Colas en Caracas
Llego a Caracas la mañana del 4 de diciembre. La chica de la aduana revisa mi pasaporte. A mi pregunta explícita responde sonriente, con el índice en los labios: “Shhh, estoy feliz.” Me ofrece bolívares a una tasa que mejora en dos tantos la oficial. “Quiero irme de viaje, usted comprende.” Comprendo y me dejo engañar, aunque no al grado en que me imaginaba: el cambio, según me descubre el taxista, está al triple. La travesía hasta el hotel es lentísima debido al tráfico. Los caraqueños parecen haberse acostumbrado a “las colas”. Debido, entre otros factores, al subsidio de la gasolina (en Venezuela un galón de gasolina cuesta siete centavos de dólar; una botella de Coca-Cola cuesta lo mismo que llenar un tanque) la importación de autos ha crecido de modo casi exponencial: en 2007, los venezolanos compraron cerca de 500,000 autos, en comparación con los 98,000 de 2002. El desfile de Hummers y otras SUVs parece excesivo hasta para alguien proveniente de la infernal ciudad de México, pero entre ambas capitales (similares también por sus índices de delincuencia y su crispación política) hay al menos una diferencia. A pesar de sus casitas encaramadas precariamente en los cerros, del asfalto de túneles y carreteras, de sus anuncios comerciales y su propaganda política, en Caracas la naturaleza sigue viva. Como su emblema, el Monte Ávila, es una ciudad milagrosamente verde.
Yo esperaba ver la guerra de grafiti en los muros de Caracas. Semanas antes había consultado un análisis de la Universidad Central de Venezuela realizado entre 2001 y 2002 sobre 740 grafitis (ideológicos, propagandísticos, encomiosos, insultantes, tipográficos, iconográficos, anónimos, identificados). El tema dominante había sido la política (79.7%), y el personaje central, Hugo Chávez, quien en ese periodo particularmente tenso había merecido más de cien calificativos: loco, fastidioso, hablador, terrorista, revolucionario, amigo, gallina, etcétera. En esa etapa, los grafitis habían sido el cardiograma de la política venezolana, pero por algún motivo ya no lo son. Lo que abunda en cambio es el muralismo bolivariano: metros y metros de muros tapizados con las efigies y los lemas de la historia oficial: “Rumbo al socialismo bolivariano”, reza uno, con las imágenes hermanadas de Chávez y Bolívar.
“La gente se hartó desde el cierre de RCTV”, me dice el taxista, refiriéndose a la estación de televisión más antigua de Venezuela, expropiada por Chávez en mayo de 2007, y agrega un rosario de hartazgos: las “cadenas” en las que habla Chávez, interrumpiendo los juegos de beisbol o las telenovelas; la escasez de leche, agujas, gasas; la inseguridad en las calles; los insultos contra los opositores (a quienes llaman “pitiyanquis” y “escuálidos”), la agresividad de las turbas chavistas con sus banderas y motocicletas, los pleitos con Colombia, la discriminación contra los médicos venezolanos en favor de los cubanos porque “para Chávez Fidel es Dios”. El altercado verbal con el Rey de España –me dice– lo puso en evidencia: “¿Por qué no te callas?, le dijo Juan Carlos, pero Chávez no se calla. ¿Sabe lo peor? Lo peor es la división y el odio, hasta en las familias. Y es que los partidarios de Chávez lo idolatran, dan la vida por él.”
Tras registrarme en el hotel Caracas Palace (un inmenso elefante blanco que alguna vez fue el Four Seasons) hojeo la prensa. “El soberano habló”, cabeceaba El Universal del día anterior, y las cifras no dejaban lugar a duda: el No había vencido al Sí por un margen aproximado de 2%. Pero la mayor sorpresa no estaba en el voto duro de la oposición sino en la pasmosa abstención de más de tres millones de votantes oficialistas admitida por el propio Chávez (sudoroso, reconcentrado, secretamente enfurecido) en su primera aparición pública, el día 3. Según la versión oficial, por Chávez había votado el 49% de los sufragantes, pero tomando en cuenta la abstención del 44%, su aprobación en el padrón total se reducía a un poco más del 27%: muy por debajo de la aplastante aprobación que había llegado a tener en su momento cumbre.
Lo que verdaderamente ocurrió en el seno del gabinete y en el Consejo Nacional Electoral, durante las siete horas de espera que transcurrieron entre el cierre de la votación y la emisión de resultados, es sólo motivo de especulación. El Nacional del día 4 revela una versión firmada por el reportero Hernán Lugo-Galicia según la cual miembros del Alto Mando Militar habrían persuadido a un Chávez incrédulo e iracundo de que la dilación ordenada por él (en espera de una imposible reversión de las cifras) era insostenible: implicaba riesgos de zozobra y agitación frente a los cuales el Ejército no estaba dispuesto a intervenir. Esa actitud de su círculo íntimo, aunada a los mensajes que le habrían hecho llegar oficiales adictos al disidente militar más notorio, el general Raúl Isaías Baduel –decía la nota–, “fueron los que le hicieron entender al Presidente que era inconveniente postergar la agonía”.
En una esquina del hotel, un voceador agita el tabloide Tal Cual, editado por Teodoro Petkoff, quien ha bautizado a Chávez como “Ego Chávez”. La portada, en rojo, es perfecta: “GA NO”.
[…]
El candor del padre Ugalde
Aunque dedicaría la jornada a averiguar las difíciles relaciones entre lo humano y lo divino en Venezuela, descifrarlas me tomaría meses. Mi contacto es el respetado padre jesuita Luis Ugalde, rector de la Universidad Católica Andrés Bello. De origen vasco, nacido en 1939, Ugalde llegó a Venezuela hace cincuenta años, como parte de la gran ola migratoria proveniente de España, Italia y Portugal. Graduado en filosofía y letras en la Universidad Javeriana de Bogotá, entre 1966 y 1970 hizo estudios de teología en la Theologische Hochschule Sankt Georgen de Frankfurt y en 1973 obtuvo la licenciatura en sociología en la Universidad Católica Andrés Bello.
