Entrevista con Amar Bakshi
Un americano viaja por el mundo
Los editores de la sección internacional de The Washington Post y el Newsweek le encargaron a Amar Bakshi, un dinámico periodista estadounidense, visitar varios países para saber qué opina el mundo sobre Estados Unidos y su gobierno. Este es el resultado de una conversación con él.
La idea de viajar por el mundo para conocer de primera mano lo que se piensa sobre Estados Unidos allende sus fronteras ¿fue tuya o de tus editores?
Fue una idea mía que les sugerí a mis editores. Quería contar historias acerca de personas de carne y hueso y no sólo lo que opinan los expertos. Me interesaba saber, por ejemplo, qué opinaba un guerrillero de Cachemira o un campesino en Venezuela sobre Estados Unidos; conocer las opiniones de gente ordinaria y descubrir cómo Estados Unidos podría estar transformando la vida de estas personas en términos políticos, culturales y sociales. Los norteamericanos están más interesados que nunca en saber qué piensa el mundo de ellos y tienden a creer que el mundo los odia, sin preguntarse si esto es coyuntural u obedece a corrientes históricas más profundas. Yo creo que esto está conectado con ciertas políticas estadounidenses, pero también con flujos culturales y comerciales. No se puede decir que este odio sea sólo culpa de Bush o del poder que Estados Unidos ha desplegado en el mundo. Es más complicado que eso.
Eres parte de esa venerable tradición de estadounidenses cuyos padres emigraron de otras latitudes, en tu caso de la India.
Así es. Mis padres dejaron la India cuando tenían veintiún años. Emigraron a Estados Unidos como médicos. Desde el principio me educaron para ser norteamericano, tanto así que no me enseñaron el hindi. Nací en Washington, DC, y no viajé a la India sino hasta que ya era adulto. Esa tensión entre el país de origen y el nuevo define la experiencia de muchos estadounidenses.
Durante tu periplo por el mundo te has encontrado con gente que habiendo nacido en otro país ha vivido varios años en Estados Unidos, ya sea por razones de trabajo o de estudios, y luego ha regresado a su país de origen. Supongo que lo que opina este segmento es muy importante para la imagen que se tiene de Estados Unidos en el mundo.
Ellos son cruciales porque esparcen la imagen de Estados Unidos. Es un sector fascinante pues tiene experiencias de dos naciones y es el que puede crear puentes de toda índole entre Estados Unidos y el mundo.
Entre los países europeos sólo visitaste Inglaterra. Se trata de un país que ha mantenido históricamente una relación especial con Estados Unidos, pero los ingleses no tienen buena opinión de Bush.
El antiamericanismo asume diversas formas. En Inglaterra muchos ingleses condenan a Estados Unidos por no cumplir con los valores que, según ellos, debería honrar. Lo critican no por encarnar algo diferente y malévolo sino por no cumplir con sus ideales. Lo que encontré fascinante es que en algunos de los guetos de Londres donde predominan los migrantes de Pakistán y el norte de África existe mucha ansiedad respecto de Estados Unidos, nivel de ansiedad que no se encuentra entre la comunidad islámica estadounidense.
Visitaste los barrios de Londres donde se dice que viven los musulmanes más radicales del mundo.
Pasé una semana en el barrio londinense en el que vivieron quienes intentaron explotar, hace alrededor de un año, bombas en aviones. Cuando entrevisté a la gente de ahí no podía identificar quién era el moderado y quién el radical. Lo más interesante es que allí la gente no distingue entre los estadounidenses y el gobierno de Bush. Para ellos es lo mismo, lo cual contrasta con el patrón descubierto en mi viaje: que en casi todos los países se distingue entre el gobierno de Estados Unidos y los estadounidenses. La mayor parte de la gente que entrevisté tenía una pobre idea de Bush pero simpatizaba con el concepto de Estados Unidos.
Entre los países que visitaste ¿cuál te pareció el más proamericano?
La India, sin lugar a dudas. Las personas ahí tienen todavía el deseo de venir a Estados Unidos y volverse millonarias. Aunque esto está cambiando: la izquierda india, que ha ganado mucha influencia, es antiBush.
¿Qué descubriste en Venezuela, el otro país latinoamericano que visitaste aparte de México?
Me encontré con que Chávez utiliza de manera muy eficaz la retórica antiestadounidense, lo cual pone a Estados Unidos en una posición muy difícil. El gobierno norteamericano podría respaldar a la oposición o asumir una actitud pasiva. Mi opinión es que debe ser humilde y admitir que no todo tiene que ver con ellos.
