Una especie invasora

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Si yo le hablara de un crítico de cine que no tiene pelos en la lengua, que nunca se circunscribe a lo políticamente correcto, que no atiende a los intereses políticos de los medios en los que escribe y que, en lugar de innumerables referencias cinéfilas, sus críticas atienden directamente a lo visceral, usted podría pensar que por fin ha encontrado al crítico perfecto. Pero si es lector del diario El País o lo ha sido de El Mundo, posiblemente este retrato del justiciero sin pleitesías ya le suene a Carlos Boyero. Los más benévolos lo llaman un crítico atípico, pero, como él mismo ha confesado en alguna ocasión, se siente incómodo con la etiqueta de crítico. Y así, de paso, se libra de alguna de sus molestas obligaciones como intentar que la exégesis vaya más allá del “me emocionó” o de su recurrente “me deja frío”. Boyero encontró hace años el personaje perfecto que le exime de ataduras. “No sé cómo se puede ser riguroso y analítico”, decía en una entrevista. Y lo ha llevado hasta el final: se ha convertido en una suerte de opinador privilegiado que, con un tono rayano a la conversación tabernaria, se atreve con cualquier cosa, de la literatura a la política pasando por el fútbol. Al jugar fuera de su campo se aventura a escribir, por ejemplo, que en España no se había publicado hasta hace poco Vida y destino, de Vasili Grossman. La primera edición tiene casi treinta años. Pero ¿cuál es la causa de su éxito? Por una parte, un gusto popular. Boyero rompe con la idea clásica del crítico alejado de la gente: a Boyero le gusta exactamente lo mismo que al hombre corriente y siente un desprecio absoluto por todo aquello que pueda parecer, aunque sea levemente, intelectual. Por otro, lo que realmente ha hecho de este crítico una pequeña estrella mediática es su carácter atrabiliario. Las presuntas verdades como puños del crítico titular de El País están cargadas de altanería y suficiencia y hacen las delicias de los lectores, siempre ávidos de morbo y muy atentos a su próximo exabrupto. En lo referente a la crítica, Carlos Boyero no eleva al espectador, no le enseña. Le da la razón a la masa, como si esta no viniera ya avalada por el éxito comercial, por los resultados. Que mi vecina, mi quiosquero y mis amigos menos cinéfilos piensen igual que Boyero denota que dejó hace tiempo, como al niño al que le ríen las gracias, de ser autoexigente. La función del crítico no es “acertar” lo que le guste a la mayoría de los espectadores. La razón al crítico se la dará el corte de la posteridad, que dirá si realmente estaba en lo cierto o no. No tengo ninguna duda de que Boyero sabe de cine pero, como parece obvio, esa es una condición necesaria pero no suficiente. El problema no está en sus concesiones al cine burdamente comercial, ni en la falta de respeto por cinematografías de otras latitudes, sino en la posición desde la que escribe. Boyero, muy consentido, se limita a subir el pulgar o a bajarlo en un juicio implacable como un César que no tiene necesidad ninguna de albergar sentimiento empático alguno. A uno puede gustarle o no la última película de Almodóvar pero, y eso es incontrovertible, el que tiene el talento es el director manchego y no al revés. En cuanto al tono bilioso de Boyero, no se entiende la permisividad de su medio ante los insultos. Es muy curioso que mientras José María Izquierdo se ha dedicado a denunciar en el periódico los excesos verbales de la derecha mediática más ultramontana, el mismo diario permita los desmanes de Boyero que, como él mismo reconoce, tiene “cierta capacidad para el insulto”. Porque, no nos engañemos, tan malditamente poco graciosas resultan las mofas de Ferderico Jiménez Losantos como las de Carlos Boyero al llamar anormal, tarado o nazi a alguien, ya sea un director de cine o a un entrenador de fútbol. No se entiende por mucha aceptación que tenga en la red y muchas preguntas que le hagan en sus encuentros digitales en directo. Pero la culpa no es del crítico. Él estaba en otro ecosistema, en el mismo que Jiménez Losantos por cierto, y allí quizás no desentonaba tanto. En un golpe maestro, el líder de la prensa española le roba el crítico de referencia al segundón rompiendo una norma básica de la zoología: no se pueden trasladar especies de un hábitat a otro porque al poco empezarán a devastar el nuevo y será difícilmente recuperable. La prensa tiene compromisos adquiridos con los lectores. La información veraz y contrastada es el más importante. Pero crear opinión es también una obligación de los medios, e intentar que sea una opinión de calidad debería ser un objetivo. No se puede ceder ese principio, abaratando la crítica, por cuatro clics en la web. No se debe dar pábulo al matonismo escrito de quien resuelve sus diferencias personales a través del periódico y no es admisible que el diario que aspira a mantenerse en la élite internacional esté trufado de ofensas baratas propias de una gacetilla de cuarta. El País no puede permitirse un crítico de referencia se jacte de no serlo y se coloque siempre por encima del creador. No conozco a Carlos Boyero (aparte de los datos biográficos que él mismo se ha encargado de propagar como antiguas adicciones o cómo le gustan las señoras) pero amigos comunes me dicen que es un tipo estupendo. No lo dudo. Sus conocimientos enciclopédicos del cine, su desparpajo y la mala leche que destila en el periódico deben de ser muy entretenidos en persona. Pero, si puedo elegir, prefiero conocer el “gratuito universo” de Javier Rebollo que la desternillante compañía de Carlos Boyero. ~
 
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(Barcelona, 1973) es editor at large en el grupo Enciclopedia.


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