Me recibe en el recinto de la universidad. Mientras paseamos por su hermoso jardín, entre pilones y caobos, me comenta que también es jardinero. Detrás de sus anteojos entreveo la mirada noble y paciente de un hombre acostumbrado a registrar el minucioso paso del tiempo entre árboles añejos y plantas de sombra grata. Su acento vasco va puntuando nuestra conversación de esa mañana. Me comenta cómo la gran corriente política de los sesenta tocó su vida, al menos por tres vertientes: el corrimiento de la Compañía de Jesús hacia la “opción preferencial por los pobres”, los cambios que en ese mismo sentido significó el Concilio Vaticano II, y la ola revolucionaria de la generación de los sesenta. Pero el autor que más influyó en él –según me explica– fue el gran teólogo protestante Paul Tillich, que en la época nazi hubo de abandonar Alemania para refugiarse en Estados Unidos. Me explica Ugalde que Tillich defendía “la sustancia católica y el espíritu protestante”, síntesis que le parece muy afortunada.
En su primer periodo presidencial (1969-1974), Rafael Caldera consideró a Ugalde “comunista”. Ugalde trabajaba entonces en el Centro de Investigación y Acción Social de los jesuitas buscando comprender por qué un país petrolero producía un Estado rico y gente pobre. A la distancia, sin embargo, admite que la democracia dio “pasos muy positivos” de 1958 a 1978. Los problemas comenzaron poco después, con el distanciamiento paulatino entre el pueblo y el “partido del pueblo” (AD). “La ineficacia y la corrupción minaban la calidad de lo público.” En el infausto Caracazo de 1989, Carlos Andrés Pérez encarceló a Ugalde (junto con buena parte de la comunidad jesuita) por considerarlo “instigador” de los saqueos.
Ugalde no apoyó el golpe militar de Chávez. En el barrio pobre donde vivía, la gente simpatizaba con el militar “vengador” pero quería mantener la democracia. Tres meses antes del triunfo electoral que lo llevó a la presidencia, el padre publicó un artículo donde manifestaba su escepticismo: “Según las encuestas y análisis sencillos, hay alta probabilidad de que Chávez gane las elecciones y poca de que pueda hacer un buen gobierno; lo que significa una especie de suicidio colectivo.” El agravio de la pobreza señalado por el nuevo régimen era real y sentido, pero los métodos que se vislumbraban para atacarlo le parecían equivocados. El tema de la pobreza era entonces, como ahora, su preocupación cotidiana: como presidente de la Asociación de Universidades confiadas a la Compañía de Jesús en América Latina, coordina un estudio sobre “causas y superación de la pobreza”.
Pero Ugalde no veía estos temas sólo desde la teoría. No es casual que la presencia de mayor envergadura de la Iglesia católica en el universo de los marginados sea precisamente “Fe y alegría”, la exitosa red de educación elemental que dirigen los jesuitas en todo el continente y que, en Venezuela, fue por mucho tiempo encabezada por Ugalde.
Las soluciones que ha discurrido tienen como artículo de fe el respeto a la libertad. Por contraste, la política social de Chávez ha confirmado sus temores. Ignorando “como si nada hubiera pasado el terremoto que derrumbó el muro de Berlín y todo el montaje soviético en decenas de países” y la experiencia real del régimen cubano, “que en cuarenta años en el poder no ha producido ninguna liberación”, Chávez “implantó tardíamente un régimen de intenciones, promesas y esperanzas, mirando hacia esos modelos ya fracasados”.
Según Ugalde, uno de los problemas que América Latina no ha superado es el de la demonización del empresario, la idea de que “la esencia de éste reside en explotar y chupar la sangre del pobre. Los países exitosos, por el contrario, van aprendiendo a jugar juntos, están convencidos de que en los mundiales no puede ganar un equipo donde seis jugadores están contra los otros cinco. Todavía el mito marxista de hacer economía exitosa sin productividad y éxito empresarial persiste, como también el considerar a las grandes mayorías como de segunda categoría”.
Pero en estos meses Ugalde ha tenido que actuar en una trinchera más apremiante. Por correo electrónico, me había puesto al tanto de los acontecimientos recientes. Chávez había exigido a los miembros del Episcopado “no meterse en política”. En respuesta, el padre publicó un artículo profusamente distribuido en el que evocó el martirio del “santo monseñor Arnulfo Romero, que denunciaba en El Salvador los crímenes de los militares” y recordó cómo “el coraje y el liderazgo cristiano” del cardenal Silva Henríquez había contribuido a la sobrevivencia de la libertad y la dignidad en el Chile de Pinochet. Una Iglesia responsable de la defensa de los derechos humanos no podía no protestar contra la “nueva Constitución que consagra el autoritarismo, la concentración del poder presidencial y elimina el pluralismo democrático”, no podía no “meterse en política”. A una semana de la votación del 2 de diciembre, escribió “El día después”, donde sostuvo el carácter “ilegítimo e ilegal” de la reforma propuesta (en esencia: sus cambios radicales sólo podían emanar de una Asamblea Constituyente) pero basado en encuestas confiables anticipó la posibilidad del triunfo: “Hay que prepararse desde ahora para convertir ese rechazo mayoritario en actividad política y evitar que se aplique un régimen totalitario con reducción de derechos humanos y la eliminación de la democracia pluralista.” Su mensaje caló, sobre todo, entre los estudiantes.
En aporrea.org los chavistas lo han rebatido profusamente de esta manera: “fraile”, “ensotanado”, “burgués”, “fascista”, etcétera. Al candoroso padre Ugalde esto lo tiene sin cuidado. El enfrentamiento crítico con el gobierno no lo sorprende ni desanima; por el contrario: “La historia demuestra que con frecuencia la fe cristiana y la Iglesia Católica actúan mejor en momentos de crisis que cuando son bien tratados por el poder.”
“Recen por mí”
Para el Episcopado, sospecho, el problema entre la Iglesia y el Estado tiene más fondo. Gracias, precisamente, al padre Ugalde, entablaría contacto con el padre Baltazar Porras, arzobispo de Mérida, que habiendo sido presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, ha estado en el ojo del huracán todos estos años.
