Ginebra, 18 de agosto de 1965
Querido Mario:
A esta máquina le faltan todos los acentos; los iré poniendo a mano cuando relea esta carta, pero perdonarás que se me salten algunos. Por paquete certificado te devuelvo la novela, y espero que recibas las dos cosas sin demora. He dejado pasar una semana después de la lectura de tu libro, porque no quería escribirte bajo el arrebato de entusiasmo que me provocó La casa verde. Y sin embargo, ahora que voy a decirte algunas cosas sin pensarlas demasiado, dejando que la máquina vuele casi a su gusto, siento que el entusiasmo no solamente no ha disminuido sino que se ha afirmado, se ha vuelto ya eso que todo novelista quiere para su obra: recuerdo, memoria segura y firme.
Quisiera decirte, ante todo, que una de las horas más gratas que me reserva el futuro será la relectura de tu libro cuando esté impreso, cuando no haya que luchar con esa “a partida en dos que tiene tu condenada máquina (tírala a la calle desde el piso 14, hará un ruido extraordinario, y Patricia se divertirá mucho, y a la mañana siguiente encontrarás todos los pedacitos en la calle y será estupendo, sin contar la estupefacción de los vecinos, puesto que en Francia las–máquinas-de-escribir-no-se-tiran-por-la-ventana).
Sí, leer tu libro impreso va a ser una gran maravilla, porque volveré a vivir el largo viaje de Fushía y Aquilino, que me parece la viga maestra del edificio, o mejor, el hilo conductor de todo el tapiz, como en los diagramas geográficos la línea del nivel del mar parece regir todas las curvas ascendentes y descendentes, las montañas y las fosas submarinas. Y volveré a encontrarme con Bonifacia y con Lituma, con Nieves y con Lalita, para mí los personajes más vivos y logrados de la novela después de Fushía, o junto con él. Fíjate que así, soltándote unas primeras impresiones casi pasionales, te estoy dando ya una opinión sobre el libro; pero me parece necesario decirte, antes de seguir, alguna cosa sobre la totalidad del libro. Bueno, Mario Vargas Llosa. Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo.
Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue siendo para mí
Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un Joyce Cary o un Dostoievski, y no te pongas colorado, peruanito, que yo no elogio así nomás a nadie, aunque sea un amigo muy querido).
A todo esto Aurora se había apoderado del primer cuadernillo, y me seguía de cerca, de modo que terminamos casi al mismo tiempo el libro y pudimos hablar mucho y criticar todo lo que encontrábamos criticable, y controlarnos mutuamente para evitar las ingenuidades o los entusiasmos excesivos o momentáneos. Para mí fue una gran alegría que mi mujer sintiera exactamente lo mismo que yo, porque es una crítica severa y tiene sobre mí la ventaja de que es más desapasionada y toma sus distancias y juzga objetivamente. Cuando sentí que ella reaccionaba igual que yo, las pocas dudas que pudieran haberme quedado sobre mi primera impresión se disiparon totalmente.
Hoy, a muchos días ya de la lectura, seguimos hablando con el mismo tono del primer día. Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto, como diría alguno de nuestros compañeros españoles. Me río perversamente al pensar en nuestras discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro, El siglo de las luces quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo. Vos sos América, la tuya es la verdadera luz americana, su verdadero drama, y también su esperanza en la medida en que es capaz de haberte hecho lo que sos.
Quizá te moleste este tono un poco exaltado. De acuerdo, bajaré el registro y te hablaré profesionalmente, sin olvidar las críticas que se me ocurren y sobre las que volveremos a hablar cuando nos veamos. Pero como también me ocurre que la novela me interesa profesionalmente, hay algo que tengo que decirte de entrada y sin el menor regateo: en el plano técnico, La casa verde es maravillosa. Yo no sé si alguien ha empleado ya el recurso que utilizas de los flashbacks incorporados a la acción en presente; no recuerdo ningún ejemplo, y pienso que lo has inventado. Cuando lo advertí por primera vez (Fushía y Aquilino hablan en la barca, Aquilino quiere saber cómo se evadió Fushía de la cárcel, y ahí nomás sigue un diálogo entre Fushía y sus compañeros de evasión, para volver después a renglón seguido al diálogo en presente, y otra vez atrás) sentí una impresión casi vertiginosa.