Entrevistaste a varios líderes estudiantiles en Venezuela.
Me impresionó que aun entre los estudiantes que simpatizan con Chávez se reconoce que muchas de las ideas de éste no pueden tomarse en serio. Piensan, además, que el gobierno norteamericano debe ser cauto y no contribuir a la polarización de la sociedad venezolana. Sin embargo, están muy entusiasmados con el trabajo que han realizado organizaciones de derechos humanos tanto norteamericanas como europeas.
Mientras viajabas por el mundo, el proceso electoral en Estados Unidos asumió características sin precedentes. ¿Cómo ha seguido el mundo estas elecciones?
Hay cierta ansiedad en el mundo ante las oscilaciones del liderazgo político de la nación. La política exterior de Bush fue muy diferente a la de Clinton y probablemente la política exterior del próximo presidente será muy distinta a la de Bush. Hay temas determinantes; por ejemplo, ¿qué hará el gobierno norteamericano en Cachemira: seguirá respaldando a Musharraf o se acercará a la India? En Corea del Norte, ¿va a privilegiar la negociación o la confrontación?
Uno de los candidatos de los que más se ha hablado es Barack Obama…
En la mayor parte de los países pocos saben quién es Obama; se conoce más a Hillary Clinton. Pero en las próximas semanas, cuando el mundo sepa más de la extraordinaria biografía de Obama, podría darse un fenómeno fascinante: existe la posibilidad de que el mundo se refleje en él. Aunque en Venezuela he escuchado historias según las cuales Obama es una especie de marioneta cuyos hilos son jalados por el poder del dinero.
El triunfo de las teorías de la conspiración.
Así es. Esto es algo que ocurre en todo el mundo. Incluso países aliados de Estados Unidos creen que éste se está preparando para invadirlos. En Turquía me sorprendió saber que más de la mitad de los turcos aseguran que una invasión estadounidense es inminente.
¿Encontraste lo mismo en otros países?
En un pequeño pueblo de la India, famoso por la cantidad de madrazas, le pregunté al imán de más alta jerarquía cómo pensaba enseñarles a los niños a no odiar a Estados Unidos cuando él mismo cree que Estados Unidos conspira contra los musulmanes. Me respondió que les enseñaba a los niños a ser pacientes y que el mal desaparecería por voluntad de Alá. Eso equivale a no enseñarles nada sobre Estados Unidos.
En Pakistán las teorías de la conspiración deben estar más extendidas.
Ahí tuve la oportunidad de entrevistar a la élite política y cultural. Están enojados con Estados Unidos por su apoyo histórico a dictadores en Pakistán. Alguien me comentó que los adolescentes que admiraban a Mick Jagger o a Frank Zappa no podían escucharlos porque la dictadura militar apoyada por Estados Unidos les impedía adquirir sus discos.
Estuviste en la frontera entre las dos Coreas, uno de los lugares más peligrosos del mundo.
Y también uno de los más represivos.
Algo parece estar fallando en la diplomacia pública norteamericana.