La Conferencia se enfrentó a Chávez desde los primeros años de su mandato, no sólo por sus iniciativas en materia educativa (por ejemplo, la creación de la figura de supervisores itinerantes nombrados por el ministro, con amplias facultades para intervenir en la organización de planteles privados y públicos) sino, sobre todo, por sus frecuentes juicios, “los más negativos emitidos por un jefe de Estado en toda la historia venezolana”.
A principios de 2002, la cúpula de la Conferencia Episcopal había firmado un acuerdo con empresarios y sindicatos para oponerse a Chávez. Se denominó Pacto Democrático de Emergencia y constaba de diez puntos, entre los que destacaban la convocatoria a la unidad de todos los sectores para rescatar el diálogo social, la adopción de medidas para progresar en un marco de paz y democracia, la subordinación de los militares al poder civil y la búsqueda de eficacia en las políticas públicas para superar la pobreza. Más tarde, en el referéndum de agosto de 2004, los prelados sugirieron el voto contra la permanencia de Chávez en el poder.
Porras me enviaría un fragmento de sus memorias que me permitiría seguir penetrando en el conflicto. El documento estaba relacionado con su papel en los días de abril de 2002, cuando fungía como presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana. Como millones de venezolanos, había presenciado la concentración del día 11 que había reunido a más de 500,000 personas y que, por desgracia, había tenido un saldo trágico de diecinueve muertos y cien heridos. Pero los hechos que lo involucraron corresponden a la madrugada del 12, cuando intempestivamente el presidente Chávez lo llamó por teléfono. Tras informarle que ha decidido dejar el poder (“Unos están de acuerdo, otros no. Pero es mi decisión”), le pide ir al Palacio de Miraflores. Aunque Porras está dispuesto, los militares se lo impiden.
Su primera estación es Televen (donde escucha las justificaciones de los altos mandos en torno al golpe: la corrupción del régimen, los 35 millardos en compra de armamento no militar, pero sobre todo la activación del Plan Ávila, que suponía la posibilidad de que el Ejército disparara contra la población). La situación es confusa: el Alto Mando Militar anuncia en los medios que ha pedido la dimisión al presidente y este ha accedido, pero el punto crucial es que la renuncia nunca se materializa. Por eso, aunque algunos aducen un “vacío de poder”, los hechos configuran un injustificable golpe de Estado. Inexplicablemente confiados, los militares antichavistas se debaten en un dilema: retener al presidente en “custodia” o extraditarlo. Se deciden por lo primero.
Porras es trasladado a Fuerte Tiuna (gigantesco complejo militar, al oeste de Caracas), donde, hacia las cuatro de la madrugada, se reúne con el hombre que ha pedido verlo, el mismo que con frecuencia lo ha insultado, que lo ha llamado “patético” e “ignorante”, el presidente Chávez.
De aquel intercambio quedó un breve pero valioso testimonio sobre la mercurial psicología del presidente, persona humilde y soberbia, cálida y desdeñosa, sentimental y cerebral, proclive a las cimas y las simas: “Me saludó, pidió la bendición y pidió perdón por el trato que había proferido hacia mi persona. Le di un abrazo y lo bendije.” Ante los generales de División y Brigada que lo rodeaban, el presidente se habría quejado de un “cambio en las reglas del juego”: sólo firmaría su renuncia si lo mandaban fuera del país, no si lo mantenían “en custodia”. “Tendrán preso a un presidente electo popularmente.” Y sin embargo, según el testimonio de Porras, estaba rendido: “Estoy en manos de ustedes para que hagan de mí lo que quieran […] pienso que soy menos problema para ustedes si me dejan salir que si permanezco en el país.” Luego el obispo y el presidente hablaron un largo rato: Chávez evocaba recuerdos de juventud e imágenes de su esposa Marisabel, encargaba cuidar a su pequeña hija, negaba toda responsabilidad en las muertes del día anterior. Frente a la autoridad espiritual, se desahogaba. Hacia las 6:30 de la mañana, en ropa de civil, “más quebrado el ánimo”, se despidió del sacerdote. “Le brotó una lágrima y nos dijo: ‘Trasmitan a todos los obispos que recen por mí y les pido perdón por no haber encontrado mejor camino para un buen relacionamiento [sic] con la Iglesia. Denme su bendición.’”
Al día siguiente, gracias en buena medida a la fidelidad de su compadre el general Baduel que resistió en la base militar de Maracay, el presidente Hugo Chávez salvó el escollo del golpe que Petkoff llamó “Pinochetazo light”.
Semanas después arreciaron los ataques oficiales contra la Iglesia. El presidente se reunió con los obispos. Porras había publicado en la prensa una crónica de los hechos. “Sí, está bien”, le comentó Chávez. Ante la pregunta ¿proyecto compartido o revolución?, su respuesta impresionó a los escuchas: “Yo sé que a ustedes no les gusta la palabra revolución, pongan la que quieran, pero esto no lo para nadie. Y pídanle a Dios que sea pacífico. Pero esto no depende de mí. Si no me dejan, esto va de todas maneras.”
Tras aquel traumático episodio, las relaciones con la Iglesia se suavizaron un poco, pero (como tantas cosas en el país) el triunfo de Chávez en diciembre de 2006 reencendió la hoguera. Se había esfumado la humildad, las bendiciones, el perdón, la voluntad de alcanzar un buen “relacionamiento”. Quedaba –en palabras de Trotski, que Chávez haría suyas– el “látigo” de la venganza revolucionaria. Quizá se odió a sí mismo por haber exhibido su humana debilidad ante los religiosos, y los odió por eso. “La intransigencia y la aplanadora del gobierno se está haciendo sentir –señaló Porras en 2007–; hay un secuestro de todos los poderes públicos por parte del Ejecutivo. No existe sino un único poder.” Y agregó: “Chávez es una especie de ayatola de lo divino y de lo humano.” Por su parte, Chávez no fue más amable: “Porras lleva el diablo bajo la sotana.”
“Cristo era comunista”
En la América hispana, el conflicto entre la Iglesia y el Estado precedió a las independencias y las sobrevivió, en muchos casos, hasta bien entrado el siglo XX. Si bien Venezuela no fue la excepción, la relativa debilidad social de la Iglesia católica en ese país le ahorró los desgarramientos que ocurrieron en México en el siglo XIX (la Guerra de Reforma) y el XX (la guerra de los cristeros). El problema en México era entre conservadores católicos y liberales jacobinos. Los primeros buscaban afirmar las instituciones y la influencia de su fe; los segundos buscaban acotar esa presencia. Las diferencias entre ambos grupos no eran sólo ideológicas: por ellas murieron decenas de miles.