Comprendí que conseguías un téléscopage del tiempo y el espacio, que le ahorrabas al lector un montón de ideas y situaciones intermedias, que tocabas lo esencial de lo narrativo, esa elección de lo realmente significativo y necesario, que a su manera todo gran novelista logra. A ese primer acierto técnico, que me sigue pareciendo cada vez más extraordinario, se suman muchos otros análogos; la irritante, a veces exasperante ambigüedad de los planos del tiempo, que exige del lector una atención vigilante, los episodios que coexisten en un solo momento del relato por el hecho de que hay una relación analógica entre ellos y es natural que los acerques (es natural, pero había que hacerlo, y es difícil, como en el relato paralelo de la muerte de Toñita y del aborto de Bonifacia). Es curioso, pero cuando iba llegando al final del libro, antes del epílogo, tuve una sensación que pocas veces he tenido al leer novelas; la de que había como una complejísima estructura musical, en el sentido en que un poema sinfónico supone temas entretejidos de una manera que el oído, que los percibe consecutivamente, puede sin embargo lograr gracias a la distribución, a los timbres, a los desarrollos y los leit-motivs, algo como una estructura simultánea, un enorme pedazo de música petrificada en la que todo lo que fluía se organiza en un inmenso tapiz suspendido delante de los ojos –del oído, si quieres– como una vivencia total y simultánea.
No sé explicarme mejor, pero pienso que mientras hilvanabas los temas, los subtemas, las infinitas recurrencias y resonancias de la novela, entraste sabiéndolo o no en una dimensión
musical. No lo entiendas a la manera de una influencia, por supuesto (creo que no eres demasiado melómano), sino de una analogía “estructural”. Yo, que soy melómano incurable, no encuentro otra manera de decirte hasta qué punto la trama de tu libro me parece una especie de potenciación, de proyección hacia ese plano de la arquitectura sonora, sin la cual ninguna obra humana (plástica, literaria o poética) puede superar sus limitaciones. En todo caso, desde el punto de vista de la armazón narrativa, tu libro es uno de los más complejos y más incitantes que he leído en muchos años.
Te prometí las críticas, y paso a ellas para no seguir elogiando de una manera que pueda parecerte indiscriminada. La primera observación viene de Aurora, y yo la comparto. No nos gusta el título del libro. Es pintoresco, y muy por debajo de todo lo que ocurre. Ya sé que un título es cosa difícil, pero trata de imaginar otro. Me gustaría sugerirte alguno, pero no se me ocurre nada. Y ahora, pasando a los personajes, quizá te sorprenda que, para mí, Anselmo no está logrado. Digo que quizá te sorprenda porque en algún sentido debe ser para vos el eje mismo del libro, sin contar que el epílogo está centrado en torno a él.
Pues bien, no he logrado “vivir” a Anselmo. Así como Lituma chorrea vida, y Bonifacia, y Fushía, y los inconquistables en pleno, y Lalita, me ocurre que a Anselmo lo veo… literariamente. No entiendo demasiado su llegada, la fundación del prostíbulo, su decadencia, me fastidia un poco cuando está viejo y trabaja para su hija, no llega a emocionarme su amor por la ciega ni su muerte. Me pregunto por qué, y quizá cuando vuelva a leer el libro lo descubra.
En líneas generales siento como si la segunda parte de la novela estuviera algo por debajo de la primera, pero es que hay una tal variedad y una tal fuerza en todo lo que ocurre al principio y hasta la mitad, que uno queda un poco como un perro apaleado y puede ser que entonces influya alguna fatiga hasta física. No te preocupes por esta observación, que puede ser demasiado subjetiva. Pienso también (hice una nota para indicarte el lugar exacto, pero la he perdido) que algunas referencias “explicativas” están completamente de más, a menos que sean irónicas y se me haya escapado la intención.
Me refiero a una parte donde das algunos datos geográficos sobre el Marañón (u otro río, pero creo que es el Marañón), y lo haces en uno o dos párrafos que parecen intercalados didácticamente, y que me molestan por eso. Precisamente lo estupendo del libro (ayer se lo decía a Deustua) es que la descripción de la naturaleza, que es fundamental en la novela, está de tal manera fusionada con la acción, que jamás se da uno cuenta de que tú le estás mostrando al lector cómo es un claro del bosque, una curva del río, una calle de la ciudad. Hay una sola atmósfera en que todo ocurre simultáneamente, escenarios y acciones, y eso es de lo más difícil y te lo digo por amarga experiencia personal. El clima general del libro (sequedad y arena y viento, o calor húmedo y alimañas y pantanos) surge con una fuerza tremenda, y alguna vez que me he detenido a analizar un par de páginas para ver cuál era la acumulación de detalles que provocaba esa fuerza, he visto lo que te digo más arriba, es decir, que te basta contar a tu manera para que todo se dé en una misma instancia narrativa, sin esa separación escolar entre “descripción” y “acción” que es propia del novelista común.