Al parecer mucha gente está de acuerdo con tu apreciación. Hoy tener relaciones con el gobierno de Bush supone dar o recibir el beso de la muerte; esto lo sabe la oposición política en Venezuela y casi todos los países del Medio Oriente. Mucha gente piensa, equivocadamente, que si Estados Unidos enviara más ayuda económica a distintos países el problema de la percepción negativa se solucionaría. Lo que Estados Unidos ya no debe hacer, creo yo, es definirse como el centro de la libertad o la nación indispensable. Eso sólo crea animadversión y pone un enorme peso sobre los hombros de los norteamericanos. ~
– Ángel Jaramillo
Hollywood y la guerra de Iraq
Señales de auxilio
Según el capítulo diecisiete del Primer Libro de Samuel, el valle de Elah, que se ubica unos kilómetros al sur de Jerusalén, fue el sitio donde el pequeño David, armado con una honda y cinco piedras lisas –una por cada tomo de la Torá, de acuerdo con la tradición judía–, derrotó al gigante Goliat para dar el triunfo a los israelíes en la lucha con los filisteos. Llevada al contexto de la guerra contra Iraq, esta imagen se vuelve una metáfora tan elocuente como inquietante en In the Valley of Elah (2007), donde el sargento Hank Deerfield (Tommy Lee Jones) refiere la historia bíblica para que el hijo de la detective Emily Sanders (Charlize Theron) logre conciliar el sueño. Sin duda uno de los alegatos más feroces de la andanada cinematográfica que ha intentado exponer el absurdo del combate acaudillado por Estados Unidos, el filme de Paul Haggis deja claro su llamado de alerta: Goliat, el invasor –eso significa plishtim, filisteo, en la etimología hebrea–, encarna al coloso norteamericano vencido por un David (el Medio Oriente) que defiende su territorio y su ideología milenaria con piedras cada vez más letales. Haggis, sin embargo, no se contenta con una sola metáfora. Al principio de la película, cuando se lanza en busca de su hijo –un soldado que desaparece de su base en Nuevo México luego de participar en el conflicto iraquí, que veremos únicamente en videos grabados por celular–, el sargento Deerfield descubre una bandera estadounidense izada al revés; al bajarla lo ataja un inmigrante salvadoreño, al que Deerfield explica que toda insignia invertida es una señal de auxilio. Al final de su ordalía, que lo enfrenta con los irreversibles trastornos bélicos, el protagonista se topa de nuevo con el salvadoreño y juntos izan una segunda bandera pero de cabeza. El mensaje no podría ser más revelador: ha llegado el momento de que Goliat reconozca su ruina y mande un SOS.
De un tiempo a la fecha, las señales de auxilio han proliferado en el cine de habla inglesa gracias a la paranoia legada por el 11-S y al profundo malestar desatado por la guerra contra Iraq. No es gratuito que a la pregunta “¿Son los terroristas?”, formulada al inicio de War of the Worlds (Spielberg, 2005) por una niña que observa el ataque alienígena, se sume ahora la efigie decapitada de la Estatua de la Libertad con la que se anuncia Cloverfield (Reeves, 2008), el delirio persecutorio producido por J.J. Abrams, creador de Lost, la teleserie que funge como alegoría de un Estados Unidos a la deriva y a solas con las fobias transmitidas por los atentados al World Trade Center, según dice Alex Pappademas: “El que veinte millones de espectadores estén atentos a los avatares de una comunidad ficticia que se siente abandonada y también asediada por enemigos invisibles indica en qué piensa este país.” Tampoco es gratuito que la Estatua de la Libertad, esta vez semienterrada a orillas del mar, haya servido cuatro décadas atrás para clausurar y promover la primera versión de Planet of the Apes (Schaffner, 1968), realizada durante la contienda en Vietnam, ni que dicho icono aparezca cargado por un grupo de reclutas semidesnudos que se internan en la jungla vietnamita en una escena de Across the Universe (Taymor, 2007), el magnífico musical antibélico que no por ubicarse en los años sesenta deja de aludir a la salvaje actualidad.
Como bien apunta Manohla Dargis, ese desasosiego ha permeado la industria fílmica al grado de que cintas donde la palabra Iraq brilla por su ausencia se erigen no obstante en muestras de una inquietud generalizada; ahí están, por ejemplo, No Country for Old Men (Coen, 2007), Before the Devil Knows You’re Dead (Lumet, 2007) y There Will Be Blood (Anderson, 2007), esta última un retrato lacerante de la ambición petrolífera que ha guiado a un país entero a la debacle no sólo bélica sino moral. Las secuelas paranoides de la primera Guerra del Golfo, nutrida al igual que la segunda –increíble que se pueda hablar de una segunda– por el flujo subterráneo del oro negro, se abordan en dos películas notables: el remake de The Manchurian Candidate (Demme, 2004) y Bug (Friedkin, 2006). A ellas se suma la andanada que se mencionaba al principio, y que encara nuestro orbe convulso trazando un mapa de la