En la Venezuela chavista, afortunadamente, nadie se ha matado por las ideas ni las creencias. A despecho de las alarmas ultramontanas, la libertad religiosa continúa, la educación católica funciona y ningún bien de la Iglesia ha sido expropiado, etcétera. Pero Chávez ha introducido un elemento perturbador en el modus vivendi con la inédita animosidad y acritud de su “discurso”. Salvo excepciones fugaces, los gobernantes liberales de México no se erigieron a sí mismos en intérpretes de la palabra, las enseñanzas, el mensaje de Cristo. Pero esto es justamente lo que ha hecho en Venezuela Hugo Chávez.
Aunque Chávez había recurrido electoralmente a la figura de Cristo desde fines de 1999, según Maye Primera Garcés, jefa de redacción de Tal Cual, la utilización sistemática comenzó el 27 de febrero de 2005, en una de las maratónicas homilías dominicales de Aló Presidente, cuando a Chávez le sobrevino, como un rayo, una visión: “Hay que inventar un nuevo socialismo.” A partir de allí, Primera Garcés recoge las sucesivas “reflexiones en voz alta” del presidente: “Si Cristo viviera aquí y estuviera aquí, fuera [sic] socialista”; “El odio es propio del capitalismo; el amor es propio del socialismo: ‘Amaos los unos a los otros’: Cristo era socialista, estoy absolutamente seguro”; “Nosotros no queremos ser ricos, acuérdense de Cristo”. Sobre esta afirmación –paradójica, por decir lo menos, en un país con la riqueza natural de Venezuela– al poco tiempo circularía profusamente un correo electrónico.
Carlos Berrizbeitia, dirigente del Proyecto Venezuela y ex diputado en la Asamblea Nacional, se había tomado el trabajo de desmenuzar, basado en datos oficiales, los gastos del presidente no sólo en el entorno de la casa presidencial, “La casona”, sino en los 402 días de viajes durante las 176 visitas internacionales realizadas en su gobierno: hoteles, viáticos, pasajes, alimentos y bebidas, prendas de vestir, lavandería y tintorería, libros, periódicos y revistas. La cifra alcanzaba los 218 millones de bolívares fuertes al día, equivalentes a cuatro sueldos mínimos por segundo. ¿Entraría Chávez al reino de los cielos o le tomaría más trabajo que a un camello por el ojo de una aguja?
Las palabras “Cristo y Hugo Chávez” llevan a una navegación alucinante en internet. Miles y miles de entradas. Recorriendo algunas de ellas, conjeturo que tal vez el intento definitivo de suplantación ocurrió también tras el triunfo de diciembre de 2006, específicamente en el discurso de toma de posesión el 12 de enero de 2007. Después de atacar al cardenal Jorge Urosa por haber criticado su decisión “irrevocable” de clausurar RCTV, alentado por las voces de “¡Así, así, así es que se gobierna!”, Chávez declaró: “¡Cristo es uno de los más grandes revolucionarios que hayan nacido en esta tierra! […] Cristo es verdadero Cristo; no el que algunos sectores de la Iglesia Católica manipulan. Cristo era un verdadero revolucionario socialista. Igualdad, igualdad: ‘Bienaventurados los pobres porque de ellos será el reino de los cielos’. ‘Más fácil será que un camello entre por el ojo de una aguja a que un rico entre al reino de los cielos’. Ése es Cristo, el verdadero; ése es Cristo, el verdadero, el de la propiedad común. Cristo era comunista; incluso más que socialista era un comunista auténtico, antiimperialista, enemigo de la oligarquía, enemigo de las élites del poder.”
El 11 de abril de 2007, en el quinto aniversario del golpe de Estado, ante una auténtica marea roja concentrada, como siempre, en Puente Llaguno, sitio en donde sucedieron las muertes del golpe, el presidente reiteró su eslogan: “Cristo era comunista”, y arremetió de nueva cuenta contra los obispos y cardenales de la Conferencia Episcopal Venezolana, erigiéndose esta vez en médium y juez: “Si Cristo estuviera vivo aquí, presente físicamente, los sacaría a latigazos.”
Todo esto resultó demasiado para el padre Ugalde. El tema le tocaba de cerca; es, en cierta forma, el tema de su vida. Hablar de un “Cristo socialista” le parecía un “disparate”. En una entrevista con el prestigiado periodista de El Universal Roberto Giusti, Ugalde declaró que todo era una ingeniosa estrategia de Chávez, que en “comunicación nos da cien vueltas a todos”: “asocia la palabra socialismo con amor, solidaridad, generosidad, Bolívar y Cristo. Quien se oponga a eso es un malvado”. Pero la crítica iba más allá.
El primer deslinde era sencillo: para desmontar la posible ecuación entre cristianismo y socialismo real le bastaba recordar la postura de Marx, Lenin y del propio Castro frente a la religión, ese “opio del pueblo”. Pero el distingo fundamental era más interesante, y atañe a los medios y los fines. En cuestión de fines (justicia, libertad, igualdad) el cristianismo se adelantó ciertamente al socialismo, pero lo que importa –explicaba Ugalde– no es discutir esos fines (que son, en esencia, principios universales abstractos) sino los medios concretos, prácticos, para alcanzarlos. Uno no discute la necesidad de curar a un niño: uno ensaya medios para curarlo. Y en cuestión de medios para alcanzar igualdad, calidad de vida, educación, salud, “el debate debe centrarse en realidades: cómo operó en la URSS, China, Cuba […] analizar […] qué pasó en Alemania, Suecia, Noruega. Hay que evaluar, guiarse por los hechos”. Le parecía claro que en “la etapa de la liberación” debe haber seguridad, empleo y bienestar, “pero si me mete en la ratonera cubana y me dice que no puedo leer una carta de mi mamá sin revisión previa del régimen; que no puedo ver sino la televisión que me imponen y no pensar sino lo que ellos piensan, eso es una cárcel, no una etapa superior de la humanidad”.
