Una casa en ruta

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Mi padre tenรญa una agencia de viajes. Lo que acabo de decir es inexacto; sin embargo, de pequeรฑa creรญa que la sucursal de Cemo en Valencia pertenecรญa a mi padre, puesto que era el รบnico que trabajaba en un despacho y daba รณrdenes fulgurantes, y ademรกs entre las ideas que por aquel entonces tenรญa yo de los quehaceres de un jefe estaban las conversaciones interminables con clientes, unos ojos entrecerrados que enfocaban un punto imposible de alguna orografรญa recรณndita, el cigarro manchando el esmalte dental y mis idas y venidas por el suelo resbaloso, que se aceleraban cuando la vacilaciรณn y las palabras arrastradas se volvรญan fugaces: tenรญa que darme prisa para pedir el dinero de la merienda. Acechaba la siguiente llamada. Por otra parte, me digo ahora, un padre no puede sino ser jefe, y las frases generan obligaciones que hay que respetar. Si, por ejemplo, yo hubiera empezado esta narraciรณn con: “Mi padre era el gerente de la sucursal de Viajes Cemo en Valencia”, algo fundamental en la gรฉnesis del texto se habrรญa roto, y me resultarรญa imposible escribir una sola palabra sobre mis vacaciones y los viajes. La expresiรณn inexacta es la semilla, y tambiรฉn la llave, del ritmo con el que el magma incierto al que doy el nombre de “recuerdos” se ordena en oraciones.

Aunque solo era el gerente, Miguel Navarro se encargaba de los itinerarios de los viajes del Imserso, y se hacรญa acompaรฑar, cรณmo no, de su oficio en las presentaciones,

lo que nos procuraba a toda la familia hoteles gratis. Si se trataba de un hotel en el que a diario desfilaban seรฑoras de Carcaixent y seรฑores de Benimร met que decรญan don Miguel nos daban una suite que no era gran cosa, pues los hoteles donde desaguaban los autobuses de Cemo escatimaban estrellas. Sin embargo, no habรญa queja sobre la limpieza y el servicio. Antes de ser gerente, mi padre habรญa dirigido en Sant Feliu un hotel que tampoco era suyo, y de ahรญ le venรญa el ojo para evaluar con sagacidad felina con cuรกnto clembuterol mimarรญan a sus clientes, y si el chunda chunda del final de la excursiรณn iba a saltearse con las suficientes canciones de Manolo Escobar.

Mi padre siempre recuerda el hotel de Sant Feliu que mi madre le obligรณ a abandonar en una huida imposible hacia el Sur: primero Ibiza, y luego Alcoy, y mรกs tarde Palos de Moguer (donde nacรญ yo), y La Carlota. En cada traslado dejaba su trabajo y buscaba otro. Habรญa decidido complacer a mi madre, devolverla a su tierra. Cuando ya parecรญa que sรญ, que รญbamos a quedarnos para siempre en la campiรฑa mirando hacia el Guadalquivir, la empresa de cementos cordobesa para la que hacรญa de representante quebrรณ. Miguel Navarro, que dejรณ en Cataluรฑa lo que รฉl llamaba “su profesiรณn”, y que siempre iba a decir, cuando le preguntaban, que lo suyo eran los hoteles y que habรญa tenido que abandonar la partida sin que nadie le echara, nadie menos mi madre; digo: Miguel Navarro decidiรณ aceptar la gerencia de Viajes Cemo en Valencia, pues aunque los viajes no eran exactamente lo suyo, se le parecรญan mucho, y ademรกs estaba harto de dedicarse a trabajos que solo eran buenos a ojos de su mujer, trabajos que ella le conseguรญa con su pediatrรญa y sus contactos. Despuรฉs de seis meses de gritos y de una noche en la que mi madre, tras darme una bofetada, se quedรณ con uno de mis dientes de leche clavado en la palma de la mano, nos fuimos a Valencia, y durante el viaje mi madre cantaba canciones en contra, y yo la secundaba, porque tenรญa cinco aรฑos y por aquel entonces ella era el amor de mi vida.