relación entre Estados Unidos y el Medio Oriente: Afganistán (The Road to Guantanamo, Winterbottom, 2006; Charlie Wilson’s War, Nichols, 2007; Lions for LaMBS, Redford, 2007), Arabia Saudita (Syriana, Gaghan, 2005; The Kingdom, Berg, 2007), Iraq (Battle for Haditha, Broomfield, 2007; Redacted, De Palma, 2007; Stop Loss, Peirce, 2008) y Pakistán (A Mighty Heart, Winterbottom, 2007). En todas estas cintas, dispares como fueron las réplicas suscitadas por la guerra de Vietnam –piénsese, por poner dos antípodas, en Coming Home (Ashby, 1978) y Apocalypse Now (Coppola, 1979)– y producidas en el arranque del siglo de las siglas inaugurado por el 11-S, ondea de una u otra forma la bandera al revés con la que Paul Haggis concluye su cuadro de una juventud devastada por intereses que la rebasan. En todas ellas la Estatua de la Libertad es decapitada en triste recuerdo de Daniel Pearl no por el monstruo de Cloverfield sino por un pavor ciclópeo que cristaliza en una sola pregunta infantil: “¿Son los terroristas?” En todas se escucha, emitida por un transmisor cuya batería está por agotarse, una señal de auxilio que evidencia que Goliat ha caído ante David en el campo de batalla. ~
– Mauricio Montiel Figueiras
La huelga de guionistas
Tráiganme la cabeza de Barton Fink
Los guionistas y sus avatares en Hollywood han sido tema de notables películas. Ahí están Sunset Boulevard, de Billy Wilder, The Player, de Robert Altman, y Adaptation, de Spike Jonze. Pero quizá la más emblemática es Barton Fink, de los hermanos Coen. En ella, un joven dramaturgo neoyorquino cede al canto de las sirenas de la meca del cine y se muda a Los Ángeles, tras ser contratado por un estudio grande. Una vez ahí, emprende el descenso a un peculiar infierno: además de experimentar un bloqueo de escritura, su vecino resulta ser un peligroso criminal. “Yo les mostraré la vida de la mente”, le grita Charlie Meadows (John Goodman) a los policías que lo persiguen, al tiempo que desata un pandemónium en el hotel donde reside.
La escena descrita resulta ilustrativa a la hora de reflexionar sobre la huelga del Sindicato de Guionistas de Cine y Televisión de Hollywood, que terminó a mediados de febrero después de tres meses de estira y afloja. ¿Qué sería de la meca del cine sin ese grito de guerra del personaje de Goodman que, en resumidas cuentas, se refiere al poder de las palabras y las ideas? La respuesta es obvia: nada. Sin guiones no hay películas, ni series de televisión. Pero al tratarse de una industria con múltiples intereses encontrados, que mueve cientos de millones de dólares en el mundo, el dilema se planteaba complejo.
Lo que los guionistas pedían era razonable: mayor participación en las ganancias por venta en DVD, internet y celulares. La tecnología ha potenciado como nunca antes la comercialización de filmes y series de televisión, y los escritores demandaban una rebanada de ese pastel. Un DVD de estreno cuesta en promedio treinta dólares, de los cuales un autor recibía entre cuatro y cinco centavos. Su reclamo consistía en ganar ocho. La negativa de los estudios desató el conflicto el 5 de noviembre, causando pérdidas estimadas en dos mil millones de dólares.
Los primeros afectados fueron las cadenas televisivas y los late night shows. Programas populares como los de David Letterman y Jay Leno tuvieron que acudir a reposiciones. Series de televisión que han generado culto global, como Lost o 24, pendían de un hilo al tener grabados menos de la mitad de los capítulos de su actual temporada.
Por su parte, los estudios afirmaban que tenían cinco películas listas para rodar y que podían aguantar la huelga, pero pronto comenzaron también a tambalearse. Columbia Pictures, por ejemplo, pospuso la realización de Angels & Demons, la precuela de The Da Vinci Code. Mientras tanto, los doce mil guionistas afiliados recibían el respaldo de los ciento cincuenta mil artistas pertenecientes al Sindicado de Actores y la ceremonia de los Globos de Oro se redujo a una rueda de prensa de media hora, sin alfombra roja. Hollywood perdía uno de sus bienes más preciados: el glamour.
Lejos de desvanecerse, el apoyo de los actores creció y se trasladó a la televisión: una campaña de pequeños espots llamada “Speechless” resaltaba la importancia de los escritores: Susan Sarandon, Sean Penn, Tim Robbins y Woody Allen, entre otros influyentes personajes, aparecían callados, hablando incoherencias o leyendo las páginas de anuncios clasificados como si fueran guiones.
A pesar de estos esfuerzos, el problema se agudizó y cruzó fronteras. Las cadenas internacionales, cuyos horarios estelares dependen en buena medida de las series estadounidenses, se vieron obligadas a rellenar los huecos con películas. Ante la prolongación de la huelga, las ventas anticipadas de espacios publicitarios de las televisoras de Estados Unidos entraron en crisis: estaban en juego entre nueve mil y dieciocho mil millones de dólares.
