Las camiserías antiguas eran artesanales, y su prestigio estaba en la calidad del sastre y de sus clientes. Ahora las camiserías de las grandes tiendas ni siquiera hacen las camisas. Las venden como parte de una oferta general de ropa hecha y muchas otras mercancías, cuyo prestigio (impersonal) está en la marca y el nombre de la cadena.
¿Cuántas marcas de camisas puede haber en las góndolas de una tienda? Poquísimas. Tomando en cuenta que cada proveedor ofrece varios modelos, en varios dibujos y colores, de todo el rango de tallas, es imposible manejar docenas. La cadena hace una selección, lo cual favorece a las seleccionadas: están a la vista y a la mano. Las que no están ahí parecen no existir. La selección del cliente queda condicionada por la selección previa de la tienda.
¿Cómo decide la cadena cuáles marcas tendrán esa ventaja? Comparando su rentabilidad por metro cuadrado. Como la inversión y los gastos son más o menos proporcionales a la superficie de exhibición, analiza ventas y utilidades por metro cuadrado para cada tienda, departamento y mercancía. Con este criterio, elimina lo que no deja y juzga al proveedor que quiere entrar. Tiene que demostrar que su mercancía es un buen negocio para la tienda, invertir en publicidad y financiar el surtido, cuando no pagar una mensualidad por el uso de la góndola. Pero, ¿cuánto cuesta anunciarse en todas las ciudades donde opera la cadena? Millones. Suponiendo que el presupuesto publicitario se pague con el cinco por ciento de las ventas, para justificar un millón en publicidad hacen falta veinte millones de ventas. Si a esto se suma lo que hay que invertir en financiar el surtido de cientos de tiendas (que, de hecho, tienen la mercancía en consignación), estamos hablando de cifras mayúsculas, que excluyen a casi todos los fabricantes de camisas.
Y de eso se trata. Los mercados oligopólicos se organizan para evitar que cualquiera pueda entrar. En un país donde hay miles de fabricantes de camisas, sólo unos cientos producen marcas propias, y casi todas son desconocidas, porque sólo unas cuantas pueden invertir en hacerse un nombre conocido en todo el país, ya no digamos todo el mundo. El salto a las ligas mayores no es cuestión de calidad, porque la calidad puede alcanzarse en pequeña escala. Una marca desconocida y hasta una camisería artesanal pueden ser superiores en diseño, telas, hechuras, servicio. El salto es cuestión de marca. Requiere calidad, pero sobre todo presencia publicitaria y presencia en las góndolas de prestigio. Pocos pueden saltar sobre tamaño obstáculo.
La góndola es selectiva desde otro punto de vista, no menos importante: la capacidad analítica del consumidor. La abundancia de posibilidades es una riqueza. Hasta se pudiera decir que la riqueza consiste precisamente en eso: lo posible sin límites. Pero ¿quién puede administrar lo ilimitado? Lo posible entusiasma, se sube a la cabeza, marea. Teóricamente, se puede analizar como una baraja de opciones. Pero el conjunto no es fácil de jerarquizar, ni siquiera fríamente. Menos aún, cuando lo posible toca el corazón como promesa de felicidad, tentación, riesgo, locura.
La sabiduría tradicional de los tenderos procura no marear al cliente con demasiadas opciones, porque escoger es complicado y angustioso. Hasta el comprador más técnico (de los cuales hay pocos), difícilmente tiene la información necesaria para hacer una tabla comparativa y fundamentar su selección. Además, considerando la información que hay que recabar, el trabajo que hay que tomarse, el tiempo y hasta el estrés de comparar y decidir, resulta más fácil escoger entre dos o tres opciones que entre veinte o treinta.
Esta sabiduría tradicional fue confirmada en unos experimentos de Sheena S. Iyengar y Mark R. Lepper (“When choice is demotivating”, Journal of Personality and Social Psychology, 2000, pp. 995-1006). En el primero, pusieron una demostración de mermeladas que alternaba entre ofrecer seis sabores o 24, en una tienda. Resultados: la oferta de veinticuatro atrajo más clientes (145 frente a 104), pero no hubo mucha diferencia en el número de sabores probados por cada cliente (1.5 frente a 1.4), aunque sí en las compras. Los que probaron uno o dos sabores de seis compraron ocho veces más (31 frente a 4) que los que probaron uno o dos sabores de 24. A partir de varios experimentos semejantes, concluyen que, frente a una sola opción (no choice), varias (limited choice) o muchas (extended choice), la gente compra más en el caso intermedio. Se siente atraída por el mayor número de opciones, pero desanimada ante el problema de escoger, cuando son demasiadas (choice overload). Sus conclusiones se refieren, naturalmente, a escoger sin preferencia previa. Cuando el cliente ya sabe lo que quiere, y no compra si no lo encuentra, el mayor surtido vende más (aunque no necesariamente más por metro cuadrado).
