50 años de El guardián en el centeno

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De vivir, Holden Caulfield, el anticonvencional adolescente creado por Jerome David Salinger entre 1945 y 1951, tendría 66 o 67 años, los suficientes para ser mi padre. Pero, a diferencia de éste, nada le ha ocurrido a Holden en estos cincuenta años: uno puede abrir la novela y él sigue ahí, a sus dieciséis, expulsado de la preparatoria Pencey, a punto de realizar un viaje en tren hacia Nueva York para avisarle a su hermana Phoebe que nada tiene claro, que el mundo le parece falso y postizo (phoney), y que lo único que realmente quiere hacer en la vida es ser el guardián del poema de Robert Burns, el encargado de que los niños no se despeñen jugando entre el centeno. Viendo a su hermana en el carrusel de Central Park, Holden sigue aterrorizado de que la niña pueda caer, y es entonces cuando se da cuenta del significado de la adultez: nadie puede evitar que los demás se precipiten, no existe algo como un "guardián" de las vidas ajenas, y él mismo debe encontrarse una dirección individual que, en su caso, no será más que una institución mental para adolescentes en California, desde la que dice su historia, más que escribirla. En los tres días que dura la narración de esa inquietante temporada prenavideña de 1949, su pregunta nunca llega a responderse (¿a dónde van los patos de la laguna del parque cuando ésta se congela?); su hermano Allie jamás volverá a la vida (es sólo un vago recuerdo detrás de una cerca); Jane Gallagher, su intento de novia, jamás le contesta el teléfono; el disco que enloquece de alegría a su hermana Phoebe, Little Shirley Beans, y que él compra con mucho esfuerzo, se sigue rompiendo en pedazos en el parque, justo antes de que se lo regale. Y yo sigo llorando cuando Phoebe guarda la pedacería como si contuviera la música.
     Pero en el mundo fuera de la novela, quizás demasiadas cosas sucedieron. Desde 1960 hasta el 97, distintas preparatorias en Estados Unidos prohibieron leer The Catcher in the Rye (El guardián en el centeno): en Kentucky, Oklahoma, Michigan, Ohio, Florida, Wyoming, California, Illinois y Georgia. En las ediciones de Penguin, por ejemplo, la escena en la que Holden se afana en proteger a su hermana, tratando de borrar los "Fuck you" de las paredes de su escuela, nunca se imprimió la palabra de la "efe", y no fue hasta la edición de 1984 de Bantom cuando apareció lo que Holden trataba de borrar. En 1980, hubo una histeria de sus no lectores porque Mark Chapman, el demente que asesinó a John Lennon a balazos en las orillas del mismo Central Park de Caulfield, dejó en un ejemplar de la novela una serie de pasajes subrayados que supuestamente explicaban su delirio. De hecho, en The Conspiracy (1997), el taxista fanático obsesionado con las intrigas del FBI-CIA-Pentágono (Mel Gibson) compra varios ejemplares de El guardián en el centeno, lo que da lugar a que los sistemas de inteligencia lo localicen por medio de un sofisticado enlace entre el código de barras de la cajera de la librería y las oficinas que controlan una flotilla de helicópteros, desde los que tratan de asesinarlo unos segundos más tarde. Todo esto quizás explique la reclusión voluntaria —a la Juan Rulfo, no tanto a la B. Traven— a la que J.D. Salinger se ha forzado desde 1951 y su insistencia en no volver a publicar desde 1965.
     Tal como sucede con la mayoría de los escritores que se esconden de la publicidad, la vida de Salinger tiene poco atractivo (citemos al Mago de Oz: "Nunca mires al hombre de detrás de la cortina".) Nació en Nueva York en 1919, hijo de Sol Salinger, un importador de quesos judío, y de Marie Jillich, una escocesa gentil. A los diecisiete se enroló en la Academia Militar de Valley Forge, el modelo de la Pencey Prep de su novela. Su primer texto fue publicado en la revista Story en 1940, y continuó publicando en Collier's, The Saturday Evening Post y Esquire. Se alistó en el ejército en 1942, desembarcó "en las costas de Utah" con el Decimosegundo Regimiento de Infantería en 1944, y no disparó más que en el bosque de Hurtgen. Estuvo casado ocho meses con una doctora francesa en 1945. A finales de esa década escribió cuentos para Cosmopolitan y Good Housekeeping. Con la excepción de uno ("A Slight Rebellion Off Madison"), aparecido en 1946, The New Yorker no le prestó demasiada atención. En 1948, tras varias negativas, aceptaron publicarle dos cuentos más ("A Perfect Day for Bananafish" y "Uncle Wiggily in Connecticut"). Tres años más tarde apareció El guardián en el centeno, después de ser rechazada por seis editoriales. Desde 1953 se recluyó en un rancho de cien hectáreas en Cornish, Nueva Hampshire. Entre 1954 y 1967 estuvo casado con Claire Douglas, con quien tuvo dos hijos, Mathew, un actor, y Margaret Ann, quien publicó hace unos años un recuento iracundo de la relación con su padre, en el que no tuvo la sutileza de evitar revelarnos que Salinger, por oscuras razones, acostumbra beber su propia orina. En 1965 publicó su último cuento, "Hapworth 16, 1924", un relato más sobre el personaje de Seymour de la extraña familia Glass (por algún raro capricho, Salinger reeditó en 1997 este mismo cuento, como pequeño libro, en una ínfima editorial de Alexandria, Virginia).
     En 1987, volvió a ser noticia cuando demandó a Ian Hamilton por tratar de citar unas cartas suyas que guardaba la Biblioteca de Princeton, y porque finalmente le concedió una entrevista a una gris reportera de The Baton Rouge Advocate, Betty Eppens. Pero nada de lo que dijo tenía sustancia; era más interesante la vida de la reportera: ex conejita de Playboy y coleccionista de animales disecados. De hecho, la "aventura" de Eppens fue una réplica abreviada de lo sucedido con Joyce Maynard, una guapa estudiante de letras que logró cohabitar con Salinger durante todo el invierno de 1972, hasta que el novelista se percató de sus bajas intenciones reporteriles, la sacó de su casa y le prohibió hablar del tema. Harold Bloom ha antologado un libro de ensayos sobre Holden Caulfield, y el año entrante se publicará otro con cartas a Salinger donde figura, según la publicidad, una de Paul Auster.
     El silencio de Salinger tiene muchas respuestas. En una de sus cartas que lograron filtrarse, antes de que ganara el juicio contra Ian Hamilton por "voyeurismo comercial", Salinger lo explica vivamente: "Soy, por supuesto, mi más grande admirador cuando estoy escribiendo. Cuando he terminado me avergüenzo de releer lo escrito, como si temiera que no le he limpiado bien la nariz". Pero también hay algo de la actitud propia de la adolescencia en un mundo sin guardianes: no puede uno decirle a nadie cómo se siente, porque el mundo está contra uno. Y en todo caso, hasta donde recuerdo, a los dieciséis tampoco se sabe qué decir. El momento nos ocurre y se desvanece con el tiempo. Sólo Holden Caulfield sigue ahí, ensimismado. Acaso podríamos sacarlo un poco de su terror a crecer si le enviáramos una copia de las declaraciones que el Comisionado del Central Park hizo el 22 de julio pasado al New York Times: "Cada año, las miles de personas que acaban de leer El guardián en el centeno me telefonean para preguntarme a dónde van los patos cuando la laguna se congela. Y lo que sabemos es que van al centro del mismo lago. Allí el agua jamás llega a solidificarse". –

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