Hablando de descripción, se me ocurre que así como en la edición de La ciudad y los perros Seix Barral incluyó la foto del Leoncito Prado, estaría muy bien que en La casa verde hubiera un mapa. Los no peruanos tendríamos un gran placer en ubicar mejor el escenario general del libro, y creo –es una idea de Aurora, que como ves colabora bastante en esta carta– que si la cubierta del libro fuera un gran mapa de toda la Amazonía (abarcando el lomo y la contratapa), en esa forma se eliminaría lo que tiene de pedante o “científico” un mapa en el interior del libro, y a la vez el lector se daría el gusto de situar a Iquitos o de imaginar la barca de Aquilino en algún tramo del río. A esto te agrego que un pequeño glosario no sería inútil; las diversas tribus indígenas, y unas cincuenta palabras-clave del libro, merecerían una explicación. Uno las va comprendiendo por el contexto, pero comprenderás que los no peruanos estamos a veces un poco perdidos. Silabario puta, soldado carajo, che. Chuncha de la madre, calato, gamitana o zúngaro, silabario jodido, che Mario.
Última cosa: Creo que nunca le das su verdadero nombre al Pesado, pero al final, cuando se ha casado con Lalita, le das su apellido y el lector se queda desconcertado hasta que lo reconoce. O le suprimís el apellido (creo que sería lo mejor, porque uno ya es amigo del Pesado, y no tiene otro nombre que ése) o se lo das un par de veces al comienzo para que no sorprenda al final.
Bueno, yo creo que por esta vez ya está bien. Espero no haberte aburrido demasiado, pero cuando nos encontremos (alguien susurra que venís a Ginebra en estos días, y sería estupendo, porque nosotros estaremos hasta el 27 y podríamos quizá encontrarnos todavía) volveremos a hablar mucho de tu libro. Te agradezco que me lo hayas confiado así, en manuscrito; me permití prestárselo a Raúl, que lo había leído sólo en parte y quería terminarlo. Otros me lo pidieron (Girbau, por ejemplo), pero me negué, porque no me sentía autorizado a hacerlo.
Perdóname la improvisación de esta carta, dale un beso a Patricia de parte de Aurora y de mí, y un gran abrazo de este hermano tuyo que se siente tan feliz de haberte escrito esta carta,
Julio
[Cortázar]
[P. S.] Oleriny me manda una postal, y dice que no le has mandado el libro. Me pide que “pierda dos palabras en su favor”. En checo, supongo que quiere decir que te recuerde que le gustaría recibir la novela. No tengo aquí la dirección de Chermak en Praga. ¿Podrías hacerle llegar las líneas que te envío adjuntas? Muchísimas gracias. ~
Iowa
City, 3 de marzo de 1967
Querido Mario:
No sabes cuánto te agradezco tu carta y el gusto que me dio recibirla. Los latinoamericanos somos epistolarmente mudos, y son muy pocos los que se han dado la molestia de acusar recibo de mis libros –sólo los buenos amigos y los que antes se llamaban en las tertulias literarias “los espíritus selectos”. Agrégale a esto la leyenda en que te has transformado, y mi admiración por tu obra, que de sobra sabes.
Te incluyo un Coronación (perdón, la portada no es mía). Esto como preámbulo a mi deleite de pensar que quizás pronto te conoceré, ya que mi mujer y yo partimos a Europa el 20 de mayo, por un año y medio por lo menos. Como es boliviana (creo que tu mujer también: la mía dice que te pregunte “de qué Urquidis es porque los Urquidi son muy amigos de mi familia”) y la tengo encerrada en medio de las tundras del medioeste, añora y sueña con costa, con mar, y hace años que me viene acusando de que le estoy quitando costa como si yo tuviera la culpa de la guerra del 79. Para aplacar su añoranza de costa sepultada en su inconsciente colectivo de boliviana, le he prometido pasar tres meses en Mallorca. Después, porque parece que la vida allí es más barata, nos iremos a España, cerca de una ciudad grande pero en el campo. Viajaremos constantemente, me imagino, y no dudo de que iremos a Londres, donde esperamos verte. Lo mismo si tú vienes al sur. A propósito, acabo de saber que mis buenos amigos los Flakoll están viviendo en Mallorca. ¿Sabes tú su dirección –puedes mandármela, ya que quisiera hacerles llegar mis libros?
El año pasado hice un seminario aquí sobre la novela latinoamericana en traducción al inglés, en que quise incluir La ciudad y los perros. Pero no alcanzó a salir a tiempo. En enero del 69 haré otro seminario igual en que sin duda la incluiré. Es para alumnos que no hablan español ni saben nada de Latinoamérica. Enloquecieron con Cortázar y con Borges. Tengo un alumno de Uganda, negro como un piano de cola, que escribe cuentos al estilo borgiano, sobre su abuelo, que era caníbal. Buena combinación, ¿no te parece? Roger Klein me dice que el que leyó para él la versión española de La casa verde le dijo que “desde Ulysses de Joyce no experimentaba una emoción estética parecida”. Lo que no deja de ser.
