesos orgánicos tradicionales capaces de estructurar cambios de mayor calado. Este tipo de procesos, a diferencia de los puramente técnicos, no se pueden obviar o saltar. Así como un país puede omitir la implementación de la infraestructura de telefonía fija o banca tradicional para adoptar los estándares más recientes (como ha sucedido con éxito en varios países africanos), no puede saltarse los procesos de construcción democrática e institucional por medio de avances tecnológicos. El fetiche tecnológico, en muchos de estos casos, se vuelve más un obstáculo que una solución.
El “posible adyacente” del cambio político suele ser limitado y, en la mayoría de los casos, exige una marcha lenta y orgánica –y no saltos artificiales marcados por los ritmos del avance tecnológico–. Si, en contra de lo que afirmó Arthur C. Clarke, nos olvidamos de que la tecnología es indistinguible de la magia, podemos comenzar a comprender y valorar de manera más realista sus verdaderas posibilidades como agente de transformación social. Podremos descubrir que, aunque en definitiva no es un elixir mágico, sí termina, con tiempo, paciencia y visión estratégica, transformando los contextos sociales. Casi siempre y de manera agregada, para bien. ~