En mayo de 1995, la portada del Time anunciaba la llegada de Ralph Reed a la política estadounidense. En el reportaje, el director de la “Coalición Cristiana” se dice dispuesto, una vez cumplida la emblemática edad de 33 años, a modificar de manera definitiva la agenda social de su país. “Los grupos cristianos conservadores son ya lo suficientemente grandes, diversos y significativos como para que los partidos políticos sigan sin hacerles caso”, declaró en una entrevista que hoy se lee como una auténtica profecía. Fred Sellers, director de la Coalición de Reed en el conservador estado de Oklahoma, se suma al discurso con otra asombrosa perorata: “Sólo nosotros podemos restaurar a la nación; sólo nosotros, los creyentes cristianos en el fragor de la batalla.” Reed concluye, tajante: “Si la Coalición crece lo suficiente, entonces todos los candidatos presidenciales tendrán que ser profamilia [N del A: eufemismo de eufemismos] y tendrán que venir hacia nosotros.” Y así fue.
Desde los tiempos de Reed, la derecha cristiana conservadora ha trabajado afanosamente para convertirse no sólo en un polo ideológico de ideas claras y contundentes sino, más importante aún, en el punto de inflexión de la política estadounidense: el bloque sine qua non de los procesos electorales. Astuto como es, Reed sabía que la única manera de imponer una agenda es convertir a los votantes que la respaldan en indispensables (una oportunidad muy similar se presenta, cada vez más, entre la población hispana; lo que hace falta, como siempre, es un Ralph Reed). El cálculo resultó lapidario: George W. Bush no habría llegado a la presidencia sin el apoyo de los cuatro millones de votantes ultraconservadores que se presentaron a las urnas para rechazar el matrimonio entre homosexuales y, por añadidura, tachar el nombre del presidente. Hoy, el Partido Republicano entero migra a la derecha para asegurarse el apoyo de esa minoría que, con el paso de los años, se ha convertido en el gran elector del país.
Allí está el caso de Bill Frist. El mandamás republicano del Senado ha sido el primero de su partido, con francas aspiraciones presidenciales, en acercarse descaradamente a las causas conservadoras. En discursos llenos de referencias a la ubicua divinidad (a Dios ya le debe dar jaqueca), Frist llegó al extremo de señalar como “hombres de poca fe” a los rivales políticos del presidente Bush. Después, de plano en el absurdo, Frist adoptó otro de los móviles favoritos de los evangélicos al sumarse al grupo de dementes obsesionados con “salvarle la vida” a aquella pobre mujer de la Florida, Terri Schiavo. Tras ver un video de pésima resolución con varios años de antigüedad en el que la señora Schiavo parecía seguir el viaje de un globo por su habitación, Frist (que, por cierto, es médico) declaró, con esa desfachatez típica de los políticos hambrientos, que Terri aún tenía esperanzas de recuperar el conocimiento. Con su espaldarazo hipocrático, Frist desató el frenesí de los defensores de la “cultura de la vida” y, sin importar el desenlace del drama , se ganó el favor de todos aquellos que se reunían a rezar por el alma de una mujer que suponían más cerca de la vida que de la muerte. Frist, vale la pena agregar, no ha vuelto a tocar el tema, ni siquiera cuando, tras la autopsia, se supo que Terri Schiavo no sólo tenía la corteza cerebral destrozada sino que, colmo de colmos, estaba ciega (lograba “seguir” el famoso globo gracias a los desesperados ruegos de su padre: “Mira para acá, Terri, hey, mira para acá: te digo que mires para acá”).
El éxito de la presión de los grupos ultraconservadores en el Poder Legislativo, de los aspirantes presidenciales y del presidente Bush está cerca de rendir el más deseado de los frutos: no sólo la Casa Blanca, no sólo el Poder Legislativo, sino el máximo galardón, la joya de la corona: la Suprema Corte. El paciente cabildeo de Reed finalmente le ha conseguido a los evangélicos la oportunidad de modificar el sano equilibrio que, hasta hoy, prevalecía en la máxima instancia del Poder Judicial estadounidense. De manera inesperada, a principios de junio se abrió la primera vacante en diez años en la Corte. Lo imprevisto no fue la plaza; después de todo, William Renquist, quien ha presidido el tribunal los últimos años, había ya manifestado su intención de dejar el cargo por motivos de salud. Lo realmente sorpresivo fue la identidad del magistrado en cuestión: la renuncia de Sandra Day O’Connor es una doble pesadilla para los moderados y liberales en Estados Unidos. No sólo queda asegurada una segunda oportunidad de postulación para Bush en el máximo organismo jurídico sino que, dado el perfil de quien se va y, sobre todo, de los posibles sucesores, prácticamente ha quedado garantizado el giro conservador de la Corte entera.
Con O’Connor se irá, quizá, la más sensata y prudente de los nueve magistrados. Primera mujer en ocupar un lugar en la Corte Suprema, O’Connor fue elegida para el cargo por Ronald Reagan. La juez sorprendió a propios y extraños cuando se instaló, con toda autoridad y a pesar de sus supuestas credenciales conservadoras, en el centro jurídico y político. A lo largo de quince años en la Suprema Corte, O’Connor fungió como un auténtico fiel de la balanza entre los cuatro miembros decididamente conservadores y sus contrapartes liberales. En veredicto tras veredicto, disintió, limó aristas partidarias e ideológicas, guió el rumbo moral del país. Finalmente, como un médico diestro, tomó el pulso de la nación con maestría. Con ella, la Suprema Corte defendió valores conservadores, pero con los suficientes matices moderados como para rescatar un sentido intelectual, humanista y racional. En suma, algo muy parecido a la radiografía de la sociedad estadounidense que han arrojado, por largo tiempo, las encuestas de opinión.
La partida de O’Connor abrió las puertas a la lista de dogmáticos candidatos que Bush, junto con sus patronos conservadores, preparaba desde hace varios años. El 19 de julio, un sonriente George Bush anunció la elección de John Roberts como candidato a ocupar la plaza de la juez. Roberts, que forma parte del circuito de apelaciones en el Distrito de Columbia, ha sido calificado, por la página editorial del New York Times, como un hombre de trayectoria “conservadora pero enigmática”. Ambos adjetivos resultan peligrosos. Si Roberts resulta ser un moderado vestido de conservador como el célebre caso de David Souter, que ha resultado la mayor de las frustraciones para la derecha conservadora desde su llegada a la Corte en 1990 los liberales podrán respirar tranquilos por un par de años más. Pero si, como sospecho, Roberts se revela como un conservador sólido y astuto, la balanza se habrá inclinado una vez más hacia el lado de la minoría encabezada por el príncipe Reed y sus secuaces.
La llegada a la Corte de un magistrado conservador culminará el proyecto de transformación de la política estadounidense impulsado por Reed y el resto de la derecha cristiana desde hace más de diez años. La nueva Suprema Corte blindada contra moderados y liberales poco a poco impondrá los valores de la poderosa minoría conservadora en el quehacer cotidiano de la sociedad. Decisiones históricas como la célebre Roe vs Wade, que da el derecho de elegir a las mujeres estadounidenses podrían verse revertidas. Si así ocurre, la derecha cristiana finalmente recibirá la tan ansiada recompensa: habrá obtenido el control de los tres poderes de la Unión a cambio de cuatro millones de votos. –
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.