Ignoraba que nos รญbamos de allรญ para siempre, y eso que habรญamos pasado el verano en una espera tensa, cercadas por la provisionalidad (mi padre se habรญa marchado antes que nosotras, y los corredores eran cajas que servรญan para que algรบn grillo pasara las horas de calor y cantara la oscuridad de las paredes vacรญas). Mi madre, ademรกs, me decรญa diariamente: puede que la semana que viene ya no estemos aquรญ, lo que habรญa hecho que la ciudad desconocida se convirtiera en un hogar mucho antes de ser habitada.

Le tenรญa por ello impaciencia a la enorme casa con piscina, que no obstante pensรฉ que iba a acompaรฑarnos, como si fuera posible desplegar antiguos hogares por las nuevas habitaciones. Ya nos habรญamos empezado a mover en mitad de aquel estatismo, y solo habรญa tregua por la noche, cuando mi madre preparaba unos sรกndwiches en la desmantelada cocina y los llevaba con una bandeja hasta el borde del agua, que estaba mucho mรกs caliente que las baldosas de barro. Sujetas a la barandilla, tras habernos zambullido, comรญamos los sรกndwiches y nos tendรญamos en el suelo. Desde allรญ escuchรกbamos pasar los coches por la carretera, y jugรกbamos a adivinar si aquellos breves pero feroces zumbidos que parecรญan precipitarse sobre la tapia de nuestra casa pertenecรญan a un coche grande o pequeรฑo, a un camiรณn, a una moto. Esas fueron las รบnicas vacaciones que pasรฉ a solas con mi madre, despidiรฉndome sin saberlo de la casa. Tambiรฉn fue el รบnico verano de mi vida en el que no fui a ningรบn sitio.

Con el traslado a Valencia empezaron los viajes. Cuando la mudanza estuvo hecha y llegaron los fines de semana de invierno en los que la alternativa era ver una pelรญcula en casa, o llevarme a las colchonetas del paseo marรญtimo (recuerdo la lona frรญa y hรบmeda y vacรญa de niรฑos), el movimiento se convirtiรณ en la tabla de salvaciรณn de un matrimonio que no terminaba de encontrar su provincia. Habรญa que marcharse, fingir cada viernes unas vacaciones que nos llevaran lejos, y que duraron aรฑos. Si nos las pudimos permitir, fue porque mi padretenรญa una agencia de viajes.

Pasรกbamos mรกs tiempo en la carretera que en los lugares que visitรกbamos. Y nunca estรกbamos dos noches seguidas en el mismo hotel. Si รญbamos a Albarracรญn, pernoctรกbamos allรญ el viernes, dรกbamos un breve paseo el sรกbado por la maรฑana y partรญamos para Teruel, donde llegรกbamos de noche porque nos desviรกbamos por carreteras secundarias. Parรกbamos en los pueblos a comer, a tomar cafรฉ, a ver la plaza, a mirar un rรญo, a asomarnos a cuatro calles solitarias, a hacer una foto, a nada. Mis padres nunca se ponรญan de acuerdo sobre los desvรญos, ni sobre la hora a la que debรญamos arribar a nuestro destino.

Sobre lo รบnico que habรญa acuerdo era sobre el movimiento perpetuo, como si la sensaciรณn de ir hacia algรบn lugar resolviera algo que a mรญ se me escapaba, pero cuyo relieve permanece en mi memoria. Era una sombra que estaba siempre a punto de salirnos al paso en alguna cuneta. El silencio de mis padres rezumaba una tensa expectaciรณn, y tambiรฉn una alegrรญa desbordada y enferma, alegrรญa que se recostaba luego con ellos en las camas de embozos abiertos.

Ahora pienso que tal vez se trataba de que no tenรญan nada importante sobre lo que legislar mientras estuvieran en la ruta, y de que ademรกs lo verdaderamente importante iba siempre a desplazarse. Se querรญan, oh sรญ, y deseaban estar juntos, pero ya por aquel entonces las renuncias pesaban demasiado. Para hacerles frente lo mejor era la contemplaciรณn de flores raquรญticas en campos de barbecho.