Por lo que hace al cálculo frío, Herbert A. Simon dijo algo semejante en los trabajos que le dieron el Nobel de economía en 1978. Los modelos que sirven para cuantificar una selección racional están constreñidos por las dificultades de analizar la realidad (bounded rationality). Matemáticamente, es fácil maximizar una sola variable, si la realidad se presta a un modelo tan simple. Pero, en un modelo que tome en cuenta criterios simultáneos y conflictivos (por ejemplo, tres: utilidades, prestigio y penetración en el mercado), los máximos respectivos son indeseables. Hay que buscar un punto óptimo que concilie los diversos criterios. Sólo que el tamaño y complejidad de las ecuaciones optimizables, la cantidad de información que exigen y los métodos, tiempos y costos de cálculo pueden ser desproporcionados. Hay que simplificar y resignarse a las soluciones aceptables (satisficing), aunque no sean las óptimas. Conclusión conocida por la sabiduría que inventó el refrán: Lo mejor es enemigo de lo bueno.
Lo posible libera y oprime al mismo tiempo. En la práctica, la mayor libertad no está en que todo sea posible. Y esto, no sólo por el costo excesivo de analizar fríamente todos los casos, ni por la confusión emocional de no saber cómo escoger, sino porque el trato con lo posible cambia. Deja de ser concreto (sumergirse en esta o aquella experiencia, con todas sus consecuencias y responsabilidades prácticas) para volverse abstracto: la contemplación distante de una serie infinita. Que todo sea posible da una libertad ilusoria. La libertad concreta se da en el trato concreto con posibilidades concretas; y, como cada una exige tiempo y dedicación, tienen que ser pocas.
Un joven talentoso y rico, para el cual todas las vocaciones son posibles, puede acabar en la mediocridad, no sólo porque tanta facilidad lo confunda, sino porque su trato con lo posible no se concreta en compromisos que lo obliguen a resolver dificultades concretas. La mera posibilidad no es todavía una libertad. Hacen falta muchos años de trato cotidiano con teclados concretos, con interpretaciones concretas, con ejercicios concretos de composición, para alcanzar la libertad que da el oficio: una libertad concreta para esto y aquello, no para todo. Por lo mismo, un organista obligado a ganarse la vida con encargos no muy bien pagados, aunque sueñe con la libertad inalcanzable (por su falta de recursos y la incomprensión de los otros), si se sumerge en los encargos y se apasiona por buscarles soluciones creadoras, puede acabar convirtiéndose en Bach. Puede transformar su necesidad en libertad.
Hay todavía un aspecto más del cupo limitado. La atención y la memoria son finitas. ¿Cuántas cosas se pueden observar o escuchar al mismo tiempo? ¿Cuántos autores (ciudades, teorías, deportes, herramientas) se pueden conocer a fondo? ¿Cuántos nombres (cuadros, canciones, rostros, circunstancias) se pueden recordar? Hay políticos que tienen una capacidad asombrosa para reconocer instantáneamente a cientos de personas, y hasta asociarlas con algún detalle, sobre el cual pueden hacer conversación. Pero, en realidad, ni las conocen, ni les interesan. Las manejan como las fichas de un tarjetero, hoy barajables en una base de datos, para que, en las fechas oportunas, la computadora envíe cariñosos saludos de cumpleaños. Tratar con miles de personas (por respetuoso y bien intencionado que sea el contacto personal) es tratarlas como abstracciones. Así también se pueden conocer veinte ciudades en veinte días, o dar la vuelta al mundo en globo: a vista de pájaro. Para ver un conjunto infinito, hay que verlo de lejos, abstrayendo, como en aquella toma que se va elevando de una calle de Nueva York, a una vista panorámica de Manhattan, y así, sucesivamente, hasta la vista lejana del planeta. Lo concreto desaparece.
La góndola (el cupo limitado de opciones concretas) es inherente a la vida humana (comercial, psicológica, administrativa, vocacional, artística, amistosa, amorosa, cognitiva); pero sus consecuencias son distintas, según la escala de operaciones. Las capacidades de atención, memoria, análisis, aprendizaje y creación, no aumentan por el hecho de operar en gran escala. Aumentan las opciones, lo cual puede ser enriquecedor. Pero cambia el trato con las personas y las cosas, lo cual suele ser empobrecedor. Lo concreto se vuelve mera posibilidad; lo cercano, distante; lo personal, impersonal; los nombres, abstracciones del anonimato o la celebridad; la convivencia, relaciones públicas.
Las limitaciones de cupo no desaparecen cuando se opera en gran escala, porque son inherentes a la vida humana. Se explotan en beneficio de la oferta oligopólica. Cuando los miles de mercados locales no se integran, hay una oferta local con opciones limitadas, diferentes en cada localidad. Cuando se integran al mercado global, la infinita riqueza de tanta diversidad resulta teóricamente posible, pero prácticamente inmanejable. Los oligopolios se encargan de reducirla a lo que vende más por metro cuadrado. Así, los mercados locales siguen ofreciendo unas cuantas opciones, sólo que ahora son las mismas en todas partes. –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.