En retribución a su apoyo, los guionistas permitieron que se llevara a cabo la premiación del Sindicato de Actores el 28 de enero. Por unos instantes la meca del cine recuperó su brillo y regresó el desfile de estrellas. Sin embargo, la gotera aún no estaba reparada y los dólares continuaban escurriéndose por la coladera. Incluso George Clooney se ofreció como mediador del conflicto, pero sus intenciones fracasaron. Hollywood estaba sumido en un coma creativo, producto de la avaricia de los que dictan las reglas. Finalmente, el 13 de febrero los guionistas decidieron terminar con el paro, tras llegar a un acuerdo con los estudios, pero únicamente sobre el pago que recibirán por la distribución de su trabajo en internet… Justo a tiempo para no afectar la entrega de los Óscares.
En su The Devil’s Guide to Hollywood, el polémico Joe Eszterhas escribió que “Hollywood siempre ha sido un lugar horroroso para los guionistas”. ¿Qué obtuvieron en verdad estos creadores frente a los tiburones gordos? Como Barton Fink, sólo ganaron tiempo para escapar de un lugar en llamas con una misteriosa caja, que parece contener la cabeza de una mujer. La metáfora de los Coen no ha perdido vigencia: la imaginación siempre será subyugada por los intereses de los poderosos. En Hollywood –al igual que sentencia la Reina de Corazones en Alicia en el País de las Maravillas– todo lo que tenga cabeza puede ser decapitado. ~
– Bernardo Esquinca
El dopaje en el deporte
¿Qué significa ganar?
Barry Bonds, Roger Clemens, Jason Giambi, Chuck Knoblauch, Andy Pettitte… El reciente informe Mitchell sobre el dopaje en el beisbol profesional de Estados Unidos, que acusa a noventa jugadores, ha vuelto a poner el dedo en el renglón de este tema. Los casos se suman: una melancólica Marion Jones decidió confesar su dopaje y devolver las cinco medallas que había ganado en los Olímpicos de Sydney; el ciclista Floyd Landis fue capaz de recuperar una desventaja de ocho minutos en una sola etapa del Tour de France, pero unos días después su control antidopaje dio positivo; el mismo Lance Armstrong, contundente dominador del ciclismo en los últimos años, ha vivido bajo la continua sospecha de dopaje; el campeón mundial de 100 y 200 metros en 2004 Justin Gatlin dio positivo por esteroides y cayó en el mismo fiasco que el anterior campeón, Tim Montgomery, pareja de Marion Jones; en 1998, diez años después de romper marcas olímpicas en Seúl, Florence Griffith murió y dejó en el ambiente la duda de si su muerte temprana tuvo algo que ver con sustancias prohibidas… Y podemos seguir: jugadores de la NFL y de la NBA, pesistas, atletas e incluso competidores de golf.
Sería estúpido pensar que el deporte de Estados Unidos es el único que ha sido atacado por el dopaje, pero sí es el más afectado. Si los intereses económicos gobiernan el deporte, no nos debería extrañar el fenómeno. Hace mucho que el espíritu deportivo está enredado en valores insustanciales pero poderosos: marcas comerciales que imponen condiciones, contratos exorbitantes y, por supuesto, como en los viejos regímenes comunistas, la certeza de que la victoria del atleta es también la del país.
Lo importante es ganar, no cómo ganar. Estados Unidos, un país que constantemente se corrige a sí mismo, que busca no imitar y no imitarse, que vive en continuo desplazamiento, ha fomentado en sus habitantes la idea del triunfo individual. Más todavía: la victoria nacional no puede existir sino a través del triunfo individual. “Insiste en ti mismo y nunca imites”, dijo Ralph Waldo Emerson en Self-Reliance, para definir la actitud estadounidense en oposición a la europea. Esta idea, que tanto les ha proporcionado, también los ha arrastrado hacia la ansiedad y el miedo a la derrota.
Andy Warhol dijo que en el futuro todos tendríamos derecho a quince minutos de fama. Para conseguirlos sólo hace falta renunciar a la dignidad, al pudor, a la privacidad y al sentido del ridículo. La tendencia posmoderna a alcanzar esos quince minutos de fama está tan salvajemente presente que hasta nos olvidamos de los principios. Y el atleta no es la excepción.