En el asiento de atrรกs yo aprendรญa a disfrutar de los trayectos. Lo aprendรญa sin darme cuenta, como todo en la infancia y como siempre pasa con las cosas importantes. Observar el paisaje se convirtiรณ en la cara b de los sรกndwiches al borde del agua con el sonido de los vehรญculos que pasaban de fondo, solo que ahora yo iba montada en uno y estaba al otro lado de todas las tapias. Lo que mรกs me gustaba era la multiplicaciรณn de formas de vida desconocidas y al mismo tiempo imaginadas por mรญ durante los breves segundos que se perfilaban por mi lado de la ventanilla. Me veรญa habitando en el tembloroso fulgor de alguna luz nocturna que enseguida quedaba atrรกs, como una luciรฉrnaga frรกgil que alguien habรญa arrojado con furia, y que titilaba unos segundos antes de apagarse. Me proyectaba sobre quebradas secas, en la solitaria quietud de las casetas de aparejos de La Mancha, en alguna habitaciรณn de los racimos de chalets que se desperdigaban por montaรฑas de colores calizos, habitaciรณn en la que entrarรญan el frescor de la noche y saltamontes diminutos (y en el techo avanzarรญa imperceptible la procesionaria, que en los รกrboles del colegio amenazaba con echar su veneno sobre nuestros ojos y nuestras cabezas para dejarnos ciegas y calvas).

Las calles de las grandes ciudades me daban miedo cuando se hacรญa oscuro: sin que supiera por quรฉ, la รบnica opciรณn que contemplaba al imaginarme transitando por ellas a esas horas era la de la pรฉrdida. Una pรฉrdida hasta sus รบltimas consecuencias, pues no solo yo me habrรญa evaporado, sino que quienes me conocรญan me darรญan por tal de una manera irremediable y definitiva, y tampoco cabrรญa la posibilidad de avisar, de decir ante la mirada atenta y compasiva de un policรญa: “Por favor, llamen a mis familiares, que yo sigo viva.” Esto era asรญ porque, en el momento en que me encontrara en el corazรณn de esas calles, estas se tornarรญan laberรญnticas, y no habrรญa forma de retomar el hilo. Ese miedo, mi miedo primordial, dormรญa la mayor parte del tiempo en algรบn lugar del coche, muy cerca de mis piernas, y las acariciaba cuando la tarde habรญa borrado sus matices. La prueba de que se podรญa desencadenar el fatal acontecimiento al menor despiste eran los llamados que por aquel entonces hacรญan las autoridades para que los padres cerraran bien las puertas. La televisiรณn habรญa empezado a emitir los primeros anuncios realistas con el fin de convencer a una poblaciรณn acostumbrada a meter a toda la parentela en un Mini que iba a ochenta, y con alguna puerta sujeta con cuerdas, de que ciertas catรกstrofes podรญan evitarse. Recuerdo el anuncio en el que una niรฑa rubia se entusiasmaba con una vaca gascona; la niรฑa abrรญa la puerta del coche para ir al encuentro de animal, y en la siguiente imagen ya no era mรกs que un amasijo de cabellos rubios contra el asfalto (aunque sin sangre, pues todavรญa se velaba por que las pesadillas fueran llevaderas y elegantes). La niรฑa rubia me esperaba cuando en la carretera solo se veรญan las rayas, y era igualita al fantasma de la curva. Todo se adensaba porque tal vez este miedo mรญo se mezclaba con el de mis padres, que tambiรฉn parecรญa acudir al final del dรญa, cuando la exasperaciรณn se hacรญa un hueco. Lo que habรญa sido revelador y placentero se convertรญa en algo viscoso, hondo y maloliente, y de sรบbito todos nos dejรกbamos minar por el desรกnimo y por una ruindad rencorosa: ya no รญbamos a darnos a nosotros mismos lo que habรญamos pensado merecer, y tampoco se lo regalarรญamos a los demรกs. Era por eso que, en el hotel, no se me ocurrรญa pasar de mi cama supletoria a la de mis padres, pues sabรญa que una fuerza que no estaba a su alcance detener me expulsarรญa. Tenรญa que aguantarme con mi miedo y las colchas remetidas con aspereza, y ademรกs enseguida amanecรญa, el aire entraba por la ventana y nosotros nos ponรญamos en marcha.