El problema, naturalmente, tanto en la Cuba castrista como en la Venezuela chavista, es que para el creyente los hechos tangibles e incómodos del “socialismo real” a que Ugalde se refiere no tienen ninguna importancia. “Los acontecimientos pueden contradecir la ideología o la propaganda del líder –escribe Leszek Kolakowski, el célebre autor de la clásica Historia del marxismo–, pero para los fieles eso no tiene importancia, dado que los hechos no existen como una fuente del saber: tienen que ser interpretados ‘correctamente’. Y con una buena interpretación, irán a apoyar invariablemente ‘lo que importa’.”
Al criticar la sacralización del poder en Chávez, al criticar el uso que hace Chávez de los símbolos sagrados, Ugalde critica la propia historia de la Iglesia. Ahí radica, creo yo, su fuerza:
El cristianismo no debe sacralizar el mundo, ni consagrar como intocable determinado orden político, o un modelo económico, sino desacralizarlos y dejarlos abiertos a la libre y abierta discusión y búsqueda humanas, aportando permanentemente el Espíritu, cuya expresión de plenitud encontramos en Jesús. En contra de lo que ha sido con frecuencia, el cristianismo no está para sacralizar monarquías, ni consagrar sociedades estamentarias, como si hubieran salido así de las manos de Dios.
Ugalde ha inculcado esa convicción a sus alumnos. Magisterios como el suyo –liberales y solidarios– explican, en gran medida, me parece, el espíritu del movimiento estudiantil.
[…]
La fe de Baduel
En La Hojilla, expresión mediática y moral del régimen, Mario Silva se ocupa del general Raúl Isaías Baduel. Con su tono habitual, lee un libro de artes marciales o filosofía oriental que el general, según se sabe, ha leído y subraya los pasajes que a su juicio revelan su incongruencia y su traición. Es obvio que Baduel se ha convertido en el enemigo público número uno.
Chávez ha reclamado a su “compadre” (que lo es, en efecto, por haber bautizado recientemente a Isai, la hija más pequeña de Baduel) el haber dado “una puñalada al proceso que vino defendiendo todo este tiempo”. Lo ha llamado “traidor y peón de la derecha”, encuentra incomprensibles “la forma, las expresiones y el odio en el lenguaje gestual” y lo ha acusado de prestarse al “juego del imperialismo”.
Amigo de Chávez desde 1972, Baduel había sido uno de los cuatro juramentados del “Samán de Güere”. Cada 17 de diciembre a las 13:07 de la tarde (día y hora de la muerte de Bolívar) la tradición, en las guarniciones y los cuarteles, era celebrar un acto en memoria del héroe. En esa ocasión –recuerda Baduel– Chávez pronunció unas palabras incendiarias, “haciendo críticas muy fuertes al estado de cosas que veíamos en el país y diciendo que si el libertador viviera vendría a enjuiciar a todos los que dirigen al país”. Los oficiales superiores –me cuenta Baduel– lo recriminaron y hubo un momento de tensión:
Después de ese incidente acordamos correr hasta el fondo de la granja donde estaba la brigada (unos 10 kilómetros) para ir drenando nuestra impotencia y nuestra adrenalina. Cuando veníamos de regreso ya veníamos conspirando totalmente. Luego, como si fuera un maratón, ese día fuimos al “Samán de Güere”1 y allí, parafraseando el juramento del libertador en el Monte Sacro en Roma, juramos empeñar nuestro esfuerzo para que nuestro país tuviese una democracia más profunda pero con un alto contenido social, con más participación social, con más justicia social […] No era sólo un mea culpa sino un accionar para dar nuestro aporte para que esa situación de exclusión se revirtiera. Realmente el movimiento nace allí, y se llamó en un principio Ejército Revolucionario 2000, porque se veía que el horizonte era de largo plazo. Indudablemente que la opción militar se contemplaba, pero no era la primera opción.
No lo era para Baduel pero sí para Chávez. Este encabezó el famoso aunque frustrado golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, “un accionar” en el que Baduel no tomó parte por considerarlo prematuro y altamente riesgoso en términos de vidas. Con todo, los caminos de ambos volvieron a cruzarse con el arribo de Chávez a la presidencia. Baduel acompañó al presidente a lo largo del régimen y fue –según diversos testimonios– el factor decisivo en la reversión del golpe de abril de 2002. En 2007 ocupó por un breve tiempo el Ministerio de Defensa. Pasó a retiro por unos meses, y de pronto el 5 de noviembre de 2007 el militar pintó su raya con un discurso público de media hora en el que llamaba a votar resueltamente por el No.
La reforma, explicó frente a los medios, era “un golpe de Estado” porque despojaba al pueblo de su soberanía de dos maneras: usurpaba de manera fraudulenta su poder constitucional y le impedía elegir a las nuevas autoridades. “Las constituciones son para controlar el poder, no para concentrarlo”, insistió, en referencia directa al presidente. Enseguida, “alertó al pueblo” de la gravedad de la situación que “cambiaría la vida de todos”. El pueblo no debía permitir la consumación de un fraude; la reforma los llevaría como “ovejas al matadero”. Su tono no era retórico sino serio y sereno.
Esa postura desató a los demonios. Un largo artículo titulado “El fantasma de Pinochet cabalga”, publicado en la red el 1º de diciembre, resume algunos de los argumentos que se utilizan contra él: monosilábico, economicista, tecnocrático, conservador, desertor, contrarrevolucionario, fascista, neofascista tropical, variante del nacionalsocialismo de derecha, saboteador, fundamentalista religioso, golpista. El autor del largo texto (bien escrito, por cierto) no ignora el papel del general en abril de 2002, pero relativiza los hechos atribuyendo el mérito al “clima de combatividad antigolpista” de los camaradas y “al aguerrido pueblo venezolano […] dispuesto a defender hasta las últimas consecuencias a la revolución y al presidente”, a “resistir y vencer una posible agresión militar del imperio del Norte” y a apoyar al “inclaudicable y carismático líder de la Revolución Bolivariana”. Pero lo que le parece verdaderamente inaudito es que Baduel, en vez de “ir a conversar con Chávez a Miraflores”, haya apelado al público para hacer sus reflexiones. Para este crítico la vida pública debe arreglarse en privado.