A todo esto hay que sumarle la idea puritana que anima todavía el corazón de la vida americana. Aunque durante mucho tiempo a nadie le importó si los atletas se dopaban o no, hoy se les ataca socialmente y se les vilipendia. Nada peor que un héroe caído. Ya lo dijo Chesterton, lo único más grave que el debilitamiento de los grandes valores morales es el reforzamiento de los pequeños valores morales.
Que nadie se dé golpes de pecho: esta es la realidad del deporte y así ha sido durante los últimos treinta años. No perdamos de vista el contexto: son muchos los casos y debemos asumir que han sido muchos más los que no han salido a la luz. Debemos entender que esa idea limpia en que se basó el espíritu olímpico ya no existe, si es que existió alguna vez, y que la imagen del deportista como referente de salud pública es una patraña. Llegará el día en que el dopaje se libere y, por lo tanto, se controle, y en que todos sepamos que el enfrentamiento no es ya entre atletas sino entre laboratorios. ~
– Carlos Azar Manzur
El caso Britney Spears
La jauría a la espera
Ensayar teorías sobre el declive de Britney Spears (Misisipi, 1981) podría parecer fácil. Pero creo que su vida es una de las más claras y más tristes muestras de nuestra voracidad mediática, imposible de medir con los raseros a los que estamos acostumbrados. Nada hubo como ella antes y nunca tuvimos un parámetro de lo que podíamos consumir como público.
Creció en el sur de Estados Unidos. Es hija de un desarrollador inmobiliario (alcohólico) y de una maestra de escuela (un poco desconectada de la realidad). Su fantasía –como la de cientos de miles de niñas desde hace décadas– era ser famosa,cantar y brillar en los escenarios. A los once años entró al famoso New Mickey Mouse Club, un grupo del que saldrían destacadas estrellas del pop. Era la más joven y, según la prensa de la época, la más carismática de todos. Tenía una voz espectacular y una energía contagiosa.
En YouTube hay un video que la muestra recién entrada al Club de Mickey. Su voz en off describe la vida de una niñita normal, con no muchos recursos, mientras se suceden distintas escenas: la vemos circular como un demonio en go-kart por caminos de terracería y ayudar a su bisabuela en su restaurante de cangrejos, pelándolos con destreza, entre otras imágenes. Desde ahí es notable lo consciente que está de las cámaras y lo cómoda que la hacen sentir.
Su coqueteo con la lente resultó peligroso. Sabe posar y le gusta. Por eso mismo posó para un amigo catorce años después de las carreras en go-kart: ahora no vemos a una niña sino a una mujer. Sus pesados senos presionan la tela de una camiseta ligera. Su cabeza está cubierta por una cachucha roja. Está drogada. Se lleva comida de una charola con los dedos. Eructa. En un punto, después de quejas y risas, asegura que siente que la vida se va, dejándola atrás. “¿Atrás cómo?”, pregunta quien la filma. “No sé, atrás. Siento que me pierdo de cosas y de cosas. Que me pierdo de cosas y la vida se va. Como si no la viviera. Y sé que es raro que yo diga esto.” Él, entonces, se lanza al ataque: “Debe ser tanta fiesta.” Britney se sacude como si no hubiera entendido y lo mira con perplejidad. “Sí –dice él–, demasiadas fiestas. Dime, qué preferirías: ¿irte de fiesta o ver una buena película?” Ella reflexiona unos segundos y responde: “Ver una película y emborracharme en casa.” Luego suelta una carcajada confundida y su mirada se pierde en un paisaje que no alcanzamos a vislumbrar.
Los famosos tienen un pacto con los periodistas y el público. Es un pacto tácito que pretende dar ganancias a las distintas partes, una negociación en la que cada quien cede un poco de su propio espacio a favor del otro. Hay una clara conciencia detrás de esto: unos serían imposibles sin los otros, sencillamente no existirían. Pero es una negociación para la que se requieren habilidades y fortaleza que no todos tienen. Dos son los riesgos principales de un trato semejante: que la negociación se pierda, diluyéndose en el espacio y el tiempo, o que se convierta en una relación. Si el tenue equilibrio se rompe, las pérdidas se amontonan.
Britney estableció una relación apasionada con los medios y el público que ha sido plenamente correspondida. Una relación de control, deseo, miedo, celos, entrega y odio. Como si no existieran las personas de carne y hueso, la estrella pop pareció volcarse hacia los paparazzi y dejar de lado todo lo que la realidad le ofrecía.