Cuando llegaban las vacaciones de verdad yo dejaba de irme de viaje con ellos. Me quedaba al cuidado de mi abuela en un pueblo del norte de Cรณrdoba, fronterizo con Extremadura y Castilla-La Mancha. Ellos se iban a Parรญs, a Ginebra, a Montpellier, y a la vuelta traรญan fotos en las que posaban ante escaparates caros o como espectadores de partidas de ajedrez con piezas gigantes en plena calle. No habรญa ni rastro del coche, ni de los trayectos, a pesar de que recorrรญan Europa al volante. Ignoro si fuera de Espaรฑa los hoteles tambiรฉn les salรญan gratis, aunque supongo que no, pues los del Imserso no se iban tan lejos. Miraba sus fotografรญas con desapego, sin sentir ni una pizca de envidia por los jardines versallescos, ni por el Coliseo romano. Me costaba encontrarme en la rรญgida claridad de los monumentos, y ademรกs me bastaba mi bici, y tambiรฉn mis tardes en la piscina pรบblica y el metal oxidado de las sillas del cine de verano. Mรกs adelante, a los doce aรฑos, comencรฉ a observarlos con desdรฉn, con ese desdรฉn de la preadolescencia chillona, engreรญda y destinada a convertirse en una atalaya. A los trece, a los catorce, a los quince, lo รบnico crucial para mรญ iba a ser esa capa suave y brillante de humo que cubrรญa con amabilidad los bares, asรญ como las discotecas de luces violetas, con sillones de un material acharolado y pantallas gigantes emitiendo vรญdeos musicales. Importaban de repente mucho las fiestas patronales, plagadas de esperanzas y nervios, y luego el fin de fiesta, cuando ya quedรกbamos en el pueblo solo los que pasรกbamos allรญ los tres meses de verano. Se abrรญa paso entonces una espera mรกs libre que la de los dรญas de feria, pues de la feria lo habรญa esperado todo, y aunque solo habรญa conseguido una borrachera casi permanente, ahora tenรญa la sensaciรณn de poseer por vez primera algo definitivo, que nadie podrรญa arrebatarme, y que me permitรญa seguir al acecho con la dosis justa de desesperaciรณn. Durante los primeros dรญas de septiembre, ya en Valencia, conservarรญa la fuerza del verano y la creencia en que jamรกs nunca nada iba a volver a ser como antes, hasta que las jornadas se posaban de nuevo sobre postes avarientos, y entonces no lograba explicarme quรฉ habรญa sido del poderรญo estival. Incluso dudaba de que existiera. Miguel Navarro y Pepita Ponferrada seguรญan marchรกndose los fines de semana, aunque ya no con tanta alegrรญa. A mi padre lo habรญan echado de la agencia que nunca fue suya, y resultaba difรญcil que los hoteles continuaran ofertando gratuitamente sus servicios. Por otra parte, mi madre ya no estaba tan a disgusto en la ciudad, y si seguรญan escapรกndose los fines de semana era por la costumbre. Me miraban con ojos culpables cuando me preguntaban: “¿Quieres venirte este viernes con nosotros?”, pues temรญan un sรญ por respuesta. No lo temรญan porque no quisieran llevarme con ellos, sino porque ya no habรญa tanto dinero, y no era moco de pavo ahorrarse la cama supletoria y las comidas. Me hubiese de todas formas bastado con vacilar para que me llevaran, aunque eso supusiera pasar el fin de semana a base de bocadillos de tortilla y sรกndwiches mixtos en cafeterรญas donde ni siquiera habรญa menรบ, sino platos combinados. Desde luego no era ninguna tragedia, aunque supongo que para ellos no resultaba fรกcil mostrar esa pequeรฑa caรญda de una clase media que se habรญa soรฑado alta a otra que no era baja porque a casa entraba el sueldo de funcionaria de mi madre. Yo disimulaba. Me dolรญa su sufrimiento por no poder ofrecerme ya una buena cantidad de kilรณmetros con entrecots y lubinas salvajes amenizando las horas, aunque por otra parte me tranquilizaba que mi negativa fuera acogida con alivio. No deseaba acompaรฑarles a pesar de que me gustaban los trayectos, de que incluso por momentos los necesitaba, pues no habรญa encontrado nada que pudiera sustituirlos. Pero ya no podรญa obviarme ni obviarlos a ellos, y menos aรบn creer que la larga cadena de desencuentros en la que nos sumergรญamos iba a tener un final en el que todo habrรญa de comprenderse: los viajes, las huidas, los miedos y la pequeรฑa injusticia del tiempo. Reconciliar es sumergirse en la nada. ~

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(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).


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