Para que no cupieran dudas sobre el sentido cívico de sus actos y palabras, Baduel invocó la biografía de Lucius Quinctius Cincinnatus, el cónsul romano llamado de su retiro para salvar a la república amenazada por los pueblos bárbaros. Le pregunto por su separación de Chávez, al parecer súbita e inexplicable. No lo es tanto. Desde julio de 2005, me explica, comenzó una serie de discretas pero serias confrontaciones con el presidente. “Él llegó hasta a amenazarme con mandarme lejos, con sacarme.”
Entre julio de 2006 y julio de 2007, ya como parte del consejo de ministros, Baduel descubrió cómo se manejaban los asuntos. “Se estaba llevando al país hacia un rumbo que no me agradaba.” Finalmente, pasó a retiro. En los blogs y corrillos políticos e intelectuales, los críticos, opositores y disidentes del gobierno creen en la sinceridad de Baduel pero le recriminan haberse tardado casi diez años.
Baduel ha propuesto la celebración de una nueva Asamblea Constituyente, posibilidad prevista expresamente en la Constitución vigente. En 1999, explica, se le dio un “cheque en blanco al presidente Chávez”, el pueblo le “delegó todos los poderes”, pero debido al uso que el presidente ha dado a esos poderes (“el accionar para atentar contra la democracia misma”) le parece necesario revertir o corregir algunos aspectos del texto. La potestad para hacerlo reside en “el dueño único e indelegable del poder, en el pueblo soberano”. Puede y debe hacerse, insiste. Esa convocatoria lleva implícita la facultad de solicitar la rendición de cuentas a cualquier funcionario, y “de ahí pueden desprenderse acciones civiles y hasta penales, y la revocación de cualquier mandato”. Es claro que en este punto particular, Baduel está pensando en el uso discrecional que el presidente ha hecho del petróleo: “de una vez y para siempre hay que poner coto al manejo arbitrario de la riqueza nacional, y particularmente la renta petrolera”.
El general parece convencido de que Chávez actúa con maquiavelismo extremo, postergando la solución de los problemas para fortalecer su control:
Su única ambición es ser el presidente vitalicio de una Venezuela depauperada. Y mientras más destruye el aparato productivo del país, mientras más fomenta la polarización y el clima de desestabilización, mientras más depende la gente de la dádiva que él maneja a su libre albedrío, mucho mejor para su propósito.
Aunque retirado del Ejército, mantiene contactos con las Fuerzas Armadas y asegura que en el 80% de la oficialidad están bien cimentados los preceptos de profesionalismo militar, por lo cual “hay malestar ante la manifiesta intencionalidad de generar anarquía, de desplazar a la fuerza armada formal por una milicia que obedece a una parcialidad política.
El rechazo es silente pero allí está”.
Otros testimonios que recogí durante mi estancia en Caracas sobre la conciencia democrática y cívica de las Fuerzas Armadas de Venezuela se refieren al tema con menos optimismo. A juicio del almirante Mario Iván Carratú (que salvó la vida del presidente Carlos Andrés Pérez y que, retirado ya, prepara una tesis doctoral en ciencias políticas), el efecto generacional se está dejando sentir en esa corporación. Los oficiales con sentido democrático son orillados al retiro o están presos entre dos tendencias, la oficialidad joven –sin recuerdos del pasado democrático e identificada con la ideología del régimen– y la más antigua, que por razones de edad va de salida. Según otras versiones, un factor más importante está mermando el coraje cívico de los militares: la “plata”, que llega a borbotones hasta los mandos bajos de las corporaciones.
Tanto en la conferencia como en la charla privada, no es difícil advertir un cierto tono religioso en las palabras de Baduel. No es el de Chávez, no es un predicador evangélico. Tampoco tiene la circunspecta precisión o la fraseología de un sacerdote católico. Baduel habla como un yogui. Hombre más bien grueso de tez oscura, hay algo triste en el fondo de sus ojos. Le pido que me aclare la última frase de su discurso del 5 de noviembre que me había desconcertado: “Que Yahvé Elohim Dios de los Ejércitos bendiga por siempre a nuestra amada patria venezolana.”
Soy cristiano católico pero tengo una visión ecumenista de las cuestiones de la religión. Vengo del ecumenismo […] Tengo muchos amigos musulmanes y muchos amigos judíos.
En ese instante, el general Baduel saca de su bolsa derecha un rosario católico y de la izquierda un tasbith y poniendo ambas sobre el escritorio me informa que en su auto tiene un ejemplar del Zohar, el libro sagrado del misticismo judío. “Como está en hebreo, no lo entiendo. Pero lo atesoro. Me lo enviaron de Israel, porque he tenido el altísimo honor (que muy pocas personas judías tienen) de tener contacto directo con los dos grandes rabinos judíos, el ashkenazita y el sefaradita.” Apasionado con las religiones orientales, sobre todo el taoísmo, es evidente que el tema religioso lo obsesiona.
En Venezuela la fe está de moda. El presidente pretende inspirarse en su peculiar santísima trinidad: la fe de Cristo, Marx y Bolívar encarnadas en él, como un inquisidor que divide el mundo entre creyentes (en él) y no creyentes. Baduel, en su ecumenismo, representa un mundo de inclusión en el que caben todos los creyentes. Incluso los demócratas, que profesan la modesta fe del humanismo liberal. Esa fe movió al movimiento estudiantil.
¡Que vivan los estudiantes!
Igual que su mentor, el padre Ugalde, Yon Goicoechea es vasco. Es vasco hasta en las dimensiones: grande, ancho, con antebrazos de leñador o pelotari. Tiene veintitrés años y conserva la sonrisa de niño, pero su discurso tiene poco de infantil, salvo la frescura. Estudia leyes en la Universidad Católica Andrés Bello. Su padre está preso por un homicidio cometido en defensa propia que las autoridades han querido utilizar como arma de chantaje. En los meses previos al 2 de diciembre, Yon se vio en la disyuntiva de elegir, literalmente, entre su padre y su causa. Eligió la causa, en espera de que su padre defienda la suya. Antes de la jornada electoral (provisto ya de un chaleco antibalas) fue a despedirse de él, por si no volvía a verlo. “Tenía miedo –me confiesa–, pero en algún momento rompí mi barrera.”
