Whisky con cisneros

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En Lima, para llegar al poeta Antonio Cisneros, hay que atravesar algunos estratos de leyenda (obviamente urbana). Que si es un hombre difícil, que si bebe demasiado, que si su genialidad, que si su egocentrismo. Así que cuando llamo a su puerta del barrio de Miraflores, a pocas calles del océano, estoy a la expectativa. Acabo de leer la nueva edición de su antología personal Propios como ajenos, cuyo prólogo finaliza así: “Ahora sobrevivo en Lima, con mi mujer, mis tres hijos y mis cinco nietos. El muchacho que fui se ha convertido en un viejo patriarca. Escribo poco, mantengo a duras penas mi tan poquita fe y temo cada día”. Me espero una casa llena de gente, pero no oigo ruido de fondo cuando me atiende la voz de la empleada: “suba”. Es una edificación de tres plantas, unidas por la escalera que subo, siguiendo una voz masculina muy grave, que resuena desde lo alto: “Jordi, siéntate, ahora bajo”. No hay nietos por medio: nada es más ajeno a este salón que la infancia y el movimiento. Grandes lienzos decoran las paredes; sofás y fotografías de otra época ocupan real y simbólicamente un espacio clásico. Tras el sonido de unos pasos, aparece al fin la altura de Antonio Cisneros (corpulento, canoso, ojos afilados). La primera hora la pasamos sentados, cada uno en un sofá blanco, frente a frente, conversando; tras el poeta, un cuadro inquietante que representa una inminente degollación. De modo que la entrevista se confundirá aquí con la conversación –y con los e-mails posteriores y con la semblanza y con la crónica.

Desde que en 1961 publicara Destierro –cuyo título ya apunta en una dirección espacial–, su trayectoria ha sido en paralelo textual y geográfica. A finales de los sesenta se mudó a Londres; en la década siguiente vivió en Niza y en Budapest y en California; a mediados de los ochenta se instaló una temporada en Berlín; y en los noventa dio clases en Virginia. A medida que crecía la repercusión de su obra, obviamente, también lo hicieron las invitaciones.

–He llegado a sentirme como en mi casa en ciudades como Santiago de Chile, Bogotá o Buenos Aires.

–¿Nunca has vivido en España?

–No, nunca viví en España. Pero ten en cuenta que la España de ahora no era la de los años sesenta. En aquel páramo, incluso en Madrid o en Barcelona, la verdad es que no me apetecía quedarme.

Me cuenta que durante mucho tiempo fue coordinador en Perú de una agencia de viajes francesa. Se multiplican los relatos de las experiencias de esos años: Machu Picchu, al amanecer, en exclusiva para un grupo de estudiantes de arqueología; disturbios en La Paz; un cadáver en el autocar. No entiende la vida del poeta como la de alguien consagrado exclusivamente a la poesía: le apasiona el fútbol y la conversación de bar, se dedica a la familia, ha tenido un espacio radiofónico diario, dirige la revista Gourmet Latino y el Centro Cultural Inca Garcilaso.

–El viaje parece la estructura, circular, de tu vida, ¿pero es también el conductor de tu obra?

–Los viajes tienen mucho que ver con mi vida y, por lo tanto, con mi poesía. Sin habérmelo propuesto, a lo largo de estos cuarenta y tantos años, la mayoría de mis libros de poesía tiene como punto de partida, más que un simple viaje, alguna estadía, más o menos consistente, en el extranjero. Al menos como pretexto.

–¿Cuál consideras que es el viaje que más ha marcado tu obra?

–Lo cierto es que no lo sé. Aunque creo que la experiencia que recuerdo con más cariño es la de mis años en Londres. Es verdad que se trataba del swinging London, ese Londres de los Beatles y de los Rolling Stones. Sin embargo, aún no sé si me maravillaba ese Londres o ese muchacho hermoso de veinte y tantos años que fui por entonces

No me extraña que haya escogido una ciudad y no un país o un itinerario. En diversas entrevistas se ha definido como un ser eminentemente urbano: “alguna vez dije algo así como ‘me cago en los pajaritos’”, declaró en una entrevista y añadió: “no me gusta vivir en ciudades que tengan menos de un millón de habitantes”. En esta, que tiene unos siete millones, ha venido a pasar –en su condición de abuelo– lo que le queda de vida. Hemos entrado en la segunda hora de charla: a partir de ahora empezarán a sucederse los whiskys.