Su primer éxito comercial ocurrió en 1999. Se trató del disco Baby One More Time. La crítica no lo recibió con cariño, pero ha sido el álbum lanzado por un adolescente con más ventas en la historia. El sencillo, del mismo nombre, fue número uno en la tabla mundial y se mantuvo dentro de los primeros diez lugares durante meses en distintos países.
La canción es pegajosa y la letra es, por decir lo menos, inquietante: “My loneliness is killing me/ I must confess I still believe/ If I’m not with you I lose my mind/ Give me a sign/ Hit me baby one more time.” “Pégame” podría referirse no a un acto físico sino a uno emocional. En todo caso, no parece muy apropiado en una canción de amor a los diecisiete años, edad en la que Britney grabó ese primer disco.
Hay un video musical que la acompaña. En él vemos a la “princesa del pop” cantar y bailar en un uniforme escolar un poco alterado: la falda plisada a cuadros es mínima y la blusa blanca está arremangada –los últimos botones desabrochados– y anudada justo debajo de los senos. Y hay una portada para Rolling Stone en la que David LaChapelle plasma con su lente el imaginario que por entonces flotaba sobre Britney: ella está sobre sábanas de satín fucsia, en ropa interior, hablando por teléfono con una mano mientras con la otra abraza a un Teletubbie.
De 2004 a la fecha Britney se ha lanzado en caída libre y los paparazzi y su público han estado ahí para dar cuenta puntual de esto. Cada paso en falso, cada locura y desacierto está fotografiado, videograbado y cuidadosamente registrado en revistas, periódicos y páginas web. Spears ha trascendido ya la frontera de las revistas del corazón y sus desgracias personales se han discutido sesudamente en medios respetables: The New York Times y Vanity Fair, por ejemplo. NBC, CBS y la BBC la tienen entre sus temas a tratar y buscan respuestas para la fascinación que ejerce en todos.
El público, por su parte, ha tomado cartas en el asunto. Una vez que el frágil equilibrio se rompe, las audiencias se sienten con derecho de poseer a la estrella. Finalmente, ellos la pusieron ahí. Así que en blogs y páginas web y portales de todo el mundo la gente opina sobre Brit-Brit. No sólo se preguntan si es una mala madre o si es realmente alcohólica o si, como determinaron unos médicos recientemente, es en verdad bipolar. También opinan duramente sobre lo que tiene o no que hacer. O llevan el juego hasta el límite: existe una página web en la que, si se predice correctamente la fecha de la muerte de Britney, el jugador gana un PlayStation 3 (whenisbritneygoingtodie.com).
El contrato establecido entre los ricos y famosos, los medios y nosotros saca a relucir nuestra naturaleza animal. La jauría está a la espera de que la bestia imponente, aislada, muestre vulnerabilidad. La bestia puede huir o retraerse pero, si permanece más tiempo del necesario a la vista, será evidente su debilidad. Y será entonces cuando la jauría, arremolinada y ansiosa, atacará. ~
– Julieta García González
La catástrofe del mercado de bienes raíces
El escándalo de las hipotecas subprime
Hasta el verano de 2007 el mercado de bienes raíces en Estados Unidos parecía un prodigioso acorazado que navegaba con estabilidad las aguas turbulentas de los mercados financieros. La fiebre de la construcción afectaba a prácticamente todas las ciudades de la Unión y los agentes inmobiliarios no se daban abasto para atender a los compradores potenciales.
Todo mundo quería ser parte de este milagro económico y en un sorprendente cambio de mentalidad ciertos bancos e instituciones decidieron que estaban tan interesados en abrir las puertas de este mercado que incluso podían hacer a un lado los viejos criterios y las exigencias mínimas para considerar préstamos. De tal manera comenzaron a ofrecer hipotecas a miles de consumidores con créditos menos que impecables. Esto dio lugar a una epidemia de préstamos e hipotecas denominados subprime, es decir, enfocados a clientes de alto riesgo, con bajos ingresos o historiales de crédito poco alentadores. Entre 1996 y 2006 las hipotecas subprime pasaron de ser nueve por ciento del total a más de veinte por ciento. Numerosos prestamistas empezaron a competir dando condiciones atractivas a un público de bajos recursos. Se ofrecían inicialmente tasas de interés muy pequeñas que supuestamente podrían ser renegociadas cuando subieran a sus niveles flotantes normales, así como términos de pago de “sólo interés” que mantenían las mensualidades muy bajas.