Yon piensa que Chávez “perdió su centro discursivo” y celebra que los estudiantes hayan “ganado en el mercado chavista”. Ahora buscarán arrebatarle “el mercado de la pobreza”, discurriendo “ideas concretas para necesidades concretas”. “Nos urge conocer, de verdad, al venezolano.” La conversación tiene lugar a bordo de una camioneta Chevrolet (que presumo blindada). Yon ocupa el asiento delantero junto al chofer. Atrás me acompaña Gustavo Tovar, maestro de Yon y de otros líderes estudiantiles. Mexicano por parte de madre, radicado en Venezuela desde hace años, Tovar ha sido inspirador, guía y cronista del movimiento estudiantil. El recorrido a la sede de El Nacional (donde nos reuniremos con varios líderes estudiantiles) es corto pero nos permite charlar. Yon recibe una llamada intempestiva. Es Marisabel, la ex esposa de Chávez. Su postura razonada y abierta sobre la inconstitucionalidad de la reforma había calado en los electores, pero ahora estaba “angustiadísima” por las represalias que Chávez pudiera tomar contra ella, quitándole la custodia de su pequeña hija. “Tranquila, Marisabel”, la consuela Yon repetidamente, como si de él dependiera la situación. Y quizá depende, en alguna forma, porque un escándalo íntimo llevado a los medios es lo último que Chávez necesita en este momento. Por lo demás, hasta sus críticos más acerbos admiten que ha sido un padre atento y amoroso con sus cuatro hijos, los tres (ya mayores) de su primer matrimonio, y Rosinés, que procreó con Marisabel.
Sus opiniones sobre Chávez, recogidas por Joaquín Ibarz (el experimentado corresponsal para Latinoamérica de La Vanguardia), son similares a las de Miquilena:
No es de izquierda ni demócrata quien persigue las libertades, asume todos los poderes del Estado y reprime a los que no piensan como él. Más bien es un fascista. Chávez habla más que lo que hace. No es un gobernante de izquierda, porque Venezuela es hoy un país más consumista, con menos ahorro y más desigualdad que cuando él llegó al poder. Aquí los índices de pobreza no han bajado, la inseguridad aumenta, la corrupción se ha multiplicado. A pesar de todo lo que dice, Chávez no va a cambiar el sistema económico ni el orden social. Nuestro No a la reforma es un rechazo al totalitarismo y a la concentración de poder en el presidente […] Los dictadores no son de izquierda ni de derecha, simplemente son totalitarios […] No soportamos un totalitarismo en Venezuela.
“Somos socios más que amigos”, me aclara Yon, refiriéndose a su vínculo con los demás líderes estudiantiles. “Stalin González –me dice– es un gran organizador, un tipo audaz” (luego averiguo que ha sido militante desde los trece años, de padres sindicalistas de izquierda); “Freddy es el hombre bisagra, noble y conciliador” (tiene un grupo musical); Ricardo Sánchez, presidente de la Federación de Centros Universitarios, es de extracción humilde y vive en un barrio popular de Caracas. Hay muchos otros, y otras, como Manuela Bolívar, hija del gobernador chavista Didalco Bolívar. Por fin nos encontramos con varios de ellos. Me conmueve y divierte ver que traen cuadernos para anotar, pero no tengo mayor cosa que enseñarles. Son ellos los que han dado una clase de coraje cívico. Lo único que se me ocurre decirles es una frase de un vasconcelista, dicha al candidato filósofo en la campaña presidencial del 1929: “Hagan que esto dure.”
Ellos no conocen el camino para que esto dure, pero están orgullosos de su solidaridad y conscientes de las pruebas que los esperan: ¿Crearán un partido nuevo? Saben que es empresa ardua. ¿Se incorporarán a los viejos partidos? Saben que están desprestigiados. ¿Consolidarán un Parlamento de Estudiantes? Dependerá de quiénes tomen la estafeta cuando varios de ellos –el propio Yon, que cursa su último año– dejen, fatalmente, de ser estudiantes. Me despido de ellos convencido de una cosa: durarán.
Por lo que hace a Yon, no tiene dudas vocacionales ni incurre en modestias falsas: “Algún día –me dice– seré presidente de Venezuela.”
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Los estudiantes de 2007 parecen haber cerrado el ciclo histórico rescatando la tradición libertaria de los estudiantes de 1928. Pero, como en el caso de la generación de Rómulo Betancourt enfrentada a Juan Vicente Gómez en 1928, su movimiento ha optado por la reforma, no por la revolución; no es “salvacionista” o “providencialista” en el sentido del marxismo académico del siglo XX sino en un sentido democrático. Para encender la mecha se necesitaba un peligro real, algo que no sólo pusiera en jaque el futuro profesional del estudiante sino la viabilidad democrática y la libertad de su país: ese peligro se ha configurado con claridad en el proyecto político de Chávez, admirablemente expresado en su frase favorita: “Socialismo o muerte.”
Porque si Chávez ha pensado en convertir a Venezuela en una Cuba con petróleo, los venezolanos que se le oponen han descubierto en el movimiento estudiantil el antídoto perfecto. En contraste con casi todos aquellos antecedentes en la región, los “chamos” venezolanos no reivindican las ideologías estatistas del siglo XX ni las pasiones románticas del siglo XIX sino los derechos humanos del siglo XVIII. Se declaran, sencillamente, “humanistas”. Al mismo tiempo, han dado muestras de una auténtica vocación social. No lanzan adoquines ni levantan barricadas ni alzan el puño desafiante. No son revoltosos, rebeldes o revolucionarios: son luchadores cívicos, reformadores pacifistas. Y encarnan una esperanza de reconciliación para un amplio sector de la sociedad venezolana.
¿Dónde están los estudiantes?, se preguntaban muchos a lo largo de los nueve años del régimen chavista. Creciendo, madurando, era la respuesta. Aunque habían ensayado algunas acciones simbólicas aisladas, el cierre de RCTV los arrojó a la acción. “Ese 28 de mayo –escribe Yon Goicoechea– explotó lo mucho que sentíamos. Los jóvenes nos encontramos en la calle sin previa convocatoria […] No hubo heroísmo ni genialidad […] hubo sólo corazón y patria, sueños rotos y miedo. Ese día tomamos el control de nosotros mismos y vencimos el peor enemigo: el conformismo.”