Por supuesto que quisiera hablar horas y horas sobre tus novelas y las mías. Por el momento no tengo nada para tu revista en Perú –este año estoy haciendo un seminario sobre la novela de la adolescencia en este siglo (Musil, Radiguet, McCullers, Mishima, Rilke, Joyce, Th. Wolfe, Hesse, etc.), que me tiene sorbido el seso, y no he escrito nada. De mi novela gorda, El obsceno pájaro de la noche, tengo mil quinientas cuartillas desordenadas–, para eso es el año y medio en España sin hacer nada. Si tienes ocasión de recomendarles a los de tu revista (conocí a Westphalen en Roma, 1960) que se ocupen de mis libros, te lo agradecería. Lo mismo, si me puedes enviar el nombre de quien quedó a cargo de Populibros después de la muerte de Salazar, y su dirección, mira que tengo unfinished business con ellos.
Gracias, de nuevo, por tu carta, tu entusiasmo y tu amistad ofrecida, que correspondo con un abrazo igual. ~
José Donoso
Barcelona,
29 de julio de 1969
Mossèn:
Mi telegrama no era delirante. Creo sinceramente que Conversación en La Catedral es una de las grandes novelas de este siglo. Una novela con un umbral estrecho, como te decía en una carta anterior, y de una vastedad insospechada una vez traspuesto ese corredor tortuoso y liminar. Te leí en dos noches blancas, cabalgando galeras llenas de erratas, de líneas saltadas y carentes de divisiones. En mi loco entusiasmo ordené a Rosa que te mandara esas mismas galeras, tal como estaban, sin corregir, con el solo propósito de intensificar la comunicación contigo acerca del libro, sin esperar a que hubiera galeras corregidas. Tal vez fue un error; te imagino vomitando lisuras, haciendo huelgas de hambre, rehusando hasta el cebiche y el chupe de camarones. Pero tal vez tu indignación y tu tristeza servirán de acelerador, impedirán que te demores un solo minuto.
Es inútil que te hable del libro. No soy capaz de otra crítica que no sea la pura adjetivación. Habré de esperar a que la lectura se asiente y sus impresiones se sosieguen. Me sentí cobarde con Santiago, viscoso con Bermúdez, perplejo entre todas las actividades con Ambrosio y, por supuesto, reiteradamente lésbica con la Musa y con la Queta. Pasé noches en teatruchos y bulines, hice los más sucios negocios, humillé página tras página los heredados principios morales y, sobre todo, aprendí, qué carajo, cómo se mete mano a la oposición, cómo se rompen sus manifestaciones y se truecan en apoteosis de quien nos paga y, en fin, cómo se manejan los delicados negocios del poder. En fin, como si hubiera estado en Lima en ese tiempo y hubiera ejercido simultáneamente de puta y de cachaco. Naturalmente hay mucho más que eso, pero no te lo voy a contar ahorita; apenas comienzo a contármelo a mí mismo.
En el libro no encontré desde el punto de vista estilístico nada que te pueda señalar como un inconveniente o un defecto. Por decir algo te diré que me sorprendió la frecuencia con que los personajes requintan. Requintan casi tan frecuente como los del amigo Hortelano se retrepan en sus asientos. Claro que a lo mejor en el Perú se requinta más. Yo no requinto nunca. En fin, maestro, que mi crítica sea muda y entusiasta, como un abrazo.
Creo que el libro puede ir en dos volúmenes. En dos volúmenes para que no sea un libro monstruoso, pero que han de ser dos volúmenes siameses.
Estuve cenando con José Miguel Oviedo, que nos obsequió con una cena criolla. Voy a publicar su libro sobre ti cuando lo ponga al día, es decir, después de que haya leído e incluido en el texto todo lo referente a Conversación en La Catedral.
Dicto esta carta en medio de un bochorno espeso que ni siquiera deja pensar con claridad; es decir, con notable esfuerzo mío y de Ana, lo cual indica que nada te excusará de contestar a vuelta de correo, de devolverme el abrazo y de darme noticias.
Carlos Barral
P. S. Acabo de recibir tu carta del 20 de julio juntamente con el currículo y las fotos. El currículo revela que, a pesar de lo que dices en tus cartas, no estás decidido a renunciar al cargo universitario inglés. Dime algo definitivo en cuanto decidas.
No, no voy a ir a la reunión de Santiago; necesito las vacaciones de agosto para desintoxicarme, por lo menos.
El poeta de perfil de medalla no contesta a mis cartas. Quién sabe por dónde andará. Si la correspondencia no se reanuda en septiembre tendré que buscar otra solución para las carátulas. Te tendré informado a partir del 1º de septiembre. Si durante el mes de agosto te conviene comunicarte conmigo, hazlo a mis señas de Calafell (avda. de San Juan de Dios, 16).
Un abrazo. ~