Así, miles de personas adquirieron casas que en su gran mayoría no podían pagar. Como suele suceder en un mercado en ebullición, súbitamente la oferta era demasiada para el mercado y los precios de las propiedades comenzaron a bajar. Esto propició que dejara de ser rentable para los bancos renegociar las tasas de interés. Los propietarios que ya padecían de mensualidades altas de sus propiedades descubrieron que estas se depreciaban vertiginosamente. Entones la recomendación lógica para muchos de estos era: perder la propiedad es más rentable que seguirla pagando a una tasa alta de interés.
Para octubre de 2007 los problemas ya eran inocultables y dieciséis por ciento de estos préstamos tenían retrasos de hasta noventa días o ya se encontraban en procedimientos jurídicos de embargo. Cuando esto se escribe ese porcentaje se encuentra cerca de veinticinco.
Ahora bien, esto es una catástrofe personal para quienes invirtieron sus ahorros en casas que no pudieron pagar, pero la crisis de las hipotecas subprime es mucho más compleja y tiene consecuencias planetarias debido a que provocaron un efecto dominó. Algunas instituciones de crédito se vieron afectadas de inmediato al no poder cobrar las mensualidades que se les debían, pero muchos prestamistas ya habían transferido los derechos de esas hipotecas a terceras partes en forma de documentos de inversión MBS (Mortgage-Backed Securities) o bonos respaldados por hipotecas. Estos bonos diseminaron el riesgo en los mercados internacionales y al declinar de valor precipitadamente fueron provocando que numerosas empresas y fondos en todo el mundo quebraran.
Las partes involucradas en el proceso de autorizar los préstamos se beneficiaron en grande en el proceso, llegando al extremo de no verificar información para no negarle a nadie la hipoteca. Una vez concedida ellos pasaban el riesgo a grandes corporaciones de Wall Street como Merrill Lynch y Bear Stearns, que recortaban las deudas y las vendían a sus clientes como si se tratara de propiedades valiosas. En el centro del desastre se encuentran unos misteriosos instrumentos financieros llamados CDO (Collateralized Debt Obligations) u obligaciones colateralizadas de deuda. Estos CDO contenían pedazos de préstamos estudiantiles, automotrices, corporativos, deudas de tarjetas de crédito e hipotecas subprime. Las agencias valuadoras, como Standard and Poor’s, Moody’s Co. y Fitch Ratings, dieron a los CDO la valuación AAA. Hoy quienes tienen estos instrumentos no saben cómo deshacerse de ellos. Resulta inquietante que los expertos no encontraran sospechoso que un mecanismo hecho de docenas de deudas diversas, algunas de origen desconocido o cuestionable y casi todas difíciles de rastrear alcanzara una valuación comparable a los bonos del tesoro de Estados Unidos.
Una de las más graves y reveladoras consecuencias de esta debacle ha sido una seria crisis de credibilidad. Una de sus manifestaciones más escandalosas tuvo lugar el 10 de agosto de 2007 cuando por veinticuatro horas bancos europeos y estadounidenses se volvieron tan desconfiados que se negaron a realizar cualquier préstamo interbancario, con lo que obligaron a los bancos centrales a intervenir masivamente. El Banco Central Europeo (ECB) tuvo que inyectar 230,000,000,000 de euros al mercado mientras la Reserva Federal estadounidense hizo algo equivalente. Pero este bombeo de liquidez no resolvió el problema, ya que el 13 de diciembre siguiente esas instituciones, junto con el Banco de Inglaterra, el Banco de Canadá, el Banco Nacional Suizo y el Banco de Japón, tuvieron que volver a inyectar más fondos al mercado interbancario para impedir un colapso mundial.
Los mercados financieros han demostrado ser sorprendentemente robustos, pero la frágil estructura de deudas acumuladas y documentos en proceso de desintegración en que se apoyan parcialmente ponen en peligro su estabilidad. Esta fue otra de las consecuencias de veinte años de desregular mercados siguiendo al pie de la letra los principios chiflados de Milton Friedman y sus Chicago Boys. La crisis de las hipotecas subprime tendrá sin duda consecuencias a largo plazo y millones de dólares de los contribuyentes seguirán siendo desviados al mercado para enmendar los excesos y seguir sosteniendo los experimentos de los especuladores de Wall Street. ~
– Naief Yehya
(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.