Estudiantes de ocho universidades se reunieron en la Quinta Michoacán, propiedad de Tovar. Acordaron acciones inmediatas. Ciento veinte mil estudiantes han estado activos desde entonces. Al sobrevenir la convocatoria al referéndum del 2 de diciembre, el movimiento estudiantil ya estaba en las calles y en las conciencias. Con marchas masivas, asambleas, talleres de discusión, boletines, hojas volantes, textos telefónicos, correos electrónicos, los estudiantes trasmitieron a la opinión pública un mensaje de reconciliación, libertad y paz que sacudió la apatía y conquistó simpatías inmediatas.
Sus acciones de resistencia fueron eficaces y pacíficas: entregaron flores a la policía, marcharon al Tribunal Supremo de Justicia y a la Fiscalía, caminaron con la boca tapada por la palabra “Unión”, acuñaron lemas como “Libertad une”, “Expresarse es libertad”, “Ser presidente es unir al pueblo, no dividirlo”, organizaron festivales y conciertos (donde cantó Soledad Bravo), pronunciaron discursos memorables en la Asamblea Nacional, venciendo celadas con una audacia sorprendente. Por sobre todas las cosas, comprendieron que la abstención era suicida: “Para comprobar que te quitaron el voto debes votar. El fraude no lo vamos a evitar quedándonos en casa viendo la tele”, dijo Goicoechea. Chávez trató de desprestigiarlos llamándolos –entre otras cosas– “lacayos del imperio” y reclamándoles (como Juan Vicente Gómez en 1928) que estudien en vez de querer ser políticos. Pero el 70% de los venezolanos avaló su derecho a protestar.
“Que vivan los estudiantes porque son la levadura/ del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura.” La célebre canción de Violeta Parra que escuchábamos los estudiantes mexicanos del 68 ha vuelto a entonarse en las calles de Caracas. Mario Silva en La Hojilla denunció esta adopción como un plagio infame del patrimonio revolucionario, pero a los estudiantes el acoso les importa poco. “Con sus rituales cursis, el Walter Mercado de la televisión venezolana –escribe Tovar– ha promocionado a estos jóvenes hasta lo indecible.”
El día en que se escriba la verdadera historia de aquella noche del 2 de diciembre en las oficinas de Consejo Nacional Electoral, se sabrá que los estudiantes fueron el factor clave de resistencia, no sólo ante el fraude que se maquinaba sino ante el derrotismo de algunos opositores, que consideraban imposible vencer a Chávez. “Tengo miedo pero la libertad vale la vida”, decía textualmente el mensaje enviado por celular de uno de los líderes que vivió desde dentro aquellas siete horas interminables. Conquistar ese miedo los llevó a la victoria. Y el triunfo no los envaneció. “Hay que ver con humildad la victoria”, declaró Stalin González. Para probarlo, tras la victoria organizaron en la Universidad Católica Andrés Bello un acto al que invitaron a líderes chavistas y los recibieron con una ovación. También el padre Luis Ugalde fue ovacionado, pero permaneció en su asiento. “Yo estaba orgulloso –me dijo– de la acción ingeniosa, creativa y valiente con que la dirigencia estudiantil enfrentó las tendencias totalitarias y se ganó la simpatía y la confianza de la mayoría de la población.”
En su crónica del movimiento estudiantil titulada Estudiantes por la libertad, Gustavo Tovar incluye un epígrafe de Octavio Paz: “Se olvida con frecuencia que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están hechos de palabras: son hechos verbales. En el libro XIII de los Anales, Izu-Lu pregunta a Confucio: ‘Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El Maestro dijo: La reforma del lenguaje’.” Esa ha sido la hazaña de los estudiantes venezolanos. Al lenguaje de la confrontación, el odio, el resentimiento, la mentira, la insidia, han opuesto un lenguaje de reconciliación y respeto. Han limpiado el cielo cívico de Venezuela. Como decía Paz, “le han devuelto la transparencia a las palabras”.
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“Nuestra lucha es histórica –ha dicho Goicoechea–. Como Martin Luther King, no luchamos contra un hombre sino por la reivindicación de los derechos civiles y humanos de todos los hombres de Venezuela. Ese es nuestro objetivo y ese objetivo no se alcanza en un mes ni en un año, así que hay que prepararnos para la larga lucha que se avecina.” En efecto, puede ser larguísima, puede ser pacífica y, sí, también puede ser sangrienta. Pero estoy seguro de que no bajarán la guardia. Saben que juegan el más serio de los juegos, saben que la democracia de su país está en juego. Semanas más tarde, recibo un e-mail navideño de Yon: “Nos ha tocado transitar un camino inesperado y grandilocuente. Espero que no nos consuman el ego y la vanidad, porque eso sería lo único que nos podría detener.” Aunque no los consuma el ego y la vanidad, el formidable adversario puede detenerlos.
Por mi parte, de vuelta en México con mi cargamento de libros venezolanos, sentí llegada la hora de tratar de responder con seriedad a la pregunta obvia: ¿Quién es, de dónde salió, cómo se construyó el personaje llamado Hugo Chávez? ~
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1. El samán es un árbol sumamente frondoso. Semeja una acacia africana. El de Güere, localidad cercana a Maracay, ciudad de guarniciones, cuarteles y bases aéreas, fue muy celebrado por el barón de Humboldt en su viaje a Venezuela en 1799, por sus descomunales dimensiones. Hubo allí cerca una posada y un abrevadero para los caballos de los viajeros que iban al llano desde Caracas. Es fama que bajo su sombra acampó parte del ejército de Bolívar en 1813, durante su llamada “campaña admirable”. Lo más probable es que haya habido sólo sombra suficiente para su nutrido estado mayor, sus ordenanzas y sus cabalgaduras. El árbol bajo el cual se juramentaron Chávez y sus amigos es un nieto del original, que se secó sin remedio a mediados de los años cincuenta del siglo pasado.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clรญo.