–Los cronistas de Indias, obviamente, eran viajeros. En los Comentarios reales de Antonio Cisneros hablas de un viajero como “Señor de Muerte”, “pues alacranes/ cantan bajo tu lengua”. ¿Hasta qué punto tu voluntad de re-escritura de la tradición colonial española responde a una intención, digamos política, de combatir la violencia ejercida por los conquistadores y –como dijo Nebrija– la lengua necesaria del imperio?

Comentarios fue, por decir lo menos, un libro muy ambicioso. Entonces pretendía dar una versión crítica de toda la historia del Perú tal como la aprendimos en la escuela; digamos, la otra cara de la medalla. Sospecho que, salvo algunos poemas, la empresa no resultó. Por lo demás, eso de los alacranes bajo la lengua nunca, al menos conscientemente, quiso ser un símbolo contra el único idioma que poseo de verdad.

En ese idioma ha escrito sobre todo poesía, pero también crónicas de viaje, como las recogidas en El libro del buen salvaje, en cuyo proemio se lee: “Buena parte de los miles de versos escritos a lo largo de la vida también vienen a ser, a su manera, el libro de mis crónicas de viaje”. Los dos géneros, por tanto, se entrelazan, gracias a un mismo movimiento. En su prosa, Cisneros es mucho más irónico que en su poesía, quizá porque la gestación del verso es mucho más ardua.

–Escribir un poema es un proceso extremadamente duro. Ten en cuenta que es el único género en que el objeto es el sujeto y en que el sujeto es el objeto. Para el poco placer que experimentas, atraviesas mucho dolor al escribir poesía.

–En tus crónicas de viaje, más que en la poesía, la ironía es una constante. ¿Qué es la ironía? ¿Qué ha significado en tu obra, y en tu vida?

–Los escritos, de uno u otro modo, son en buena medida el reflejo del autor. Para mí la ironía no es un tema o un método literario. Yo, el ciudadano Cisneros, y no necesariamente el escritor, soy burlón por naturaleza. Escéptico, melancólico y burlón. Y, por supuesto, la ironía la uso en primer lugar contra mí mismo, es una manera de librarte de la estupidez solemne y de las certezas bobas.

No sé si será porque me he acabado el whisky, pero ahora veo el cuadro de la degollación con otros ojos. Y también su último poemario, del que me acaba de explicar que nació de una experiencia turística: le regalaron Un crucero a las Islas Galápagos.

–De hecho, siempre hay experiencias turísticas en todo viaje. ¿El turismo puede ser literariamente fértil?

–Me imagino que, hasta cierto punto, cierto tipo de turismo puede, con suerte y con talento de por medio, convertirse en una buena crónica de viaje. En el caso del poemario Un crucero a las islas Galápagos, mi viaje a ese lugar es un punto de referencia muy lejano, algo así como un pretexto. En realidad, esas islas de basalto volcánico, repletas de alimañas, están en la geografía de mi alma. Es un crucero al interior de uno mismo.

Los que cultivan con más empeño las leyendas (urbanas, limeñas) sobre Antonio Cisneros son los poetas jóvenes. Al menos tres me han hablado de encuentros fantasmales e improbables, de madrugada, en bares de pelaje diverso, con el autor de Como higuera en un campo de golf.

–El joven escritor Rafael Robles Olivos ha titulado un poema con tu nombre, donde se lee: “Dice mi maestro que al poeta/ sólo se le respeta en el papel”. ¿Cómo fue tu relación con tus maestros?

–Yo me llevé muy bien con los gentiles y generosos poetas que me precedieron. Jamás tuve ningún intento parricida.

–¿Y con los jóvenes sucede igual?

–Con ellos tampoco tengo ningún intento filicida. Ahora, creer a partir de ahí que me desvivo por las generaciones venideras o que me interesa el futuro de la juventud sería un craso error. No tengo la menor vocación redentora ni profesoral. Por el momento, sólo me intereso por mis nietos, que son cinco.

En una de las imágenes en blanco y negro que hay junto a la puerta de la cocina, Cisneros y su familia son muy jóvenes. Y muy bellos. Sobre todo su esposa, a quien me cuesta imaginarla como abuela. Se lo digo, mientras sirve mi segundo whisky (y el quinto suyo): “Yo también era muy bello –afirma y corrige levemente–: siempre hemos hecho muy buena pareja”. Las leyendas urbanas se alimentan de la realidad. Pero hay que contrastarlas con ella para decidir la versión que cuenta. Continuamos charlando hasta que me queden sólo restos de hielo en el vaso. Después, pese a los seis o siete whiskys, insistirá en acompañarme al hotel. Tras la despedida, su coche desaparecerá en la noche limeña, al encuentro de bares de mala muerte y de poetas jóvenes que sigan alimentando la leyenda.~

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